Me recibe su trabajadora doméstica quien, con un cortés y lacónico “pase adelante” regresa a sus quehaceres. Antes de entrar a la sala, en el pequeño patio, sobresale una mesa redonda de madera.
Tomo asiento al azar, en una silla de madera con un cojín floreado, frente a un extenso sillón rojo. No había empezado a ponerme cómodo cuando apareció una mujer pequeña, de andar cadencioso y vestida de saco y pantalón naranja. Son las 9:30 de la mañana y María Isabel se disculpa por el atraso. El teléfono no le ha dado tregua desde que se levantó, a eso de las 6 a.m. Su agenda se desfiguró desde temprano, así que nos pide unos minutos para desayunar.
– ¿Qué va a comer?
–Un trozo de papaya, que es la base de mi dieta, té de manzanilla, un pan cuadrado con un trozo de queso. Pero rapidito, no me gusta hacer esperar a nadie.
En la escalera que conduce a la segunda planta destacan dos globos brillantes con la inscripción “misión cumplida”, obsequio de sus sobrinos el día en que regresó a casa luego de sus cinco años de labor al frente del MINSAL.
Suponía su retiro ya, después de una gestión con altos índices de aprobación entre la ciudadanía. Pero hace unos días el presidente Salvador Sánchez Cerén la llamó para que le ayudara a continuar, en calidad de asesora, la reforma de salud iniciada en 2009. Y aquí está ahora, contra su designio inicial, preparando por teléfono lo que parece ser una reunión con sus colaboradores para este nuevo proyecto.
“Desde 1982, cuando cumplí 60 años, me estoy retirando, pero siempre me convencen. Véame aquí, haciendo planes otra vez”. Ríe de nuevo con picardía.
Suele pensarse que una persona de su edad se entregue al reposo. Pero María Isabel demostró desde niña que asumir nuevos desafíos es el motor de su vitalidad. Así sucedió cuando, a escondidas de sus “tres madres”, envió una solicitud de ingreso al Instituto Nacional General Francisco Menéndez (Inframen).
Al recibir el telegrama que confirmaba su aceptación, comunicó la noticia a su madre. “Andá consultale a Isabel”, fue su respuesta. Isabel no se indignó. Elena, la mayor de las Rodríguez, se opuso desde el principio. Al saber que Isabel terminaría apoyándola, Elena se fue de la casa. Este fue el primer golpe de autoridad de la quinceañera María Isabel. Salió airosa, a costas de que su tía le diera la espalda.
“Crecí con el complejo de «niña buena», pero tuve interés de ir al Instituto Nacional, que era mixto, porque tenía dificultad para relacionarme con los hombres. ‘¿Cómo iba a meterme ahí, en un colegio de varones y hembras juntos, y tras de eso militar?’, decía mi tía Elena.
«Lo lógico era que yo fuera al Instituto Guadalupano, un colegio católico, y de señoritas. Pero me sentía ahogada y quería romper ese ambiente religioso. Deseaba ir al Inframen porque me llamaba el espíritu de liberación”, rememora.
Su madre y sus tías aceptaron, no sin presiones familiares. Como una especie de agrio consuelo, concluyeron que, como era la “feíta” de la familia, iba a terminar perdiéndose.
Afirma que recibió la mejor educación de la época, incluso mejor que la de las universidades y de la Escuela Militar. Maximiliano Hernández Martínez, el dictador teosófico que gobernó el país durante 13 años, posibilitó que una camada de maestros fuera a formarse a Chile, con dinero proveniente de la cooperación alemana. A su regreso a El Salvador se dedicaron exclusivamente al Inframen.
Por la mañana recibía sus materias regulares; la tarde transcurría entre extenuantes pruebas resistencia y prácticas de tiro al blanco, propias de la formación militar. El ritmo de la actividad física era parejo para hombres y mujeres. No todas soportaban. Noemí Melchor, compañera durante el primer año, no alcanzaba a trotar cinco minutos cuando le salía espuma por la boca. Tenía problemas cardiacos, pero nunca se los diagnosticaron al ingresar.
Su estado de salud empeoró y tuvo que abandonar la institución. Años más tarde, cuando iniciaba labores en el hospital Rosales, María Isabel la atendió en la sala de emergencias. Antes de morir en sus brazos tuvo tiempo para recordar quién era.
Ella nunca tuvo problemas. Tenía buena puntería y cumplía la rutina de ejercicios al pie de la letra. Hasta llegó a jugar baloncesto con sus compañeros de sección.
Lo que nunca pudo asimilar era que a veces la disciplina se confundía con autoritarismo. En una ocasión, uno de los militares que le daba clases salió un momento del aula. El silencio era contundente y, en un descargo fortuito de energía acumulada, todos –María Isabel incluida– levantaron la tapa del pupitre y la dejaron caer al mismo tiempo. El estruendo estremeció todos los ventanales del instituto y despertó la ira del profesor.
“Me acuerdo que regresó hecho un monstruo a pedir explicaciones y, como todos callamos, comenzó a insultarnos. Había un compañero que se sentaba adelante y que por un problema en el labio superior parecía que siempre se estaba riendo. Entonces el profesor le dijo “y vos, tras de que hicieron lo que hicieron, ¿todavía te reís?”. Lo tiró al suelo y empezó a darle de golpes y patadas”.
Han pasado más de 60 años de ese episodio y aún emerge la culpa por no decir palabra ante la golpiza. Su carácter introvertido y portar la etiqueta de “niña estudiosa” ante sus compañeros, le abrió puertas y le cerró otras. En su época en el Inframen sus calificaciones siempre fueron altas, al punto de que nunca salió del cuadro de honor.