En mi vida, nada había sido tan angustioso para mí que esperar 72 horas para poner una denuncia. ¿Cómo se les ocurría pedirme que esperara? No podía quedarme de brazos cruzados. Tomé un maletín, metí ropa y comida para mi hijo y salí yo sola a la calle a buscarlo.
Dejé a mi otro hijo con mi mamá y salí a vagar por las calles, a revisar los hospitales, las cárceles, las morgues, no había lugar al que no iba. Siempre llevaba el maletín y una foto, pero nada que encontraba a mi pequeño.
Pasaron las 72 horas y puse la denuncia, pero la policía no me ayudaba, no me daban respuesta. Hasta se burlaban diciéndome que se había ido con la novia, más no sabían que mi hijo ni malicia tenía todavía. Era imposible.
Yo estaba loca, lo único que me importaba era hallarlo. Pasaba día y noche en las calles, sin comer, ni dormir, preguntando por él, andaba por los puentes, por todos lados y nada.
A veces, me encontraba algún muerto en la calle, yo lo que hacía era revisarlo, a veces hasta los abrazaba pensando que era mi Andrés, pero nunca era él. Yo lo que hacía era llamar a Medicina Legal y les decía: “Aquí en tal parte está un muerto, pero no es el mío”. Colgaba y seguía en mi búsqueda.
Un día, me dijeron que habían visto en televisión a un joven que había perdido la memoria y que solo recordaba que su mamá se llamaba Sandra, como yo. A mí me brillaron los ojos, llegué hasta el canal de televisión. Me hicieron esperar, me enseñarían su foto. Yo solo le pedía a Dios que él fuera, no importaba que no tuviera memoria. Yo sentía que era él. Vi su foto y no era mi Andrés. Se me despedazó el corazón.
Ya habían pasado tres meses y yo seguía navegando en ese mar de incertidumbre. Todo para mí había perdido sentido. El dolor de madre puede volver loco a cualquiera.
En tierra de nadie
Un día, me dijeron que los mareros podrían haber reclutado a mi Andrés. Él era un buen muchacho, estudiaba, no tenía vicios, no estaba tatuado, sus amigos hasta le decían el concejal, porque siempre andaba dando consejos. Yo lo dudé un poco, pero la desesperación me dominó. Le pregunté donde era eso. Y me dijo que había un lugar que se llamaba la Iberia, que ahí era un nido de las pandillas.
Yo no conocía, no sabía a lo que me enfrentaba. Llegué. Bajé una gran cuesta y ahí estaba un hombre. “¿A dónde va madrecita?”, me dijo. “A buscar a mi hijo”, le contesté. “Y quién es su hijo”, me preguntó. Yo no quise decirle y entré como Juan por su casa.
Recorrí toda la comunidad y nada. Cuando estaba por salir, el mismo hombre me detuvo y me preguntó: “¿Lo encontró madrecita?”. Le dije que no. De inmediato, señaló a dos hombres y dos mujeres que estaban sentados el suelo ataviados con tatuajes y les ordenó me acompañarán. Yo no me imaginaba a qué me enfrentaba.
Los cuatro que me escoltaban me llevaron a un callejón. “Vos, has visto demasiado”, me gritaron. “Así no te podés ir”, repetían. En ese momento supe que nada andaba bien. Y se vino el primer puñetazo en la cara que me derribó al suelo. Un puntapié y otro y otro. La sangre salía a borbotones. Yo ya no era yo.
Entre aquel barullo de gritos, golpes, sudor y sangre, el sol terminaba de ponerse sobre aquel muro enorme frente al que quedé tirada. Y así, sin más, me abrieron el vientre de tajo con un cuchillo. Aquello debió ser una escena de terror.
Cuando pensé que todo había pasado, de pronto, al fondo se escuchó un chasquido y se vino un estruendo que rompió aquellos quejidos, gritos y jadeos. De nuevo, el chasquido metálico y otro estruendo. Otro más sonó después. Tres balazos certeros, tres razones por las cuales creer que estaba muerta. “Dejémosla, ya se murió, ya estuvo vámonos”, se dijeron unos a otros y huyeron del lugar.
Yo que yacía en aquel piso polvoso, con las vísceras expuestas, la cara desfigurada y tres balas en mi cuerpo, por fin me desmayé.
Tres días después, desperté en un hospital de la red nacional. Me dijeron que no sabían cómo había llegado, ni quién me llevó. Nunca lo supe, pero estoy viva de milagro. Me dejaron como un monstruo y reviví de las cenizas. Un mes después ya estaba fuera del hospital y de vuelta en mi misión: buscar a mi hijo.
Cruzando el valle de lágrimas
Habían pasado unos cinco meses y entonces quedé ciega. Cuando uno no duerme y llora desenfrenadamente también los ojos se ponen en huelga. Me operaron los ojos porque me había dañado la retina. Me recuperé pronto. Creo que el buscar a mi hijo me daba la fuerza para curarme y volver a las calles a buscarlo.
Mi angustia era demasiada, yo ya no aguantaba la situación. Iba a trabajar y me escapaba de la oficina. Yo le decía a mi jefe: “Ya vengo licenciado, solo voy al baño”, y me escapaba a buscar a mi hijo por todos lados. Es que yo ya estaba loca.