Nunca lloré frente a ella. Sus ojos estaban cristalizados. Era mi madre. Yo la abracé y le susurré a su oído: “Madre, regresaré tan cierto como mi Dios existe”. Cuando le dije eso estaba tranquilo.
A lado de ella estaba mi abuela. En sus arrugas se deslizaban las lágrimas. Me miró con ojos de abandono. Comencé a caminar rápidamente hacia la entrada de los pasajeros, mi corazón estaba iniciando a conmoverse. Tomé con fuerzas mis valijas y escuché la voz de mi madre resquebrajada: “Hijo, Dios te bendiga en tus sueños de tu vida. Te amo” y mi abuela se destruyó en llanto. No las quise ver. No lo soportaría. Seguí firmemente hasta la entrada del avión.
¿Qué es lo que hace un joven dejando su familia? ¿Qué es lo que hace un joven dejando su hogar? ¿Qué es lo que hace un joven siguiendo los sueños de su vida? Esto es una locura, la locura de la fe.
Entré al avión, con mucha calma. El ambiente era cómodo y muy apacible. La aeromoza con su sonrisa me dijo: “bienvenido a bordo. Me tomó mi boleto y me señaló dónde estaba mi asiento… Feliz viaje”, concluyó.
Estaba en un estado de serenidad. Me senté al lado de la ventana. Justamente cuando abro la cortina de aquella ventana pequeña, veo a una mujer apoyada en las barandas de metal viendo el horizonte de la pista de vuelos.
Su cabeza la inclinó hacia abajo con la mirada perdida. Tomó su pañuelo y se sonó. Estaba llorando. Estoy sentado y desde el avión veo cómo mi madre llora. No lo soporté. Dije en mi mente: «Dios, a esa mujer bendícela señor».
Escucho desde los pequeños parlantes la voz del capitán del avión, anunciando la bienvenida y la salida de nuestro viaje a Panamá; primera escala de mi viaje. El avión está listo con los pasajeros a bordo. Tomé mi cámara y tomé fotos desde mi asiento, a la fachada del aeropuerto en Comalapa.
Todo estaba listo. El avión inició a moverse, el sonido de las turbinas, el cinturón de seguridad me apretaba mucho. Mi corazón estaba triste porque me alejaba de un ser tan apreciado que es una madre.
No había nadie al lado de mi asiento. Lloré. No era un viaje más. Era un viaje con simbolismo de vida y sueños, sabía que debía pagar un precio al abandonar la familia, amigos, comodidades, tu país… Es un precio muy caro, que yo decidí hacer como muchos ya lo han hecho.
El sueño y las nubes en el aire
El avión se desplazaba lentamente sobre la pista. Giró y quedó en perfil de la pista principal para despejar. Se tomó una pausa, pero poco a poco aumentaba la velocidad, además del sonido ensordecedor de las turbinas.
Mientras la presión de la velocidad sobre mi pecho aumentaba cada vez más, miraba desde mi pequeña ventanilla rectangular cómo me alejaba de mi país.
Era un día muy nublado. Muchas nubes amenazaban tormenta. Apenas miraba los pueblos, ríos y volcanes de mi hermoso El Salvador.
El avión ascendió más allá de las nubes y ese espectáculo de ver los cielos tan cerca me pareció ver un camino hacia Dios. La luz impetuosa del sol, el cielo como un mar cubriendo las espumas de las nubes, es otro mundo, pacífico, lleno de armonía.
Mientras miraba el cielo, empecé a recordar un sueño que tuve hace un tiempo atrás. No creo en las supersticiones, creo que cada ser humano hace su destino. Según sus acciones así será su futuro.
Mi madre fue la primera persona a quien le conté mi sueño. Fue un sueño que marcó e influenció a lo largo de este tiempo, hasta ahora.
Soñé que flotaba sobre una ciudad antigua. La ciudad era Roma. Nadie me dijo cómo se llamaba, pero yo sabía que estaba en esa ciudad.
Descendí cerca de una de las columnas del coliseo. Cuando más me acercaba para apoyarme sobre la columna, sentí en ese momento que mi ser estaba siendo atraído hacia el cielo por una fuerza extraña. Tomé la columna con mi mano lo más fuerte que pude y me opuse hacia esa fuerza y sentí paz.
Entendí que fue un acuerdo. Así terminó mi sueño. Sabía que tarde o temprano se haría realidad el viajar a aquel país que había soñado. Era Italia. Ahora estoy en camino, meditaba en mi mente.
Habían pasado dos horas de vuelo desde mi salida de las 2:30 p.m. de El Salvador. Eran las 4:30 p.m. cuando vi una ciudad con rascacielos, estaba en Panamá.
El capitán del vuelo informaba la descendencia de la nave sobre el aeropuerto. Fue un aterrizaje seguro. Salí del avión y me registré para el próximo vuelo. Mi destino era Ámsterdam, Holanda. Segunda escala: Milano, Italia.
Estaba sentado sobre una silla en la sala de espera de mi vuelo cuando un muchacho moreno, con ojos grandes y algo de nerviosismo me preguntó: “¿Esta es la sala de espera para el vuelo de Ámsterdam?” Le respondí: “Claro, aquí es”.
“¿De dónde eres?”, cuestioné y con timidez me respondió: “Soy de El salvador y este es mi primera vez que viajo, a veces no sé qué hacer porque me pierdo en los aeropuertos, porque voy para Milán».
“No te preocupes, quédate conmigo. Yo soy salvadoreño también y voy para la misma ciudad». Desde ese momento él se quedo conmigo en este viaje.
Un viaje de riesgo: todo o nada
Eran las 8:00 p.m. e hicimos la fila para entrar al avión. Había mucha gente. Mi paisano estaba más tranquilo. Entramos al avión. Era intercontinental, muy espacioso. Al momento que abordamos, a mi nuevo amigo lo perdí de vista.
Supuse que se había sentado en otro asiento diferente al mío. Tuve la suerte que estaba otra vez en la ventanilla. La abrí por un momento y era completamente de noche. LLovía y no había mucha claridad, así que la cerré.
A mi lado iban dos hombres. Uno de bigote grueso con rostro alargado y el otro con cabello gris, cara redonda y piel trigueña. Me preguntaron dónde era mi destino y respondí que era Milano, Italia.
Ellos comentaron: “Venimos de Guatemala y apenas es nuestro primer día de vuelo porque son dos. Nosotros vamos a Vietnam. Somos compradores de caucho para llantas de nuestra empresa”.
Entre bromas preguntaron: “Y vos, ¿qué harás en Italia?». Con mi mirada fija en ellos y mucha seguridad les declaré: «Voy a estudiar y a cumplir los sueños de mi vida. A eso voy y estoy tan seguro como que los veo a ustedes que lo haré realidad. Solo porque sé que el Eterno está conmigo hago este viaje. Tengo la fe en Dios que lograré mis sueños”.
“Te damos nuestra bendición mijo, que así como lo has dicho se haga”, dijeron.
El avión comenzó a recorrer la pista, como siempre, para tomar fuerza y despegar. Ya había volado en otras ocasiones pero nunca en un avión intercontinental.
El poder de las turbinas era más fuerte para alzarse al vuelo. Lo hizo. Estaba un poco nervioso por las turbulencias, pero todo estaba bien. Estaba cansado. Me dormí.
Al despertar vi mi reloj y eran las 4:00 a.m. Abrí la ventana y mi sorpresa fue que había un sol de mediodía. Ya estaba en el continente europeo y eran las 12:00 meridiano.
Fue sorprendente ver que la noche se desaparecía. Abrí la cortina de la ventanilla y vi la ciudad de Ámsterdam. Minutos después, el avión descendió. Sobre la pista, tardó un buen tiempo en llegar a la plataforma. Sentí que esa pista era interminable.
Al salir del avión, me despedí de mis compañeros guatemaltecos. El aeropuerto era muy moderno, amplio y lujoso. Comencé a caminar para buscar la puerta de mi último vuelo. La salida estaba programada a las 4:30 p.m.
Estuve un buen tiempo curioseando en el aeropuerto. Es bonito ver tanta gente de diferentes países, personas multiculturales. Entre los pasillos encontré a mi nuevo amigo.
“¿Dónde has estado?”, le pregunté». Estaba sudando mucho y muy nervioso. Apretaba un portafolio con unos documentos en mal estado y me dijo: “Los de la migración me llevaron a un cuarto porque sospechaban de mi, que no llenaba los requisitos para seguir viajando. Me querían regresar a El Salvador. Hicieron unas llamadas desde aquí hasta mi tía que está en Italia para confirmar que sí me conocía. Me tuvieron casi más de una hora, hasta que me dejaron ir”.
“Tranquilizate que ya pasó todo”, lo confortaba. Juntos caminamos por al aeropuerto hasta que llegó la hora de abordar.
Antes de irse a su asiento mi amigo me dijo: “gracias por ayudarme”. Se sentó a dos filas adelante de mí.
El avión hizo su recorrido en la pista y despegó. Dos horas y media era el trayecto de Ámsterdam a milano. El cielo estaba medio nublado con un sol brillante que salía entre las nubes. Tomé unas fotos de los Alpes suizos que sobresalían entre el paisaje celestial. Era una obra de arte de la madre naturaleza ver aquellas montañas enormes emblanquecidas por la nieve.
Cuando el capitán comenzó a hablar italiano entendí que estábamos a pocos minutos de aterrizar. Estaba contento y con cierto nerviosismo por el nuevo país donde viviría. Cuando el avión empezó a aterrizar, miraba muchas casas y edificios con techos rojos y naranjas, que hacían una buena vista con aquel sol.
Llegamos a la plataforma y mi nuevo amigo salió conmigo del avión. Todavía tenía temor por lo que había pasado en Ámsterdam. Esperamos las valijas, tomamos las nuestras y nos dirigimos al registro de Migración.
Me registraron y me dijeron: “Tutto aposto (Todo está en orden). Bienvenuto a italia”.
Mi amigo venía atrás y lo de tuvieron. Le empezaron a registrar minuciosamente su valija. Yo me detuve un momento y lo miraba. No sé por qué pero solo me preguntaron en ingles: “¿vienen juntos?”, y respondí: “sí». Le sellaron el pasaporte para que pudiera ingresar.
Había una bolsa de mi paisano que fue decomisada. “¿Qué traías?”, pregunté. “Eran unos camarones y pesacdo seco para mi tía”. Sonreí y él también.
Cuando nos dirigíamos a la salida preguntó quién iba por mí, dónde viviría. Le respondí con la verdad: “yo no tengo familia, ni amigos aquí en Italia. No tengo a nadie aquí, es mi primera vez que pero Dios ha puesto ángeles en este continente y ellos me ayudaran”.
Cuando llegamos a la salida de los pasajeros, su familia salió a abrazarlo y lo recibieron muy contentos. Me sentí alegre por él. Tuve una sensación nueva, sentí extraño saber que nadie me esperaba.
Le preguntaron a mi nuevo amigo quién era yo y les explicó cómo nos habíamos conocido. El tío de mi amigo preguntó adónde iba a vivir y yo saqué un papel con la dirección de un cuarto que había rentado desde El Salvador.
Me dijo: “te agradezco por haber acompañado a mi sobrino y haberlo ayudado. Ahora yo te enseñare donde es este lugar y así no te perderás”. Hablaba con un acento peculiar.
Me despedí de mi nuevo amigo porque él se iba en el carro de su familia. En cambio su tío se subió conmigo en un autobús hasta llegar a mi nuevo hogar.
Toqué el timbre de la casa y una señora respondió: “¿chi è?” (¿quién es?). Respondí: “soy el estudiante” porque no sabía cómo decirle en italiano.
Le di las gracias al tío de mi amigo y entre a la casa. La señora me recibió con una sonrisa y palabras amables. “¡Bienvenuto! ¡bienvenuto”, repetía.
Me enseño mi cuarto y me ayudó a meter mis cosas. le di las gracias por su amabilidad y con una voz tierna me dijo: “¡Bonna notte! (buenas noches)”. Cerró la puerta.
Sentía extraño saber que había hecho un viaje por más de 14 horas y que estaba a 500.000 kilómetros de distancia de mi país y de mi familia. Había cruzado un océano todo por hacer el viaje de la Fe, un viaje que me daría tantas experiencias nunca sentidas antes, invirtiendo todo.
Llegué con una paz y tranquilidad en mi corazón solo por creer que Dios está en mi y él conmigo para guiarme a su bendición. No hablo de religión. Me refiero a tener un contacto, cada día más cercano a un ser superior, materializado en las respuestas y necesidades.
No recibiría ninguna ayuda de mi familia porque era mi voluntad; el deseo de ser orgullo y agradecerle a mi familia por todo lo que había hecho cuando era pequeño por medio del sentimiento de la autorrealización de mi profesión eran –y son- los motivos que me trajeron a este país, antiguo pero nuevo para mí. El viejo continente se ha convertido en mi nuevo mundo y con ello toda mi nueva vida.
Si quiere ver más imágenes sobre el viaje inicial de Mauricio, haga click aquí: http://www.flickr.com/photos/110039842@N02/