El Salvador
sábado 23 de noviembre de 2024

Cuando los órganos se convierten en mercancía

por Teresa Andrade


El Salvador no es un país exento de casos de tráfico de órganos. Andrés tenía 16 años y desde hace siete vive en el cuerpo de otros. Esta es la historia que cuenta su madre. Algunos hechos y detalles se modificaron para proteger el caso.

Fue a la delegación de la policía más cercana, pero nada. “Debe esperar 72 horas para poner la denuncia”, le dijeron. Aquella madre con el corazón atipujado no tuvo más remedio que esperar, pero salió a las calles a buscarlo, sin medida, ni pena, aplanó cada calle de San Salvador y nada, ni rastro del chelito.

Corría por todos lados, día y noche y los segundos eran interminables y las calles eran una misma sin rumbo, sin luz. Todo se había vuelto un agujero negro en plena ciudad.

Llegaron las 72 horas y llegó la denuncia. Llegó el mes y el segundo y el tercero y el cuarto y el quinto. Y en el peregrinar de Sandra, entre las subidas y bajadas, entre la locura de madre con el corazón destrozado, preguntando e indagando, conoció a un hombre que le dijo le iba a ayudar.

La llevó a la INTERPOL. “Antes de ayudarte, te vamos a investigar”, le dijeron. Y así fue. Ella no entendía por qué tanta pregunta, por qué tanta averiguación. Pasaban los meses y le caía una llamada. Desaparecían por meses y después otra llamada. Pero lo único que le interesaba era saber de su hijo. Vivo o muerto ya no importaba, lo  que quería era encontrarlo.

Primera página del diario personal de Sandra, y documentos de INTERPOL. FOTO D1: Priscilla Cader

Primera página del diario personal de Sandra, y documentos de INTERPOL. FOTO D1: Priscilla Cader

Los meses se hicieron años. La llamaron una tarde de la INTERPOL. Le tenían noticias.

Dos años y medio habían pasado y Sandra, quien incansablemente buscaba día y noche a Andrés, solo quería tener una pista. Y ese día, le dieron el tiro de gracia, la pista que tanto quería. “A tu hijo lo secuestraron y le vendieron sus órganos”, le dijeron. Esas terribles palabras aún resuenan como campanadas fúnebres en su cabeza.

El plan perfecto

A Andrés lo tenían bien perfilado. Era el blanco perfecto. Lo habían encontrado y lo iban a tener a toda costa.

Un par de años antes de su desaparición, él había ido a visitar a su abuela junto a su hermano. Sandra los había dejado ahí mientras hacía unos mandados de la casa.

Por cosas de la vida, el muchacho sufrió una quemada grave con agua caliente en casa de su abuela. Su pierna estaba en carne viva, la parte frontal de su muslo yacía con la piel expuesta. La abuela lo llevó a un hospital de la red nacional de inmediato.

Sandra llegó rápidamente y al entrar un médico la recibió. La hizo pasar a un consultorio y la llenó de cuestionamientos e interrogantes. “¿Su hijo tiene tatuajes?, ¿fuma?, ¿bebe?, ¿cuál es su tipo de sangre? Tenemos que saber por si le  hacemos injerto”, le dijo. Sandra contestó sin reparo. “Era un médico tratando de ayudar a mi hijo qué iba yo a saber”, se cuestiona.

Y así poco a poco le sacó todo el cuadro médico. Le dijo que lo llevaría cada mes a un chequeo general y le dejó un frasco de vitaminas. Una diaria parecía suficiente. Sandra se llevó a casa a su pequeño, que apenas entraba a la adolescencia, y quedó agradecida con aquel médico que se mostró tan interesado en la salud de Andrés.

Con el tiempo, el doctor obtuvo toda la información genética, médica y general del muchacho. Lo tenían perfilado, era el joven que necesitaban. Todos sus órganos estaban sanos y desarrollados, pagarían miles de dólares por ellos en el extranjero. Era un golpe de suerte, casi de lotería para esta red que operaba en el país. Habían encontrado a la gallina de los huevos de oro y no lo dejarían.

El médico, que luego llegó a ser director de un hospital nacional, no le perdió la pista a Andrés. Cada mes visitaba su consultorio. Hasta que lo tuvieron todo, solo faltaba lo más importante: secuestrarlo.

Su madre confiesa que  nunca se imaginó la atrocidad que le hicieron a su hijo.

Cuando la INTERPOL dio con el joven sus huesos habían sido encontrados en el Distrito Federal, en México, en un lugar donde decenas de otros cuerpos de jóvenes sanos habían servido como mercancía en el mercado negro de órganos para el mejor postor.

Sandra viajó a esa enorme ciudad, ese monstruo moderno, extraño, temible. En aquella inmensidad de edificios modernos y cultura prehispánica, Sandra tuvo que reconocer las osamentas de su hijo, que mediante ADN por fin se pudo confirmar su identidad.

Ella confiesa que en ese lugar la lista de jóvenes centroamericanos era larga. Desde guatemaltecos a costarricenses y salvadoreños, todos sin distinción fueron destazados, embalados sus órganos y llevados en congeladores a Europa. Aquel comprador con suerte jamás se imaginaría que aquel corazón, esas corneas, ese hígado provenían de un país centroamericano y de un niño de 16 años que deseaba participar en el Desfile de las Rosas.