Ella camina de un lado a otro por una de las plazas del centro de San Salvador. Sus largas piernas, cubiertas por un jeans desteñido, se mueven armónicamente, como las de una balletista. Su piel blanca ha sufrido los estragos de trabajar bajo el látigo del sol, por eso las manchas en la cara. Masca chicle impacientemente, con la boca abierta.
El día no ha estado bueno para Mari, prostituta capitalina que a las 3:00 de la tarde se gana el sustento diario. Ve en mí un potencial cliente. Por eso el trato cariñoso y el lenguaje seductor.
–A mí me gustan más los muchachos, así como usted. Si quiere vamos ahorita, lo vamos a hacer bien rico. Nos vamos a dar gusto– me incita, al tiempo que tiñe de negro sus pestañas, diminutos pétalos de la noche venidera.
Viene de San Martín y está aquí desde las 7:30 de la mañana, como todos los días desde hace 25 años. A esa hora, su clientela son los trabajadores que recién concluyen la jornada nocturna.
Con 17 años llegó por primera vez a este parque, acompañando a una amiga a los arrabales del centro. Ya ella había incursionado en el oficio. Un sábado de baile y licor le pidió a Mari que se le uniera. Aceptó sin chistar. Su rostro se iluminó al ver que podía ganar 50 colones por un rato de sexo.
–Acuérdese que yo a esa edad estaba bien buena. Esa primera vez me gustó. Desde ahí comencé a venir más seguido y meterme en esta vida.
Cuando no está en la plaza, se aposta en la barra de alguna cervecería aledaña esperando que alguien la invite a una bebida. Este es el preludio de la negociación y, posteriormente, el cierre del trato.
– ¿Cuánto cobra?
–Depende, casi siempre 5 dólares el rato, una media hora. Cuando el día está malo, me bajo a 4 o 3. Aunque usted no me lo crea, gano mucho más en esto que haciendo tortillas o lavando ajeno en mi colonia.
Ya en el cuarto se producen desacuerdos con clientes, quienes, en estado de ebriedad, consideran que no recibieron el servicio completo. Mari asegura con firmeza que no tiene la culpa. Los que no pueden acabar son ellos, por estar alcoholizados. Muchos entienden. Otros llegan al punto de amenazarla. El cliente no siempre tiene la razón.
Por ejercer el derecho de legítima defensa ha estado en la cárcel dos veces. La primera vez fueron solo cuatro meses. La segunda cuatro años. El alcohol actuaba por ella y sacó la cuchilla, mas solo para imponer respeto. El cliente adujo un ataque, de ahí la condena. Después de eso toma menos.
“Hasta a las putas nos rentean”
La ciudad ha sufrido los embates del tiempo y de la historia. Este mismo parque, escenario de la guerra civil a finales de los años ochenta, ahora tiene otros vigías: las pandillas. Mari cuenta que no puede pasar dos cuadras a la redonda, porque sería territorio de la mara contraria. Cuando por necesidad transgrede esta ley, debe cambiarse de ropa.
La división territorial decretada por el barrio 18 y la MS le garantiza protección. La pandilla la cuida, la respeta. “Puedo andar bien a verga y a mí no se me pierde ni un zapato. Cuando me ven llegar dicen ‘ahí viene la chele, cuídenla.’ Me siento protegida”.
La tranquilidad y el resguardo nunca son completos, mucho menos durante las noches. En una ocasión dos pandilleros que vigilaban la zona las acusaron de trabajar para el bando contrario. Nunca ha buscado problemas, por eso no se mete con ellos.
Llega otra colega. Su nombre es Cristina. Es morena, pelo corto y minifalda de mezclilla. No habla mucho porque sabe que una palabra de más la puede meter en problemas.
La conversación se interrumpe constantemente ante la presencia de un joven de zapatillas negras bien lustradas y pantalón impecable, del mismo color. Lleva un crucifijo blanco en el cuello. Intercambia palabras con ellas y cada vez que llega está pendiente de lo que hablamos.
– ¿Quién es él?
–Ah, él es un vago de por aquí. No hace nada. Siempre que pasa nos regala un dulce o un cigarrillo.
– ¿Los pandilleros la protegen así nomás?
–Claro que no. La cosa es que solo nosotras podemos estar aquí. Si viene una desconocida, la corremos. Tenemos que pagar renta para trabajar en esta plaza. Y cuando no tenemos dinero pagamos con amor. Hasta a las putas rentean, fíjese.
Una madre abnegada
El viento despeina los cabellos y las facciones de las personas sentadas en las bancas de la plaza. Una señora no despega los ojos de las dos mujeres. Ojos perplejos. Condenatorios. Pero a ellas no les importa.
– ¿Tiene hijos?
–Cómo no, tengo dos niñas, una de 8 y la otra de 10 años. No me pregunte quién es el padre o los padres porque fue el tiempo en que bebía y me drogaba. En una de esas loqueras me preñaron. Ellas saben lo que yo hago, y me apoyan. Siempre le quito importancia a la relación padre-hijas. Cada dólar que gano es para ellas. Nunca les falta el pollo, carne asada ni el espagueti, que es lo que más les gusta. Yo me conformo con un poquito de frijoles y queso. En la calle siempre me invitan, pero hay días en que la paso mal.
Mari es una madre abnegada. A la casa nunca llega borracha ni con las manos vacías. En los ratos libres–que es cuando tiene la menstruación, porque trabaja toda la semana– las lleva a pasear a los lugares del centro donde nadie la conoce.
Espera que su sacrificio alguna vez sea compensado con un poco de felicidad. Tiene varios novios. Uno de ellos, quien conoce su oficio y le ofrece protección, quiere una relación formal. Brindarle una vida mejor. Él quiere convivir, pero ella no. Asegura que primero están sus hijas. No da el paso porque no existe un compromiso para hacerse cargo de la familia.
“Además, a mí me gusta esta vida ¿sabe? Me encanta que me digan que estoy rica y bien conservada…porque a pesar de mis 42 años yo me cuido. Mire mi cuerpo, pues. Además me hago citologías, voy a consulta. El último examen de VIH me salió bien. Pero uno siempre tiene ilusiones, irse a vivir a otro lado, con las niñas, con un hombre que me respete y me ayude a salir adelante. Yo podré ser lo que sea, pero mis ilusiones no las cambio por nada”.
No la interrumpo más. La dejo que siga en procura del alimento para ella y sus hijas. La señora de los ojos grandes, caminando con aires de superioridad moral, se alejó hace unos minutos. Mari me toma de la mano. Insiste, una vez más, en que la acompañe.
Desde una cuadra más arriba, la observo transar con un cliente regordete y de bigote nutrido. Se sienta a su lado. Lo abraza. Le habla al oído. Después del estira y encoje, este declina. Las nubes resbalan a tientas por el cielo vespertino. La tarde no pinta bien.