Para María Isabel Rodríguez, los hombres eran una complicación que entorpecía su trabajo académico. Nunca fue de compromisos serios. Un amorío por acá, una decepción por allá, nada tan dramático como para deshojar margaritas. Pero cuando Víctor Sutter, subdirector de la Organización Mundial de la Salud, la abordó en un coctel en México, sabía que estaba ante una vuelta de tuerca del destino.
Con él, que le doblaba la edad, se “carteó” durante varios años antes de dar el sí. Con él conoció, mediante sus relatos, los grandes avances médicos del primer mundo. Con él se casó a los 47 años de edad, por lo que nunca tuvo hijos. Con él, en 1973, lloró la muerte de Salvador Allende. Con él, postrado en una cama, cerró el fugaz capítulo amoroso de su vida, porque con Víctor Sutter convivió cinco años hasta que, en tan solo 15 días, una enfermedad les fulminara la felicidad.
Este encuentro solo fue posible porque María Isabel regresó de sus estudios en México, en 1954, destinada a ejercer la academia y, posteriormente la administración univesitaria. Fue precisamente en uno de esos viajes en calidad de académica que conoció a Víctor.
Lo cierto es que, una vez puesto un pie en El Salvador, ella misma se había cerrado las puertas al ejercicio clínico. “Yo no quería ejercer la medicina. Nunca supe cobrar. Esa relación paciente-moneda nunca la tuve. Pude haber hecho la plata que quisiera, porque yo venía con mucho prestigio. Pero no desprecio mi práctica clínica en México porque gracias a esta pude ayudar a equipar la facultad. Muchos de los millonarios salvadoreños que eran mis pacientes nos donaron todo tipo de equipo para la investigación” explica.
Pasar del avión que la traía de México a la academia universitaria no se dio de la noche a la mañana. Los encargados de nombrar las plazas eran, según María Isabel, un círculo cerrado de nombres ignorantes. Uno de ellos, jefe de departamento de Fisiología y cabeza del clan, era una persona de mucho dinero.
Cuando apareció una plaza para dicho departamento, ella presentó sus atestados, pero nunca hubo llamada. Tiempo después se encontró con el fisiólogo desventurado y le pidió explicaciones. Él le respondió de forma escueta que el nombramiento no se comunicó porque era un proceso interno de la universidad. Se lo dieron a alguien no formado en Fisiología.
Tiempo después, un doctor entrado en años de apellido Quesada, le dio su anhelada plaza, en calidad de interna en el hospital Rosales. Ahí instruía a los estudiantes. Al retirarse él, la invita a dar clases a la universidad. Sería el inicio de un rápido ascenso: profesora asistente, profesora asociada, profesora titular. Pasaron 12 años hasta que, en 1967 María Isabel se convirtiera en la primera decana de la facultad de Medicina. Encontró varias carencias, entre las cuales destaca una:
“En el tiempo en que yo entré no había plazas para profesores en ley de salarios, todos estábamos con horas clases. Toda la universidad vivía de horas clase. No había profesores a tiempo completo hasta que el presidente Lemus, que era terrible, permitió un fondo que provenía del ministerio de educación para tales efectos. Y poco a poco fue cambiando”.
Sobre la Universidad Nacional se cernía una primavera que pretendía poner de cabeza el statu quo existente a base de ideas y beligerancia en las acciones. Pero también sobre esa primavera caía la sombra de la persecución política, de la vigilancia tras bambalinas de las fuerzas del orden.
Por eso, en una salida salomónica, el coronel Arturo Armando Molina la interviene en 1972. María Isabel, peligrosa para el régimen desde 1944, lo era aún más ahora que tenía un puesto de poder. En esas circunstancias, quedarse era una afrenta mortal contra sí misma. Lo que nunca vaticinó fue que sus propios colegas se habían ofrecido a ser sus sepultureros.
“Ya estaba todo listo cuando me dijeron que no podía salir del aeropuerto. El presidente Molina me dijo que no había impedimento de su parte, sino de mis propios colegas que decían que yo tenía asuntos pendientes por resolver. Ellos se oponían a la enseñanza de estudiantes en consulta externa, porque sentían como una competencia para ellos. No querían que les quitaran sus puestos”.
Fue un momento de huelga general, y ella indirectamente, era uno de los blancos.
Al cabo de los días las gestiones a su favor pudieron más y partió hacia a México, donde pasó con su esposo los últimos días de su vida.
Su legado en la OPS y la guerra desde lejos
María Isabel y sus pómulos. Los pómulos y María Isabel. No solo son el soporte de sus lentes, también dos pequeños senderos donde descansan sus derrotas y conquistas personales. Sin ellos es imposible entenderla y rastrear su capacidad de amontonar tantos periplos juntos durante casi un siglo.
En las más de cuatro horas que dura su travesía verbal, percibo que la década del setenta apelmazó el proyecto de vida que mantiene hasta el día de hoy. En ese periodo viajó por toda Latinoamérica en calidad de consultora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Vivió en México, Venezuela y República Dominicana y obtuvo un panorama general de la forma en que los gobiernos del continente encaraban la salud. Esta radiografía fue el punto de partida para encabezar iniciativas de cambio.
La historia de nuestros pueblos, hilvanada entre el despojo, la dependencia y los totalitarismos, es la historia de los contrastes entre vecinos. Frente a los innegables avances en materia de salud que trajo la revolución cubana, innegables incluso para Estados Unidos, las condiciones de vida en Haití remitían al siglo XIX.
Particular impacto causó en María Isabel el maltrato que las autoridades de República Dominicana profesaban para con los haitianos. El presidente Trujillo difundió con efectividad entre la población que la piel de sus compatriotas era delicada, no apta para los avatares del clima en la zafra, por eso traían a los haitianos a realizar dicha labor.