El Salvador
sábado 23 de noviembre de 2024

La vida de Karla pende de una máquina

por Pabel Bolívar


Cuando le explicaron qué era lo que tenía empezaron a temblarle las manos y el vientre. No lo podía controlar porque la idea de vivir atada a una máquina la aterró. Por eso Karla, una joven de 24 años de edad, no quería vivir. No quería la hemodiálisis.

El calor de mediodía convierte a la unidad de transporte en una caldera en movimiento. Los cuerpos pegajosos se pegan y el sol parece derretir los rostros de los pasajeros, menos el de Karla. Porque Karla de repente tiene los huesos helados, la presión arterial por los suelos; de repente se queda ciega y sorda. Cuando intentó ocupar el asiento que le cedió un pasajero, su cuerpo ya no era cuerpo, sino un bulto desorientado. Se va a morir, pensaron los pasajeros, pensó ella horas después de recobrar la conciencia en el hospital Rosales.

Karla tiene 24 años de edad y es una joven normal. Va a la universidad, al gimnasio, asiste a cuanto baile hay en su pueblo, Zacatecoluca. Le gusta la bachata y la salsa, cuya cadencia tropical desplazan de su cabeza cualquier amago de depresión. Porque aunque sea una muchacha normal a veces se le baja el ánimo. Tal vez demasiado normal para alguien que pasa cuatro horas al día, tres veces a la semana, conectada a una máquina que hace lo que sus riñones no pueden: purificar su sangre para vencer la muerte.

Por eso, con normalidad recuerda ese último episodio de un drama que empezó con un dolor de espalda hace seis años y que la llevó a padecer de insuficiencia renal, enfermedad que, según la Organización Panamericana de la Salud, es la primera causa de muerte hospitalaria en Centroamérica.

La clínica a la que asiste Karla convive con un hotel cuatro estrellas y su respectivo casino. Sobre él ondean banderas de distintos países. A las 8:30 de la mañana -hora en que hablaré con ella- está cerrado, pero solo hace unas horas los ludópatas auguraban un golpe de suerte, algún dinerito que eche a andar el círculo vicioso. El ritual de la vida y la muerte, matizado por el dinero, el alcohol y el humo de los cigarros, dista mucho del calvario de una joven normal como Karla.

La unidad de hemodiálisis –tratamiento a que se somete Karla para limpiar su sangre de potasio y urea– tiene la pulcritud de un lobby de hotel cuatro estrellas. Del techo cuelgan dos televisores pantalla LCD. Su piso parece un espejo que reproduce las siluetas de las camas, las máquinas y los pacientes.

Su sonrisa casi permanente y sus mejillas abundantes hacen que sus ojos se reduzcan a la mínima expresión. Cubierta de la cintura para abajo con una frazada roja rememora el inicio de algo que parecía inofensivo pero que aún hoy tiene en vilo su salud.

Las alertas

Luego de concluir su bachillerato, Karla, como lo han hecho millones de salvadoreños, partió a Estados Unidos, a trabajar o a vivir para siempre. No lo sabía. Allá estuvo 5 meses trabajando en uno de los Mc Donald’s que inundan el centro de Los Ángeles hasta que empezaron los dolores de espalda. Nada grave, pensó. Hasta que un inusual dolor de estómago la hizo perder movimiento corporal, adelantar el regreso al país y suspender hasta nuevo aviso el sueño americano. Pero nada grave, pensó.

Llevó a cuestas el padecimiento estomacal durante la navidad y año nuevo de 2008. La alegría de despedir el 2007 con su familia y su novio fue su único medicamento. Esa noche durmió un poco menos tranquila pero no quería pasar las fiestas en un hospital.

La alerta subió de color cuando de nuevo vino la pérdida de movimiento debido a un dolor de pierna. La cita con el nocosomio se hizo impostergable cuando apenas iniciado el año la atacó una trombosis que la hizo perder el conocimiento.

El hospital Zacamil fue el primero de innumerables ingresos. No se asemejaba en nada a la clínica donde estamos hoy. El piso está siempre percudido, no hay frazadas.

Ningún doctor ofreció un diagnóstico certero. A los padecimientos anteriores se le sumó una infección en su pulmón izquierdo. Una ocasión que le extrajo sangre, esta se le coaguló al contacto con la aguja. Conforme pasaban los días todo se tornaba más confuso.

Los hospitales tienen ese paradójico matiz: en ellos se concentra el sufrimiento de mucha gente, pero esta misma aglomeración genera un bullicio idéntico al de una fiesta patronal.

En ese hormiguero de gente se cuelan entre las puertas laicos, monjas y predicadores de todas las iglesias. Van de cama en cama ofreciendo a Dios como amuleto de sanación. Una pareja de monjas vestidas de un blanco impecable se acercaron a ella y le propusieron ir a una de sus jornadas de oraciones, siempre dentro del Zacamil. El día siguiente la iban a someter a una endoscopía para observar cómo respondió a los medicamentos la bacteria en su estómago. Al terminar el examen los médicos quedaron perplejos. Estómago y pulmón como nuevos. Karla le atribuye esta impensable recuperación a un acto de fe.

La incertidumbre se disipó y los galenos concluyeron que la joven tenía síndrome antifosfolípido asociado con el Lupus Eritomatoso Sistémico, o sencillamente Lupus, una enfermedad crónica que acaba progresivamente con los tejidos del sistema inmunológico.

La noticia paralizó las gargantas de Karla y su madre. Había pasado cuatro meses ahí. Perdió 100 libras y toda esperanza de volver a su rutina habitual. El alivio de por fin salir del hospital no duró mucho. Los siguientes meses de 2008 fue un ir y venir entre su casa y el Zacamil. Por eso, su voluntad de estudiar solo fueron intentos fallidos. Pero el control cotidiano le dio cierto grado de estabilidad y pasó así hasta 2010.

El calvario

Cerca de Karla hay tres pacientes más. Hablan de la guerra, de su participación con el pueblo en uno de los sindicatos de profesores. Conversan en voz alta, queriendo que le prestemos atención a sus historias.

Cada vez que llega un nuevo paciente hay que colocarse una mascarilla durante los siete minutos que dura la instalación de la máquina de diálisis. Eso no es un freno para que Karla sonría, encoja sus carnosas y morenas mejillas y vuelva a describir su calvario.

Cuenta que en diciembre de 2010 volvió a realizarse exámenes, y dejó para enero el conocimiento de los resultados. Otro fin de año alegre, a ritmo de bachata y salsa.

Al entrar al consultorio médico en el hospital Zacamil –su segundo hogar en los últimos tres años– el doctor la recibió con gesto serio, pero ella lo consideraba como una actitud normal. Por eso sus palabras le asestaron el primer golpe a su ánimo.

En la medición de la creatinina se conoce exactamente el desempeño de los riñones. A menos grado de creatinina mejor desempeño. Mientras un rango típico de este químico en la sangre va de 0,6 a 1,1 mg/dl, Karla registraba 18 mg/dl.

Eso no lo entendió muy bien Karla, a quien el médico tuvo que explicarle sin tecnicismos.
–Cuando me explicaron bien qué era lo que tenía me empezaron a temblar las manos y el vientre. Yo no lo podía controlar porque la idea de vivir atada a una máquina me aterró. Ya no quería vivir. Yo no quería la hemodiálisis.

El médico le dijo que no podían atenderla y sería trasladada al hospital Rosales. La primera cita fue traumática y el diagnóstico contundente:

–Vea niña, aunque se vaya a España, Tokio, donde sea, usted se va a morir. Si no quiere hemodiálisis mejor fírmeme este documento donde conste que nosotros no tenemos ninguna responsabilidad si usted se muere– dijo la doctora en un tono burocrático. La madre con los ojos henchidos, sin nada que decir. Karla igual, vibraba del escalofrío. Así dejaron el consultorio.
Un día de junio de 2011 Karla fue a bailar con sus amigas, a desmontar su cuerpo y mente del dilema que la agobiaba. Sonó en la pista “Vivir la vida”, de Marc Anthony, su canción favorita.

La bailó como pudo, porque conforme avanzaba la noche su temperatura corporal iba en aumento, sin que se percatara de ello. Al llegar a su casa la madre la recibió, tanteó, su frente y decidió llevarla al hospital Benjamín Bloom, y al día siguiente al hospital Diagnóstico a continuar con los exámenes.

El médico de turno le dio un ultimátum concreto y razonable: hemodiálisis o la muerte. La desesperanza en el rostro de su madre la hizo cambiar de opinión, aunque no estuviera del todo convencida y así, a medias, fue a su primera sesión.

–Mi sangre estaba sucia y la hemodiálisis iba a remediar eso. Primero lo hice por mi madre porque ya veía que se deprimía por mi culpa. Cuando llegué al salón del hospital Diagnóstico la cara se me hizo un puño, de repente sentía martillazos en la cabeza. Llegaba el momento y yo no estaba preparada. Nomás me había acostado cuando me puse más nerviosa y empecé a gritar: “¡No quiero hemodiálisis! ¡No quiero hemodiálisis!” Me anestesiaron para ponerme el catéter y otros tubos. Mis manos se movían en cámara lenta, entonces aproveché para levantarme, arrancarme todos los tubos que incrustaron en la vena cava y salí del salón. Mi madre y mi novio me querían frenar, me abrazaban. Yo solo me acuerdo que les daba patadas y golpes con la cabeza, sin pensar los gritos de tristeza que ellos daban. ¡No quiero hemodiálisis! ¡No quiero hemodiálisis! Grité otra vez. Ya no me acuerdo de nada más.

Las consecuencias

Al día siguiente de la crisis le practicaron la hemodiálisis como debe ser, si se puede llamar así, porque utilizaron la máquina para un bebé, pero de ninguna manera estaba operando en ella un cambio de ánimo. La decepción era para Karla un imán que, por más que intentaba alejar, retornaba a ella con mayor peso, más cuando a tenía a Samantha al lado, porque Samantha tenía 14 años de edad, llevaba un mes de hemodiálisis y la veía pálida, sin vida.

No conversaba mucho con ella, pero se imaginaba ¿Antes de la enfermedad, pesaba igual que yo? ¿Sonreía antes que iniciara su calvario, igual que yo?

Asumir una rutina es difícil, pero la de Karla es mayor. Acostumbrarse a pasar la mitad de la semana en un consultorio, comer otras cosas, el trato especial de su familia, que cree que no puede hacer nada sola y estar atenta a las posibles recaídas, que en su caso fueron varias.
De pesar 230 libras rebajó hasta 100. El catéter que tenía en el cuello, que comúnmente provoca picazón, le generó una infección en las vías urinarias.

Hace tres meses tuvo que ingresarse, una vez más, 22 días. Comenzó a sentir escalofríos en la piel, ni bien se le colocó el catéter de rutina. Por eso se le desarrolló un hemocultivo que impidió nuevamente continuar sus estudios en la universidad.

Ser en el mundo

Después de la última recaída lo primero que sintió al recobrar el conocimiento fueron sus manos. Pequeñas, robustas, inquietas. Porque hoy gesticuló de principio al fin de nuestra charla. La pericia casi teatral con que mueve sus manos y la sonrisa constante son las muestras claras de un optimismo firme e inusual que le ha brotado en los últimos días.

Solo cuando observa noticias sobre las muertes de San Luis Talpa –alrededor de 60 personas han fallecido este año por insuficiencia renal, sin que haya certeza de las verdaderas causas– siente miedo. La presión arterial sube y baja. La garganta se paraliza.

– El baile es una forma de decirme a mí misma: “soy” en el mundo. Ahora que vienen las fiestas patronales de “Tecoluca” disfruto tanto que me olvido de lo que fui y me dedico a ser. Fui una enferma y ahora soy estudiante universitaria. Antes fui débil de carácter y ahora estoy convencida de dar el siguiente paso: desprenderme de estos aparatos y optar por un trasplante de riñón.

Los demás pacientes ya se han ido. Las charlas paralelas son un rumor lejano: el único proviene de la enfermera al momento de desconectar a Karla. Su semblante arroja la última sonrisa, matizada con un dejo de premura. Debe pasar a recoger el vestido negro, hombros y escote descubiertos, que usará el primer día de las fiestas. Bailar entre luces multicolores, jugarle a la muerte una mala pasada. Vivir la vida.