El Salvador
sábado 23 de noviembre de 2024

Cuando los órganos se convierten en mercancía

por Teresa Andrade


El Salvador no es un país exento de casos de tráfico de órganos. Andrés tenía 16 años y desde hace siete vive en el cuerpo de otros. Esta es la historia que cuenta su madre. Algunos hechos y detalles se modificaron para proteger el caso.

“A su hijo lo vendieron”, le dijeron a Sandra una tarde a inicio del año 2009. Esas palabras le dieron el tiro de gracia, le ametrallaron en cámara lenta sílaba por sílaba, pausa por pausa. Aquello fue una bomba atómica con miles de ondas expansivas que recorrieron su cuerpo.

No cayó al suelo solo porque su amigo, quien se había convertido en su siquiatra unos dos años atrás, le sostenía firmemente la mano. A algo tenía que aferrarse Sandra mientras oía esas palabras que había deseado escuchar, la respuesta a esa gran pregunta que se hizo durante dos años y medio: ¿qué le pasó a mi hijo, dónde está?

La mañana del jueves 20 de julio de 2006, Andrés despertó más temprano de lo normal. A buenas cinco de la mañana saltó de la cama de dos brincos. “Hoy es un gran día para mí”, dijo eufórico. “Claro hijo, yo lo sé y voy a estar contigo”, le respondió Sandra.

Esa tarde, Andrés participaría en un concurso muy importante. Era la primera vez que desde los institutos nacionales se barajaba la posibilidad de viajar hacia Estados Unidos a representar al país con una gran banda de paz en el Desfile de las Rosas, en Pasadena, California.

Para Andrés, era un sueño, una fantasía recorrer aquellas calles llenas de vida y algarabía y él luciendo sus mejores ropas, tocando el bombo. Ese día se lo jugaba todo, por eso el salto de la cama, la emoción y el cosquilleo en el estómago.

Un día antes, Sandra, su mamá, había ido a recorrerse las calles de todo el centro de San Salvador buscando los mejores atavíos, las botas más relucientes que lo hicieran lucirse en este gran día para él. Su madre había pedido la tarde libre en el trabajo. Almorzarían juntos y luego lo vería ganarse un pase certero hacia California. Todo estaba planeado.

La mañana de ese jueves Andrés acompañó a su mamá a la parada de bus, le dio un beso en la mejilla, quedaron de llamarse cuando él estuviera por llegar al instituto. Y ahí, desde la calle, Andrés con un ademán le dijo adiós a su madre. Ella, sentada en el microbús, le sonrió. Sin saber que esos microsegundos serían los últimos en que se verían fijamente a los ojos.

A eso de las 10 de la mañana, Andrés salió con su traje planchado, sus botas pulcras, su cabello recortado y el nerviosismo a flor de piel. Estaba a horas de cumplir un sueño. A pocos metros de su casa, se encontró con un oficial de policía que había sido amigo de la familia. Cruzaron un par de bromas, le contó de cómo sería su gran día y se despidieron.

El oficial cuenta que lo vio subirse en un microbús rojo con una gran sonrisa en el rostro y su ropa impecable. Esa fue la última vez que alguien lo vio. Desde ese día, la tierra se lo tragó.

Las angustiosa búsqueda

Sandra salió de su trabajo apurada, con el sol cenital de guía, sabía que ya era tarde. Su hijo no había llamado como le dijo que haría. Se preocupó un poco, sobre todo, porque no acostumbraba apagar el celular que le había dado para emergencias. Ella llamaba y de inmediato saltaba el buzón. Algo no estaba bien.

Ella se apuraba, sus pasos eran zancadas de gacela. Llegó al instituto sosteniendo el aliento de un hilo. El instructor de la banda de paz le salió al paso: “Señora, ¿qué pasó?, ¿dónde está Andrés?”. La cara se le desfiguró. El joven no había llegado. Nadie lo había visto. El bombo fue el único faltante en aquel concurso.

Sandra tragó grueso. Salió corriendo a su casa, tronándose los dedos y quebrándose la cabeza. ¿Qué podría haber entretenido a su hijo que no se presentó al momento más importante de su vida?

Veinte minutos después de tomar el bus, se bajó en el mismo lugar donde horas atrás su hijo la había despedido con un beso, y donde después él fue visto por última vez por el oficial. Si las calles fuesen testigos, le habría dicho que esos mismos pasos dio Andrés.

“¿Al chelito busca, señora?”, le dijo el mismo oficial. “Sí, no llegó al instituto”, le contestó la madre. “Ya llegará, si bien contento iba cuando lo vi”, le reiteró. Y esas palabras serían las últimas que oiría sobre su hijo.

Aquella zozobra, aquella intranquilidad le carcomía los huesos. Con la desesperación, cayó la noche. Y la angustia se volvió más fuerte. Nadie daba razón de Andrés. Avisó a su familia, a sus amigos, a los vecinos y nada. La tierra se lo había tragado.