La academia exigía a los intelectuales locales que contribuyeran al quehacer académico dando un seminario cada año. A los artistas plásticos les pedían una exposición, pero Rivera siempre iba más allá. Como si hubiera sucedido ayer, recuerda su genialidad: no solo presentaba exhibición, sino que impartía su seminario, donde a partir de una pintura que retrataba las fuentes de petróleo, explicaba el origen de la humanidad y el mestizaje a partir de los contrastes entre el negro del crudo y la crudeza del sol.
“Diego era muy mentiroso, pero también una eminencia. Cuando nos reuníamos en la casa de Rudolf Zuckerman, yo no comía. Pasaba con la boca abierta solo al oírlo hablar de arte, literatura o de política.
En esa época había una campaña por la unidad de las dos alemanias. Diego y todos ellos discutían la parte teórica. Solo lo recuerdo dibujando en una hoja de papel una paloma que sirvió como símbolo a la campaña internacional. ‘Si tú quieres el original te lo doy’ me dijo con esa sonrisa que lo caracterizaba, y yo complacida. Después lo perdí. No lo mandé a enmarcar, sino que lo metí en un libro de pinturas. Cuando volví a El Salvador, uno de mis amigos tomó el libro y se llevó el original. Aún estoy esperándolo”
María Isabel cruza una vez más las piernas, antes de irse a atender a una abogada con su acompañante. Vienen a que les firme un poder. Mientras tanto observo con atención los 11 cuadros que tienen tomadas las paredes de la sala, uno de ellos –el más querido- obsequio de su entrañable Pablo O’Higgins. Al cabo de 15 minutos regresa con los deseos intactos de seguir la plática; con esa determinación que navega en su sangre, como cuando regresó a El Salvador en 1954, con dos doctorados debajo del brazo y la asentada convicción de no querer ejercer la medicina.