En sus ojos brilla la nostalgia, recuerdos del pasado. Su mirada profunda no delata que vive en la oscuridad. Con una filosofía determinista, se resigna y acepta su destino.
Pareciera que no todo dolor lastima. A doña Emperatriz no se le nota la ceguera a simple vista. No tiene miedo al futuro, aunque este cada vez pinta más sombrío al lado de su hija que sufre poliomielitis y síndrome de Down.
Los años de su vida se reflejan así como los círculos concéntricos que aparecen en el tronco de un árbol talado.
Cada arruga que surca su rostro parece la huella de una batalla. En el ocaso de su existencia terrenal, doña Emperatriz mantiene la lucidez mental y su abnegado papel como madre.
Muchos temen a la muerte. Pero ella no. Todo lo contrario, la llama para entregarse a sus brazos. “Yo ya me voy a morir. Lo único que le pido a Dios es que la niña se muera antes que yo. Para que no sufra”.
Vive en la colonia IVU de San Salvador. Allí son frecuentes las redadas policiales. Para que un extraño ingrese es necesario el permiso de la pandilla que domina la zona. Nadie sabe cómo, pero hay vigías −incluso pueden ser niños que aparentemente solo juegan en las calles− que controlan quién entra y sale.
Una mujer que habita en la colonia nos presenta a un joven pandillero que viste una camiseta negra y un short de lona azul. Su piel es morena y su complexión delgada. Es el palabrero. La mujer le explica que somos periodistas y que vamos a la casa de la señora cieguita que habita en la segunda planta del edificio.
“No hay nada. Están en su casa”, dice sin dirigirnos la vista. Se da la vuelta y camina calle arriba.
La casa de doña Emperatriz es pequeña. Una habitación, un baño y una cocina es todo el espacio donde ella pasa sus días. Adentro el olor no es tan agradable. Pero, al cabo de unos minutos todo se vuelve normal. El celeste de las paredes luce opaco. Se ha desvanecido con los años. El piso de cemento está notablemente sucio. Hay desorden.
– Su nombre me recuerda a una persona que siempre está en mi mente – me dice.
– ¿A quién?, le pregunto.
– A Luis López. Fue el padrino de mi matrimonio y también compadre porque es padrino de la Jacqueline.
Jacqueline está sentada sobre la cama. Se lleva la mano a la boca y suelta un grito extraño. La escena produce escalofrío. Es la tercera hija de doña Emperatriz. Cuando nació, los doctores dijeron que no sobreviviría. Incluso aseguraron que no llegaría siquiera al año de vida. Fue diagnosticada con poliomielitis y con el síndrome de Down. Los pronósticos fallaron. Ahora “la niña” tiene 45 años.
“Dios ha hecho un milagro con esta niña- dice Emperatriz mientras le soba una rodilla a Jacqueline-. Pobrecita. Cómo voy hacer, si ella no tiene la culpa de haber nacido así”.
Emperatriz intenta explicar que el problema congénito de Jacqueline no fue su culpa. Fue del papá de la niña. «Por eso él se negó realizarse un examen de cromosomas. El médico nos recomendó un análisis. Pero él no quiso”.
Tuvo siete hijos. Tres murieron pequeños y tres ni siquiera nacieron. “Uno a veces se confunde y no sabe si creer o no ¿me entiende? Yo no creo en esas tonteras de hechicería, porque si no nacieron, Dios sabrá por qué”.
Es viuda desde hace 30 años. Mauricio, su esposo, falleció un 26 de abril de 1984. Su muerte fue repentina. Estaba sano y fuerte. Un día se sintió mal en el trabajo y decidió regresar a su casa. Cayó en cama con fuertes dolores de cabeza y mucha fiebre. Comenzó a sangrar de la nariz. Falleció pocos días después. Al parecer, de un derrame cerebral.
Cuando se conocieron, Emperatriz tenía 27 años y Mauricio tenía 33. Estaban en una parada de buses, en el centro de Zacatecoluca, departamento de La Paz. Él le hacía miradas seductoras. Ella lo veía de reojo. Al siguiente día, sin saber cómo, llegó a su casa para pedirle matrimonio.
“No lo podía creer. Solo lo había visto una vez y jamás cruzamos palabra. No sé cómo consiguió información de dónde vivía… yo lo acepté”, recuerda a la vez que suelta una risa reprimida.
Vivió en Zacatecoluca toda su infancia. En su juventud le gustaba mucho leer la poesía de Bécquer. De los escritores salvadoreños prefería a Francisco Gavidia. Dos años después de graduarse del bachillerato se fue a trabajar de secretaria con el alcalde Federico Alberto Hirezi, tío del exministro de economía, Héctor Dada Hirezi.
– ¿Y sabe por qué perdí la vista?, me dice.
– ¿Qué le pasó?, le pregunto.
– Es que desde muy joven comencé a trabajar como secretaria y a veces me desvelaba redactando informes. Eso me afectó con el tiempo. Pero yo no me achico, así como dice la canción de José Feliciano: “Un ciego no vive en la oscuridad”.
Emperatriz padece de glaucoma y cataratas. No perdió la vista de un día para otro. Todo fue progresivo. Pese a ello, camina por toda su casa como quien ve a cabalidad.
“Yo no le digo a nadie que estoy ciega porque sino capaz que me quitan la casa. A usted le cuento porque le tengo confianza. Yo no lo puedo ver, no sé cómo es usted, pero siento que es buena persona”, dice.
Después de un corto silencio retoma la palabra: “Es una tristeza que yo esté aquí en estas condiciones, porque si yo le contara -hace una pausa y continúa- Julio Rivera era mi primo. Era sobrino de mi papá.
– ¿Julio Adalberto Rivera? ¿El expresidente?, le pregunto.
– Sí, el que fue presidente del país de 1962 a 1967.
– ¿En serio?
– Sí. De veras. Yo recuerdo que llegaba a la casa y mi tío quizá pensaba que él estaba enamorado de mí. “Ustedes son primos”, nos decía. Y yo me decía en mi mente: “Cómo voy andar con este hombre horrible”.
– Jajaja!
– Tamaño barrilón. Parecía estatua. ¡Ay no! Tan feo que era el hombre -suelta una carcajada burlona.
– ¿Y qué? ¿No eran nada entonces?
– No, no, no… Para nada. Es que él llegaba a la casa y platicaba conmigo, pero nada, nada…
El hermano de él sí era simpático. Pero no, tampoco. ¡Jajaja!
Habla y ríe. Pero hay días que Emperatriz viuda de Melara se siente sola. Para intentar superar la soledad suele hacer dos cosas: encender el radio o sentarse en la cama donde está Jacqueline. Si enciende la radio prefiere escuchar noticias antes que oír música.
Así transcurre su vida. Entre las cuatro paredes de su casa. A su edad, lo más difícil es su tarea como madre. Jacqueline requiere de un trato especial. Lo más complicado es bañarla. Tiene que cargarla desde la cama al lavadero, pero ya no tiene la fuerza de antes. La cadera le duele mucho.
Hay días que algunos de sus vecinos le llegan a dejar comida. Otros días no tiene ni que comer. Recuerda que antes una muchacha le pasaba dejando pan francés todos los días. Pero últimamente ya no llega.
También se queja que su vecino, que vive en el apartamento de arriba, hace demasiado ruido. Dice que golpea fuerte con un martillo y que quizá le han abierto unos hoyos porque siente que le cae tierra en la cama. “Yo no me quejo, solo le pido a Dios que me dé fuerza”.
– Le digo algo.
– Dígame
– Cuando cumpla años me gustaría ir a pasear a Zacatecoluca. Allá todo es muy lindo. Hay gente muy buena, que tiene un gran corazón.
– ¿Y qué fecha cumple años?
– Nombre, para eso todavía estamos verdes. Hasta noviembre.
– ¿Y cuántos años cumple?
– ¡Ahh! Un montón. Si yo ya estoy viejita. Soy historia, una enciclopedia. ¡Jaja!
– ¿Como cuántos?
– Le he desnudado mi cerebro. Pero mi edad si no se la voy a decir. ¡Jaja!
Hacía unos minutos que el calor había invadido la casa. Apenas terminamos de hablar, me puse de pie y me despedí. Se quedó sentada en una vieja silla de madera. Antes de abrir la puerta volví la mirada hacia ella. Sus ojos negros estaban en dirección hacia mí.