El 4 de enero de 1971 es una referencia tortuosa que aún recorre la memoria de Ramón Rivas porque confiesa que “se pegó una gran orinada del frío” mientras dormía, el primer día que llegó, con 11 años de edad, al seminario menor de los padres Paulinos en Quetzaltenango, Guatemala.
El viaje desde su natal Ilobasco hacia a tierras chapinas fue el comienzo de un peregrinaje de casi cuatro décadas que llevó al actual Secretario de Cultura de El Salvador por varios países de Europa y América; un trajinar de vivencias que hoy lo apuntalan para desenvolverse de la mejor manera en el cargo.
Hoy, al frente de esa institución, reconoce que la casualidad ha sido una de sus aliadas permanentes para sortear desafíos.
Fue la casualidad fusionada con su vasta hoja de vida la que ocasionó que desde hace seis meses personalidades ligadas a la cultura, la academia y la política se le acercaran para proponerle el puesto, pero siempre fue del criterio que la decisión no dependía ni de él ni de ellos, sino del gobierno que estuviera de turno.
“Uno puede estar empapado del acervo cultural, pero ya dirigir una institución es otra cosa. Una institución con trayectoria, donde a veces hasta vicios ocultos puede haber, intereses personalistas y políticos también. Pero yo soy una persona que siempre he aceptado los retos”, afirmó.
Dotado de un tono de voz estentóreo, en apariencia diseñado para el regaño, con tan solo unos minutos de conversación con él se descubre que la jovialidad y sinceridad sobrepasan la aparente fuerza represora de sus palabras.
Una infancia accidentada
Rivas, el mayor de tres hermanos, rememora hoy, a sus 60 años, una infancia marcada por la religiosidad y las correrías tradicionales en su natal Ilobasco, pueblo sobre el cual ha escrito ya dos libros.
Pero parece que su vida empezara a los 11 años, cuando con cuatro colegas niños viajó a Quetzaltenango, Guatemala, a formarse como cura. Cuenta que el viaje desde su pueblo duró todo un día y, al llegar, el frío congeló su ánimo, su pensamiento y su estado físico. Las sábanas de una cama extraña pagaron los platos rotos, por lo que confiesa fue la gran orinada de su vida.
El desprendimiento del hogar no fue sencillo. Lo que para un niño común son tareas aprendidas gracias a los adultos que lo criaron, para Rivas fue un desprendimiento dificultoso. Él mismo, abandonado a su suerte, debía escoger qué camisa, qué zapatos y qué pantalón se debía poner. Su madre no estaba a su lado para acompañarlo en la trabajosa labor de asumir la rutina hogareña. Sin embargo, el apoyo lo sentía desde lejos.
“Me motivó el hecho de que tenía apoyo de mi familia, porque soñaban con tener un hijo cura. Cuando de vez en cuando llegaba al pueblo recibían a saber a quién. La alegría era enorme”, relata.
Del seminario menor de los Padres Paulinos pasó al Liceo Quetzalteco para obtener su bachillerato. Ahí lo sorprendió, en 1976, el terremoto de 7.5 grados escala Richter, una descarga de furia natural que dejó 23,000 muertos a su paso.
Eran pasadas las tres de la madrugada cuando a Rivas lo despertaron las ganas de ir a orinar. El agua del sanitario se movía levemente. Es el viento, pensó. Pero al regresar a su cuarto la brisa común se convirtió en un estruendo aterrador que en 39 segundos dejó al país hecho un nubarrón de escombros, cuerpos inservibles y vidas desconcertadas que no sabían para dónde huir.
“Las imágenes de San Vicente de Paul y la Virgen se vinieron al suelo, y un tufo terrible, como a hule quemado. Todo quedó en silencio y nosotros salimos como pudimos” recuerda.
Ese mismo año inició su noviciado y estudios de filosofía en el filosofado saleciano. Evangelizar a los pobres del campo, vivir y trabajar con ellos era su misión en un contexto abierto de guerra civil.
Los barrancos cercanos al puente El Incienso fueron el lugar primario de su causa por varios años. Compartía las costumbres, alimentos y los deseos de los moradores que soñaban con tener su casa en alguna planicie chapina.
Después del terremoto, los habitantes de El Incienso se tomaron las bajuras aledañas. Él y sus compañeros vivían con ellos.
Antes de terminar sus estudios de filosofía dijeron que no podía continuarlos porque habían organizado a la gente para se tomara las tierras. Con esto se acababa su permiso para estar en el país. Recuerda que el padre Juan Grutelar le comunicó si indignación porque no le dan una respuesta.
“¡Que coman mierda! Les dije. Yo me he identificado con lo que quiero ser. En ese tiempo le ponían un sello a uno, aunque ¡yo no había hecho nada malo!”
Recuerda que pasó de su labor evangelizadora a la vida obrera para poder sobrevivir. Entró a trabajar en la fábrica de Kent International, donde elaboraba “taponcitos bien tapados”. Por eso, al llegar a su casa en las noches “veía bisco”.
El académico que soñaba con Ilobasco
A El Salvador regresó a finales de 1977 y al año siguiente, donde rápidamente se sumó a la efervescencia revolucionaria de la preguerra civil y formó parte del Bloque Popular Revolucionario (BPR) a estudiar sociología en la Universidad Nacional. Ese mismo año salió por un tiempo y al año siguiente regresó al país por la situación candente que lo marcó. Luego vuelve a salir del país hacia Antillas Holandesas. Este fue su antes y después.
En 1979 viajó a estudiar a Holanda, luego de haber obtenido la beca University Asistance Fund, dirigida a estudiantes de países en vías de desarrollo. El proceso de otorgamiento fue extraño porque ya él se consideraba marcado y no esperaba que se la dieran. Eso sí, no faltaron condicionamientos, como el hecho de tener que aprender holandés en 6 meses y obtener altas calificaciones, de lo contrario perdería la ayuda y debía pagar las materias que ya había cursado. En ese primer año relata que sacó dos años en uno.
Su intención, en la Universidad Católica de Nijmegen de Holanda, era continuar con sus estudios de Sociología, pero una sola visita a ese departamento cambió su perspectiva. “La sociología era dirigida a Holanda, pero al frente estaba el departamento de Antropología, y el panorama era completamente distinto. Había una antropología casi para cualquier lugar del mundo ‘¡Puta, si eso no existe en El Salvador!’ me dije yo. Porque se trata de trabajar con la gente, eso era el estudio de la cultura” resalta con su voz en ascenso.
Sumergido en el quehacer académico, pudo calibrar su activismo político al formar parte de los comités de solidaridad con la guerrilla del FMLN formados en distintas partes de Holanda.
“En todo el mundo y por supuesto en El Salvador aquí la gente estaba con deseo de transformación: o te quedabas como baboso o participabas de los cambios.”
Su compromiso no implicó descuido del estudio. A los tres años obtuvo su licenciatura en Antropología y posteriormente su “doctorandus”. Hace énfasis en que ese término significa “apto para ser doctor”, no que ya tiene el título de Doctor. No obstante, tras 6 años de estudio, le ofrecen trabajar en la universidad como investigador y docente.
Antes de terminar su tesis, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Holanda le pidió laborar en el Royal Tropical Institute, en la preparación de futuros diplomáticos o empresarios que van a países en desarrollo. En medio de ese nuevo trabajo le proponen un empleo “corto”, de 6 meses, con las poblaciones lencas de Honduras. Esos seis meses se extendieron hasta 7 años, donde se convirtió en director de un proyecto cultural de Holanda que implicaba viajar a Nicaragua, Bolivia, Brasil, entre otros países.
De esa investigación emanó el libro “pueblos indígenas y garífunas de honduras” que a la postre fue el tema de su tesis en Antropología Cultural, que obtuvo en 1994.
En los más de 10 años de estudios y trabajo fuera del país, anhelo del ritmo tranquilizante de la vida de Ilobasco, nunca lo abandonó, aunque ahora lamenta que haya cambiado para mal.
Cuando le pregunto qué representa para él dicho pueblo, hace una pausa, observa mira fijamente la pared y articula su respuesta con un dejo de nostalgia:
“Es el recuerdo de algo que fue y que nunca más va a volver a ser, no sé por qué. Yo quiero mucho a ese pueblo, recuerdo sus calles, sus esquinas cuando yo era niño, pero a los años me encuentro con un pueblo perdido en la inmensidad donde nadie se conoce. En mi libro ‘Ilobasco de mis recuerdos’, retrato al vendedor de pan, a la loca, las putas. Ese era mi pueblo también”, recuerda.
Hacia una nueva política cultural
Los deseos de volver fueron, para Ramón Rivas, una constante, a pesar de todos los objetivos académicos conseguidos. Finalmente se concretaron en 1999. Venía con los laudos académicos altos y destacó en el ámbito universitario durante años, principalmente al frente de la Universidad Tecnológica, donde fue uno de los precursores de la carrera de Antropología.
Como director del departamento de Cultura de esa casa de enseñanza superior, se erigió como uno de los profesionales de la antropología pioneros en la formación, difusión y contribución académica. Mediante publicaciones, conferencias y trabajos museográficos, es una referencia obligada para quien se interese en la materia.
Con estas credenciales fue tomado en cuenta para asumir el cargo de director de Patrimonio Cultural de la Secultura, bajo la gestión de Héctor Samour. Luego de la salida de este y tan solo 17 días después de que Magdalena Granadino asumiera como nueva secretaria de Cultura, Rivas presentó la renuncia aduciendo razones personales y profesionales.
Las declaraciones dadas en una entrevista en el canal 12 sobre la destrucción del mural de Catedral y, en general su posición respecto a este tema, resultaron incómodas para algunos y luego de que intentaron callarlo, prefirió hacerse a un lado.
Dos años después vuelve a la institución, esta vez en calidad de máximo jerarca. Expresa que a su llegada se encontró con sendas transformaciones, tanto negativas y otras positivas. El centro de sus cuestionamientos lo ocupa Granadino, a quien llama “la doña”.
“Encontré muchas limitantes, una secretaría desfasada y con déficit de más de $ 700 mil dólares para terminar el año. Le estamos pidiendo al cielo para que no llueva y las personas vayan al zoológico, a los parques arqueológicos, porque de eso subsistimos.
Vi una secretaría dividida prácticamente en dos instituciones distintas: una en la urbanización Buenos Aires, pasaje Mar del Plata, donde estaba la doña con su equipo selecto y un lujo increíble; la otra, del centro de gobierno, abandonada, dejada a la deriva. Pero eran dos instituciones donde la doña tenía control pero, ¿quién le daba seguimiento?” cuestiona.
El descuido general parece haber esquivado el Sistema de Coros y Orquestas, área privilegiada a la que, según su criterio, se destinaban mayores recursos. Asegura Rivas que, por ejemplo, se avergüenza del abandono del Museo Nacional de Antropología (Muna) donde ha tenido que albergar reuniones con otros ministros.
“Yo creo que esta doña pudo tener algunas buenas intenciones, pero en la mayoría de los casos se equivocó. Se encerró en su oficina” dijo en relación con Granadino.
Resalta, eso sí, que no todo fue malo. Entre las iniciativas a las que planea darle continuidad está el Bibliobús, iniciativa del Plan Nacional de Lectura.
La Secultura vive en la actualidad un proceso de reestructuración. Acorde con la política que el gobierno ha dado en llamar “de austeridad”, Rivas ya solicitó una auditoría por supuestas anomalías en el manejo de recursos en pasadas administraciones, nombró a nuevos funcionarios y redujo a 7 las 16 direcciones nacionales.
No ocultó su preocupación sobre la Ley de Cultura, estancada en la Asamblea Legislativa desde hace varios meses. Reconoce que, sin un marco regulatorio, se dificulta consolidar las transformaciones que pretende impulsar. En este tema, dice que los diputados tienen la última palabra.
Estas y otras medidas van encaminadas a la transformación de la entidad en el Ministerio de Cultura, la cual se hará oficial a partir del 1 de enero del próximo año.
Con sus infaltables lentes, su voz estentórea y sus canas a cuestas, Rivas se confiesa un inquieto por naturaleza. Es por esta convicción que le aterra el burocrático modo de vida de estar entre cuatro paredes. Quiere que la huella de su gestión sea estar en contacto permanente con las distintas dependencias y actividades culturales.
“Yo no voy a estar solo en la oficina, quiero saber qué pasa en San Miguel, en Cacaopera, en el occidente del país. Aquí tengo un carro, un jeep que decían que no servía, pero lo que hay que hacer es revisar los frenos. Ahorita que vienen las vacaciones vamos a meterlo a un taller porque tiene que estar en buen estado para las visitas. Estamos visualizando aquellos detalles que queremos no quede nada después de ser Ministerio de cultura” enfatizó.