Suena un teléfono celular con la canción “Gracias a la vida” intepretada por Mercedes Sosa. Es el nuevo juguete de María Isabel, que aún no puede domeñar. Debe deslizar hacia la derecha el botón verde, pero no puede porque lo intenta con su larga uña pintada de rojo, y no con la yema de su dedo índice.
-Voy a abusar de usted-me dice con gracia- ayúdeme a ver si contesto. ¿Sabe algo? En República Dominicana siempre me cantaban la canción “la abusadora” porque esto que le estoy pidiendo a usted lo hacía con mucha gente.
Ríe a expensas mías -una risa un tanto pícara pero plena- mientras anoto los números que me dicta.
Aprender a usar el teléfono inteligente más moderno del mercado no la desvela porque su costumbre ha sido la de encarar distintos escollos provenientes de una sociedad donde ser una mujer pensante y “feíta” (como la llamaba su tía Elena) son obstáculos suficientes para condenar a cualquiera al confortable anonimato.
Porque María Isabel Rodríguez, la exministra de Salud casi centenaria del gobierno de Mauricio Funes, ha deambulado por los empedrados caminos de la notoriedad académica y de la función pública y casi siempre ha salido bien librada.
La también exrectora de la Universidad de El Salvador por dos periodos consecutivos (1999-2007), se considera una mujer independiente y decidida; es además testigo y protagonista de momentos decisivos de la historia salvadoreña.
Por eso, mientras promete sumergirse de cabeza en el mundo de las redes sociales, al que ha accedido gracias a sus exasistentes del MINSAL, cierra sus ojos por un segundo antes de desandar las trincheras de una vida moldeada por la tenacidad, las frustraciones y esa necesidad inherente de proponerse nuevos desafíos.
Un yoyo rojo, tres madres y dos primeras comuniones
Concepción Rodríguez era una mujer pequeña, sumisa y devota a la lectura desde joven. Leía los periódicos con avidez y buen ojo, incluso la sección de anuncios clasificados. Estuvo a la sombra de sus dos hermanas, Isabel –la del medio– y Elena –la mayor–. Esto no le impedía estar atenta a los aconteceres cotidianos ni a las personas que la rodeaban. No le impedía ser indiferente Herculano Cornejo, el esposo de su prima.
Abogado, político y hombre de negocios, solía atraer, con estas credenciales, a cuanta mujer le devolviera con agrado su habitual sonrisa zalamera. En uno de sus tantos viajes vacacionales a su hacienda de Planes de Renderos se llevó a Concepción y la embarazó. Nueve meses después, el 5 de noviembre de 1922 nació María Isabel Rodríguez, entre el barrio Concepción y San Esteban de San Salvador.
“Mi papá era un poco ligero de cascos, tuvo varios hijos. Como él era el gran señor de la familia, mi mamá ¿qué podía decir? A él nadie le dijo nada, a todos les pareció como una gracia lo que hizo”, recuerda luego de cruzar sus piernas ligeras y delgadas.
Creció bajo el cobijo de su madre y de sus hermanas, en el barrio de la Vega. Ahí eran dueñas de la tienda que les proveía el sustento diario. La actividad comercial daba inicio a eso de las cuatro de la mañana, al recibir la leche que traían en canteros de lata. Ahí la colaban, y al fondo de los recipientes quedaba una mantequilla especial conocida “boca de cántaro” que María Isabel comía golosa con tortillas.
Su entorno familiar era una mezcla entre disfuncionalidad y convencionalismo, en la conservadora San Salvador de inicios de Siglo XX. Sus tías, por ser mayores, asumieron el rol protagónico de su crianza y relegaron a su madre a un segundo plano. De ellas recibió sus primeros retazos educativos, marcados por un catolicismo férreo.
“Mi madre permaneció muy alejada, aunque era dulce y me quería mucho. Isabel, la segunda hermana, tomó la representación mía. Vestía señorial, siempre elegante, y dirigía la tienda, mas nunca aprendió a leer ni a escribir. La que llevaba las cuentas era mi madre. Isabel sentía que algo le faltaba y por eso sentía que era mi madre y asumió ese rol”.
A la edad de cuatro años, María Isabel había hecho de la lectura su primera costumbre, gracias a su madre; por esa vivacidad y madurez su tía Isabel consideró que ya estaba lista para la primera comunión. Conserva imágenes vagas de aquella ceremonia; más cercana a su memoria está la celebración familiar y el vestidito blanco. Cuando ingresó al kínder, las maestras no creyeron que siendo tan niña había ya pasado por el segundo sacramento, así que la obligaron a repetirlo. No puso ningún pero, y, en su ingenuidad infantil, fue más feliz porque recibió más regalos y otro vestido.
De su padre no recibió ningún soporte. Asegura que solo lo vio una vez, un día que, con escasos cinco años, convenció a la joven que la cuidaba que la llevara donde estaba él. “Quiero ver a ese hombre”, dijo en ese entonces. La condujo hasta los juzgados, donde trabajaba don Herculano. El señor, que no le dio el apellido, la abrazó y la llevó de la mano a la librería Apolo.
“Él era un hombre de mundo, muy culto y respetado, además de político opositor al régimen. Me dijo que lo llevaron a la cordillera, donde mandaban a los presos, pero por su misma posición regresó vivo. A pesar de ser instruido y de que yo le dije que me gustaba leer, no me regaló ningún libro. Yo le pedí un yoyo rojo que todos los niños andaban. Era el juguete de moda”.
No lo volvió a ver nunca más hasta el día de su funeral, cuando ella tenía 9 años. Lloró con el formalismo de quien llora a un ausente que lleva su sangre. La impactó la pomposa despedida, el luto de rigor y los chistes a veces inoportunos. La marcó que todos la vieran como “algo raro”.
Los primeros aires de liberación
Toco el timbre de la casa 7, frente al parque de la colonia Trinidad, cerca del cuartel San Carlos. La fachada de la casa de dos plantes tiene un muro mitad gris, mitad marrón. Más alto aún el “razor” del cual penden flores amarillas, enredaderas y un árbol de papaya.