La sala de espera del Aeropuerto Internacional de El Salvador luce, este inicio de año, expectante y ávida de reencuentros. Al flujo de personas que vuelven a sus regiones de origen, después de pasar Navidad y Año Nuevo en el país, se le suma un nuevo contingente humano que recién ingresa.
Los rostros de los visitantes son similares a quienes esperan por ellos: abunda el cansancio y la ansiedad, pero principalmente la alegría acumulada de varios años sin charlar cara a cara al calor de una taza de café. Las secuelas de la noche anterior están presentes. Los rastros del tedio producto de las horas de vuelo también. Nada de eso importa cuando se está a las puertas de vivir los primeros días del año entre tertulias, pupusas y paseos familiares.
El clima soleado y escaso de nubes garantiza que el arribo y salida de los aviones se dé sin sobresaltos. Aunque después de las 2,000 evacuaciones producto de la actividad del volcán Chaparrastique en días pasados, la amenaza de que la emergencia se profundice sigue latente.
El número de pasajeros que llega al país ahora es menor que en la víspera de fin de año. Tanto el 31 de diciembre como el 1 de enero transcurren en cualquier otro lugar menos en un aeropuerto. Pero eso no implica que el panorama esté desolado y que el ir y venir de los visitantes en procura de su equipaje disminuya.
Parece que el cansancio también es una constante en los funcionarios de migración, en los agentes de seguridad y el personal de planta de las diferentes aerolíneas. En ellos, predomina el comportamiento forzado y el desgano de trabajar el primer día del año. Quizá por eso los chequeos y las preguntas son breves.
Una vez superados los controles de rigor se avanza por el pasillo exterior donde una fila de coches para cargar maletas sirve como barrera entre quienes esperan y los pasajeros recién llegados.
Muchos de ellos han pasado horas aguardando en silencio, atentos a cada una de las personas que desfilan. Para algunos el tramo no reviste ningún significado especial. Pero para otro tanto cada paso es un cúmulo de sentimientos encontrados, el retorno al pasado lejano con el presente extraño pero anhelado hace mucho tiempo.
En el estacionamiento, un hombre con sombrero blanco, rodeado en su copa por una cintilla estampada se lleva su mano izquierda a la cintura mientras observa cómo su sobrino sube el equipaje de sus familiares al microbús. Hace unos minutos se abrazaron él, su mujer y sus tres hijos, con su hermano y su familia quienes vienen de Washington después de 15 años de ausencia.
“Todo y todos están distintos. No había tanto orden ni tanto negocio aquí en Comalapa. No quiero ni imaginarme como está la capital o mi pueblo, porque una cosa es verlo por internet y la otra es estar aquí. Lo que está igual es el calor y mi hermano. No se hace viejo”, comenta el recién llegado.
Como muchas otras personas que vuelven a El Salvador a ver nacer el 2014 junto con sus seres queridos, la estancia será corta; a lo sumo un par de semanas. Por eso, luego de la breve conversación, la familia toda se sube al microbús camino al pupusódromo de Olocuilta para disfrutar del banquete criollo de rigor. No hay tiempo que perder.
Mientras tanto, en el otro extremo del aeropuerto, los automóviles transitan en fila india. Cientos de personas emergen de ellos y entran por la puerta que corresponde a la aerolínea que los llevará de regreso a su destino final. Sin duda, la afluencia de quienes abandonan El Salvador es mucho menor, en comparación con quienes llegan.
Aún así, cientos de salvadoreños y extranjeros de diferentes nacionalidades se despiden del país con souvenirs, anécdotas y promesas de retorno a cuestas.
Pese al júbilo de los días previos, la tristeza y el dolor acarrean todo el peso sentimental del adiós. Un adiós lejano e impensable para quienes apenas ingresan. Pero ya vendrá el turno de doblegarles el alma cuando emprendan el regreso.