Había pasado poco tiempo esperando frente a la fachada azul, sobre la 49ª. Avenida Sur, cuando observé a Herminia desmayarse paulatina pero irrefrenablemente. Tenía 19 meses de no ver a su hermano, a quien traían al Juzgado Especializado de Instrucción de San Salvador para su segunda audiencia, acusado de asociaciones ilícitas. Lo traían desde las bartolinas de Montserrat. Esposado. En la cama del camión. Como un perro… Pasado el desvanecimiento, el rostro de la mujer parecía ahogarse en su propio llanto.
La mujer no hablaba, tampoco su sobrina ni la novia del preso. Pocasangre, compañero de vida de la desmayada y agente policial, contó el sufrimiento familiar. “Yo he sido como un sicólogo para ella estos meses. Desde que lo capturaron no ha podido dormir más de cuatro horas al día. Le preocupa que esté mal alimentado. No lo hemos podido ver porque solo tiene contacto con el abogado, pero ella sabe que en las bartolinas no se come bien”.
“Por eso quería venir con ella, sabía que esto le iba a pasar. Ya son casi dos años de sufrimiento y hoy ni siquiera sabemos qué sucederá. Han suspendido esta audiencia varias veces. Tampoco sabemos cuánto tardará en saberse las medidas que le van a aplicar. La última vez estuvimos hasta las seis de la tarde y nada”, agregó.
Quienes son llevados al Juzgado Especializado de Instrucción, a su primera audiencia, conocen la acusación directa presentada por la Fiscalía, conforme a la Ley Contra el Crimen Organizado y Delitos de Realización Compleja.
La segunda audiencia es de imposición de medidas cautelares. La tercera es la que atiende el Juzgado Especializado de Sentencia que, como su nombre lo dice, dictamina la absolución o, en dado caso, las penas de cárcel por delitos como asociación ilícita, extorsión u homicidio. Es el patíbulo de la justicia que todos temen, que nadie quiere enfrentar.
“Cuando salga vamos a festejar a lo grande. Su esposa quiere llevarlo a bailar al Golden, en Soyapango. Deme su número de teléfono, yo le aviso si salió o no. A como va la cosa estaremos hasta tarde por aquí”, confío el agente policial.
No hubo llamada. Posiblemente ni baile ni libertad. Posiblemente más desmayos y más llanto.
Entre el dolor y la esperanza
Sobre la 49 Avenida el sol no cobija, aturde. Los motores, las bocinas y las prisas de conductores en horas de la mañana hacen que el tiempo tenga silueta de chasquido. Para las 50 personas apostadas ese día frente a los juzgados el tiempo se atascó entre el recuerdo y el infortunio.
Ser uno más del grupo de dolientes no es cosa fácil. Venir solo y presentarse como periodista no es una buena opción. Por eso me hice acompañar por un fotógrafo, quien hábilmente urdió una trama impecable. Él era tío de un muchacho capturado hacía ocho días por extorsión. Yo venía con él a ver a mi supuesto primo.
Cruzamos la calle buscando la sombra que da la leve inclinación de un edificio. Ahí tres mujeres entradas en años oraban melódicamente. Con un sudario púrpura y rosario en manos, desafiaban el barullo callejero. Letanías cortas a ojos cerrados, lágrimas de fervor recorriendo sus mejillas.
Son parte de una de las familias más numerosas: ellas, dos jóvenes entre 14 y 16 años, la esposa del detenido –embarazada– y la madre. Esta última cuenta sin reparos los motivos de su presencia:
“Venimos de Ciudad Arce. Desde las 7:30 estamos aquí esperando que salga mi hijo, usté. Somos como 90 vecinos que venimos en un solo paquete, lo culpan de homicidio, extorsión y asociaciones ilícitas. Asociación, sí. Dicen que por eso está aquí”.
“El único delito que él cometía era trabajar en un motel, de conserje, limpiando las habitaciones. Pero me decía que de vez en cuando se encargaba de recibir a las parejas y de decirles a qué habitación ir. Pero no solo parejas eran los clientes. También llegaban los muchachos, los de la mara, pues. Se metían a hacer sus cosas: desde ahí llamaban para hacer extorsiones, contaban el dinero de los robos y llevaban las mercancías. Él, por defender su trabajo toleraba que ingresaran sin pagar. No le quedaba otra opción que colaborar”.
La madre sabe que crecer en un entorno donde gobiernan las pandillas tarde o temprano pasa la factura.
Sentadas en la acera, las mujeres de cuando en cuando nos miran de reojo. La madre, arqueando su ceja derecha y levantando el dedo índice, exclama:
“Son malintencionados esos, usté. Vivimos en un terreno de varias casas, una al lado de la otra. Primero fueron a la de mi hermano, queriéndolo tirar al suelo. Pero como él es un hombre mayor conoce de esas cosas, por eso les pidió la orden judicial para allanar la casa. En la siguiente estaba mi hijo y, por su juventud, les abrió la puerta sin preguntar nada. ‘Por vos venimos’, le dijeron. Lo tiraron al suelo y hasta lo querían esposar. Dígame usté, ¿cómo se iba a mover mi hijo si necesita de su mano para poder manejar la muleta? A él le falta una pierna, que perdió en un accidente. Los policías como que son malos, tienen malo el corazón. Andan molestando a la gente y hay gente que no aguanta eso. Yo estoy tranquila, le juro por Dios que sí lo liberan”.
Las miradas sigilosas de las jóvenes entre 14 y 16 años no cesan. Les molesta tanta camaradería de la madre hacia nosotros.
El mismo clima percibimos cuando, recién llegados, le preguntamos a otra madre de otra familia por qué estaba ahí. Bastó un llamado sutil por parte de uno de sus hijos para que ella se alejara.
Sutilmente frente a los juzgados se desplegaba todo un meticuloso aparataje de resguardo donde también colaboran niñas y adolescentes. Una de ellas, al inclinarse, atisbaba un tatuaje bajo su camiseta de la Juventus, la cual tenía un tres en el dorsal.
Media hora después la espera de la madre y sus acompañantes era cosa del pasado. El joven discapacitado quedó en libertad. Caminaba con dificultad. Camisa holgada roja, el mismo intenso color de sus ojos después de haber llorado al conocer la sentencia favorable.
Luego de cruzar la calle sin ninguna precaución, la familia se abalanzó sobre el muchacho. Después, más rezos, más regocijo.
Un manual para reos
Frente al portón azul de los juzgados se concentra la mayoría de familias. Cada cierto tiempo fijan su atención a lo largo de la 49 a la espera del siguiente grupo de detenidos. Al llegar alguno, afloran las caricias, los besos y la tristeza. Ningún pariente puede ingresar, a menos que sean testigos.
Los que sí entran y salen a placer son los defensores de los detenidos. La mayoría son hombres de saco, corbata y lentes oscuros, que llevan bajo el brazo libros, expedientes y agendas. Solo ellos tienen contacto con los reos durante todo el tiempo que sea necesario.
A mi lado, una familia entera se reúne en torno a una abogada. En su jerga especializada y repasando el expediente del imputado, informa a los seres queridos sobre los avances y retrocesos del caso.
Espero a que se despeje el pequeño enjambre humano para consultarle sobre sus honorarios en un proceso como el que enfrentará mi supuesto primo.
“Mire, en situaciones como esta normalmente cobro $300 por audiencia. Si usted quiere el paquete completo le saldría en $1,500”.
La litigante se especializa en llevar los casos comunes que atienden los juzgados. Lidia mayoritariamente con pandilleros o personas a quienes han relacionado con ellos.
Solicita el expediente para conocer los pormenores de la situación y trazar la estrategia que los libre de culpa. Para ella, la verdad es el principio básico del protocolo legal: enfatiza que no hace milagros.
“Hay que orientar a los testigos en lo que van a decir, coordinar bien las historias, porque los van a entrevistar por separado. Si se falla en eso, el caso se cae. Ah, y tienen que ser mayores de edad, porque si no el juez va a decir que les está haciendo el paro”.
Otra posibilidad es la mediación: “Yo puedo conseguir el número de teléfono y la dirección de las víctimas para que ustedes negocien con ellas, hacerles ver que no tienen relación con el delito y retiren la querella. Pero ojo, yo en ningún momento llego a la casa de las víctimas. Son ustedes quienes deben hacer el trabajo de convencimiento”, recomienda la profesional.
Su trabajo es un doble juego entre el modus operandi pandilleril y las distintas tácticas policiales para desmantelarlo. La defensa de un cliente la ha llevado al extremo de revelarle a los imputados la dinámica de los operativos policiales para capturar a quienes cometen extorsiones.
Revela que el día de la entrega de la renta, los policías se hacen pasar por vendedores ambulantes o civiles. Un agente cumple el rol de trabajador del establecimiento y hace la entrega del dinero, convirtiéndose así en el testigo principal.
Hay otros policías encubiertos apostados alrededor. Uno de ellos oculta una cámara de alto calibre. Pueden capturar a todos los involucrados en el delito, pero la pena más fuerte, de unos 15 años aproximadamente, es para el pandillero que recibe la renta.
“Por eso no tengo miedo. Los años de experiencia son años de aprendizaje. Una vez me quisieron ver la cara de pasmada. Fue en un caso de homicidio. El cliente me aseguró que no participó en nada, pero algo me decía que no estaba siendo sincero, entonces solicité un frotado de manos. Es un procedimiento científico donde se puede determinar si el imputado ha manipulado durante las últimas 24 horas las armas utilizadas en el crimen. Después del frotado no le quedó de otra que reconocer su mentira”.
La abogada destaca en su haber la defensa de “María piernas peludas”, mujer que ha sido cómplice en 14 homicidios, o un hombre que ha liberado ya siete veces por asesinato.
“Si el homicidio fue de noche es más fácil poder luchar por el caso, debido a la ausencia de testigos que puedan reconocer a los gestores y relacionar a su cliente”, dijo.
En un país donde se gradúan más de mil 500 abogados al año, el correcorre entre bartolinas se vuelve un asunto de sobrevivencia.
Los casos pueden durar meses o años y normalmente asumen numerosas defensas. Si a esto le agregamos los gastos adicionales que surgen al calor de los procesos –adicionales a los $1,500 de tarifa plana– el ejercicio de la profesión los ha convertido en auténticos mercenarios de la justicia.
Libertad con sabor a menta
En esa misma 49 Avenida, el sol del mediodía se ha convertido en un accesorio inútil en el paisaje, porque frente a la fortaleza azulada todos tienen sombrillas con qué protegerse.
Damos por terminada nuestra pequeña ficción diciendo que traen a nuestro familiar hasta el día siguiente. Las familias comienzan a dispersarse y nos hemos quedado solos, aunque no por mucho tiempo… Un hombre de ojos abrumados y sonrisa corta, pero plena, se acercó y preguntó:
– Oigan viejitos, ¿Dónde tomo el bus que va a la terminal de oriente?
– Camine ahí antes de la gasolinera que está aquí sobre la calle.
– Ah, puya… ¿Va a creer que no me acordaba ya?
– ¿Por qué, de dónde viene usted hermanito?
– Ay viejito. Vengo de Mariona. Si supiera usted, viejito…
Y nos hicimos hermanitos y viejitos. Cargaba en su espalda erguida una pequeña mochila. Sobre su cuerpo una camiseta negra y un bluyín, ambas prendas ajustadas y percudidas. Botas vaqueras.
Ese día, el hombre de ojos abrumados en verdad había salido de la cárcel no sin antes purgar una condena de 24 años por homicidio, la cual se redujo a la mitad por buena conducta. Intentaba llegar a su hogar en Arcatao, Chalatenango.
– ¡Ay viejito! Anoche no dormí nada pensando en que seguramente salía libre, o tal vez no. Yo sabía a lo que venía, pero no sabía cuál iba a ser el resultado… fueron 12 años encerrados que me cambiaron la vida. Antes yo era un muñeco de trapo, vacío y roto por dentro. Cuando empezaron a abrir los candados sentía que nunca llegaban a mi celda. Se me hizo una eternidad, pero cuando fue mi turno me tuve que dar un pellizco porque no creía lo que me estaba pasando.
El hombre, fue pupilo del sector dos, zona alta, celda 16. En Mariona, dijo, no hay lugar para el sosiego, ni siquiera para un reo de comportamiento ejemplar, aunque “El Viejito” prefiere no hablar de eso.
Sí recuerda, con claridad, todo lo que ocurrió una fatídica mañana en la finquita de su padre debido a lo cual tuvo que pagar con 12 años de su vida.
– Mi tío vivía en Estados Unidos y había mandado a traer a su esposa. Ella no quería ir sola y por eso le dijo a mi hermana que la acompañara, como favor pues, para no estar tan sola allá. Mi cuñado nunca estuvo de acuerdo con ese viaje y por eso le echó la culpa a mi papá. Creía que era un plan para separarlos. Como a los dos días después de que ellas se fueron, yo estaba alimentando al ganado y mi papá cortando el zacate al otro lado de la parcela. En eso oigo un grito como de dolor y pensé ‘puya, lo habrá mordido una serpiente’ y salí corriendo a ver qué había pasado. Cuando llego veo que mi cuñado lo estaba golpeando en el brazo con un corvo. Yo lo enfrenté, pero más bien él se envalentonó. ‘Voy a matar dos pájaros de un solo tiro’, me dijo”.
“Ya en ese momento perdí el control. Cuando lo vi venir con el corvo saqué mi pistola y le dejé ir seis tiros. Ya yo no era yo sino el diablo. ¿Quién no va a perder el control si ve que a un ser querido le están haciendo daño? Huí a Honduras. Tiempo después me comuniqué a la casa y mi mamá me dijo que la policía tenía detenido a papá, que si yo no venía lo iban a meter preso. Que era una injusticia, por su edad y salud que fuera a la cárcel. No lo pensé dos veces: volví a mi pueblo y me entregué”.
El día que salió de Mariona el hombre de ojos abrumados nadie lo golpeó, como es la costumbre. Aunque aceptó que no le hubiera importado nada si ya iba para afuera.
El insomnio y la ansiedad fueron sus mayores adversarios la noche previa a la libertad. Sin más, le di las monedas que tenía y un dulce de menta. Comenzó a degustarlo, lentamente, con los ojos cerrados. Saboreaba su libertad.
– ¿Saben qué, viejitos? Mejor camino hasta la terminal para ver cómo cambió esto. Se disfruta más así, ¿no creen?