El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

CRÓNICA | Lustres y anécdotas de un limpiabotas en tiempos de crisis

por Pabel Bolívar


Don Santiago es uno de los limpiabotas del centro de San Salvador desde hace 40 años. Sin derecho a un seguro social o una pensión digna, sale de su casa todos los días a las cinco de la mañana a ganarse el sustento, en medio de una ciudad que amenaza con hacer desaparecer este oficio. Su relato, además, es el de un testigo y hacedor de la realidad capitalina que se debate entre la decadencia y la esperanza.

Un día cualquiera en la ruleta rusa de la cotidianidad, la cabeza de “La china”, una pandillera del Barrio 18 encargada de recoger la renta a los conductores de autobús que transitan por la zona, apareció empacada en una bolsa negra, que bien podría ser un menudo de carne. Aunque tapada, Don Santiago se imaginó los tejidos, los músculos y la incisura yugular del esternón, todo hecho un revoltijo inservible de sangre coagulada.

“Fíjese que son tantas cosas que se ven aquí desde abajo todos los días, que uno se acostumbra”, dice Don Santiago, al sumergir su memoria en el tumulto de curiosos y agentes policiales, mientras engulle un pedazo de pan con frijoles que llegan a buen puerto gracias al posterior sorbo de café.

Sí, desde abajo. Porque Don Santiago mide 1,68 metros; su espalda encogida luce los avatares de la edad. Él es uno de los limpiabotas más antiguos del centro de San Salvador. Sale de su casa a las cuatro de la mañana, cargando una pequeña mochila azul y, desde las seis de la mañana, se ubica en uno de los portales frente al Parque Libertad a esperar que algún transeúnte suspenda el trajín matutino para consentir sus zapatos.

Sus ojos se han convertido en una prolongación de la ciudad. Sus relatos son el eco de los habitantes que día a día apuntalan la historia de una capital que marcha a todo galope y amenaza con acabar con uno de los oficios más antiguos.

Ya son 40 años de ser lustrabotas en la cuarta avenida sur, entre la cuarta y segunda calle oriente. Antes vendía billetes de lotería y atendía una tienda de productos básicos. Cuenta que en esa época, camino a su trabajo, tenía que pasar por los portales y mientras su cuerpo avanzaba, sus ojos se clavaban en quienes para él eran los malabaristas del betún, los cepillos y los trapos.

Veía a los limpiabotas como individuos distinguidos: el cabello untado con gomina, rasurados en forma meticulosa y ungidos con una gabacha azul, con dos botones desabrochados a la altura del pecho. Seres distinguidos igual la mayoría de sus clientes: funcionarios de gobierno, abogados, políticos o dandis criollos que iban a lucir sus relojes de oro, sus trajes y sombreros. Eran los setenta y don Santiago anhelaba ser uno más en ese círculo de poder y ostentación, aunque fuera su eslabón en apariencia más débil.

Un día de 1974 se fue de la oficina para no volver. Él pertenecía a los azares de la calle, y seguir detrás de un mostrador no era una opción. Prefería lustrar zapatos, mirar a las personas recorrer el centro histórico e inventarles historias que solo él conocía. Estar ahí también daba el margen para protagonizar sus propias tramas.

“Es un forma de distinción, aunque no se tenga mucho dinero, trabajando el cuero siento que estoy trabajando el ego de la gente” explica, con los ojos proyectados en los transeúntes fugaces o en los músicos improvisados o en las palomas o en los taxistas. Imposible saberlo.

Un colega suyo, que por lo menos tenía 10 años de trabajar en los portales, le enseñó las piruetas y movimientos distintivos de la profesión que mantiene hasta hoy, y lo que no le enseñaban lo aprendía al mirar a otros. Ahora, con la ayuda de los mejores materiales, mantiene su intención de desempeñarse de la mejor manera.

El ritual

A cada lado de don Santiago hay dos limpiabotas. Leen el periódico, revisan sus instrumentos de trabajo o miran para alguna parte. Llevan más de una hora sin recibir clientes. Don Santiago me tiene a mí, con un polvoriento zapato color café.

Don Santiago apenas inicia el ritual. Abre el pequeño cajón. Del lado lateral saca el cepillo, un retazo de tela de 30 centímetros, el betún, y los depósitos de tinta. Como quien se quita una camisa, va desamarrando las cintas del zapato; sube los ruedos del pantalón para no mancharlos. Sus manos son toscas, pero el trato con el pie es delicado.

Limpia de impurezas la superficie del zapato, como limpiando un lienzo. Elimina los leves residuos de lodo y tierra con un cepillo, como haciendo un raspado.

Saca con sus dedos pequeñas capas de betún y de forma delicada las aplica en toda la superficie del zapato, mientras va abriendo el surco de la confianza del cliente.

El preámbulo da paso al cepillado. El betún se desperdiga hasta cubrir el calzado de un color café oscuro. El betún se seca al aire y posteriormente cepilla para sacar el primer brillo mate. Con el cepillo aplica la pintura líquida en las mejillas, la frente y el mentón del zapato, que parece se ha transformado en un rostro que don Santiago maquilla.

Llama la atención el ligero retumbo cuando, con el trapo de 30 centímetros, seca el zapato. La fricción de los golpeteos da el brillo justo, pero no es sencillo porque tienen que pasar más de 10 arremetidas con el trapo hasta alcanzar la perfección. La perfección propia de un equilibrista que con técnica y pirueta realiza sus movimientos vistosos.

El ritual dura 40 minutos, entre preguntas, anécdotas y una que otra sonrisa. La plática con don Santiago es un bálsamo contra el aburrimiento.

Limpiabotas
Hacedor y testigo urbano

Ser personaje y no solo espectador no es un privilegio de muchos. Don Santiago es ya uno de los íconos anónimos del centro histórico, donde comparte y disputa “créditos” con otros personajes.

Entre ellos está “La Loca de los Portales”, una mujer andrajosa que suele tirar agua sucia a los clientes de don Santiago cada vez que se forma un charco frente a su puesto de trabajo, o las aguas servidas de los negocios aledaños que se acumulan en las cunetas.

“Cuando ella ve a alguien aquí se trata de esconder para que no la vean, porque ya tiene escogido a quien le va a tirar el agua sucia. Lo hace por un amorío fallido y eso le hizo tener rencor contra los hombres bien vestidos”, asegura.

Él solía advertir a sus clientes porque la mujer, luego de que don Santiago lustraba su calzado, emboscaba a su próxima víctima con balde en mano. Recuerda la ocasión en que un zapatero de traje blanco y zapatos negros iba a visitar a su amante. Para mostrarse impecable ante ella pasó donde don Santiago.

La mujer, sigilosa detrás de una de las columnas del portal, ya lo había etiquetado con su odio. “La loquita lo está viendo” le dijo don Santiago al zapatero. “No va a pasar nada”, le respondió con sequedad. Pero ni había esperado a que se bajara del sillón cuando le dejó ir una baldada que acabó con la ilusión del encuentro amoroso y lo llenó de inmundicia callejera. El zapatero oyó con amargura el “te lo dije” de don Santiago y las risas de quienes presenciaron el momento. Don Santiago, que siempre estaba atento a los pequeños signos urbanos, tiene fama de no fallar en sus predicciones.

Vivir en la calle hace posible encuentros con centenares de personas que de otro modo serían simples siluetas fugaces. Gracias a la calle se tejen súbitas complicidades que invitan a recomponer proyectos de vida, para bien o para mal. Por eso don Santiago no se arrepiente cuando desechó el sueño americano que le proponía una vendedora de lotería de quien se enamoró; al final se decantó por su familia y la tranquilidad que da el terruño.

La mujer que vendía billetes de lotería pasaba siempre por el portal. A los saludos normales le siguió más cordialidad; de la cordialidad pasó a elevarla a estatus de “novia”. Una de muchas, confiesa don Santiago, que por primera vez suelta una risa zalamera.

Un día, desde buena mañana, don Santiago cabizbajo acudió al mismo lugar de siempre. Tenía una deuda impagable con un crédito que había obtenido para comprar una cocina. No tenía el dinero completo. Cuando la señora lo encontró, preguntó qué le sucedía. “Yo con pena, usted” le respondió antes de contar la verdad. Ella, con tal de no verle la tristeza a flor de piel, aceptó darle 100 pesos para aliviar su deuda. “Te los voy a dar, pero que sean para pagar lo que debés, no para otra mujer” dijo ella. “Vaya pues” respondió don Santiago a regañadientes. Al otro día, ella le tocó la espalda y con prudencia colocó el dinero en una de las bolsas de su camisa.

Era una mujer viuda y con los años logró acumular cierto capital, lo que le permitió viajar con cierta frecuencia a Estados Unidos, donde vivían sus hijas. La relación a la intemperie entre ambos se consolidó al punto de que ella, cuando decidió irse para ese país, le dijo que la acompañara. Don Santiago no aceptó. Estando allá, la mujer le enviaba cartas que leía en el portal al lado de sus amigos, quienes lo exhortaban a partir. La decisión, de gran envergadura, la tomó en conjunto con su familia.

Bajo un árbol de pito, en su pequeña propiedad, le dijo a su esposa e hijos que un amigo del centro se había ido y lo estaba llamando para que fuera a trabajar allá. Su esposa no le cuestionó pero sospechaba de las intenciones de don Santiago. Al final y luego de una larga deliberación decidieron que se iba a quedar en El Salvador, pero que los hijos debían ayudarle para subsanar su complicada situación económica. Con el tiempo perdió contacto, aunque ella siempre le enviaba cartas.

Limpiabotas

Como esta, hay miles de imágenes en el recuerdo de Don Santiago: desde el terremoto de 1986, cuando estaba limpiando el calzado de un cliente que solo atinó a huir del lugar dejando uno de sus zapatos ahí, hasta el desastre pirotécnico que derivó en un incendio en el parque Libertad, donde uno de los limpiabotas del portal, por no hacerle caso, se vio afectado al quedarse en el lugar. Todos capítulos del libro abierto que es San Salvador, en el que don Santiago es uno de sus casi dos millones de escribas.

Entre la nostalgia y la realidad

Casi es mediodía y cuatro músicos entretienen a cuanto transeúnte pasa por el parque Libertad. Nada más tocan 30 segundos de un bolero: el resto de la tonada la reservan a quienes pagan por escucharla, que no son muchos.

Don Santiago se pierde en ese bolero letal. Relajar la mirada en cualquier recodo del parque es el mejor descanso luego de terminar su faena con algún cliente.

Últimamente, esas horas de descanso suelen prolongarse. El tedio y la impotencia se apoderan de él porque puede transcurrir mucho tiempo hasta que aparezca algún transeúnte que quiera limpiar sus zapatos.

El garbo capitalino que recuerda don Santiago ya no existe más: los funcionarios de gobierno recorren sus calles de forma esporádica, a toda prisa, en camionetas de lujo, con vidrios polarizados. Los transeúntes, más apresurados y anónimos que nunca, bien se someten al descuido de su calzado o ellos mismos realizan la tarea en sus casas.

El desempleo, la desigualdad y la pobreza han confinado a dos de cada tres salvadoreños a trabajar en la informalidad, sin contrato de trabajo, seguro social o sin una jornada laboral digna.

Don Santiago suspira al terminar la canción porque sabe que la situación está difícil. Solo le queda entregarse a la suerte de su jornada, de seis de la mañana a cinco de la tarde, al igual que los vendedores del centro histórico que bregan en medio de la informalidad.

“Así como estoy yo está mi vecino. Véalo, son las 12 y no ha hecho nada. Así paso yo a veces, con la esperanza de que lleguen los clientes de siempre. Si no aparecen entonces el día está malo y apenas nos alcanza para la comida y los pasajes. En un día bueno hacemos $10, pero en un día malo entre 5 y 6. Es duro, pero el centro es el centro”, manifiesta abotonándose la camisa.

Limpiabotas

El centro ha cambiado como cambia todo, pero sus palabras denotan no compartir la vieja filosofía “todo tiempo pasado fue mejor”. El centro es el centro, y aunque no tenga ahorros, y sus hijos le ayuden poco, la calle y su oficio lo siguen “dejando ser”. Ese centro alborotado, de edificios antiguos, de ventas infinitas, hunde a sus principales inquilinos, como don Santiago, en su propia decadencia, en su encanto grotesco.

Don Santiago deja entrever cierta angustia. Agarra su taza azul y toma el último sorbo de café. Vuelve a ver hacia los lados. Su compañero ojea por enésima vez el mismo periódico. La gente pasa. Los músicos han vuelto al parque después de una hora de trabajo en otras zonas del centro. Ríen, tocan sus instrumentos, beben tragos de un licor duro. Se divierten, como si fueran de otro tiempo.