El Salvador
domingo 22 de diciembre de 2024

Máquinas de muerte y tortura con ritos cada vez más macabros

por Redacción


Al cerebro de los escuadrones de la muerte no le gustaban los haraganes ni los aprovechados. Siempre quiso montar máquinas de muerte como parte de una intensa "guerra sucia".

Con voz y mando

Randy era la figura más importante de los escuadrones de la muerte que operaban de la mano de algunos mandos militares, durante la guerra salvadoreña.

Él coordinaba sus tareas con cada comandante de los diferentes destacamentos militares. Con ellos hablaba y hasta entregaba manuales sobre cómo debía ejecutarse la guerra sucia.

Bebiendo cerveza era cuando más insensateces decía. Advertía que había que teñirse las botas de sangre para que El Salvador “se bañe con las lágrimas de las madres de tanto comunista hijo de puta”. Consideraba que sólo así se limpiaría el país.

Muchas veces manifestaba que cada buen escuadronero llevaba su nombre con tinta.

Él había logrado que muchos hombres de inteligencia de los cuarteles se volvieran escuadroneros. Estos trabajaban con información clasificada, aunque jamás confió en la eficiencia y honradez de los militares.

También sabía que el funcionamiento de esas organizaciones requería de mucho dinero. Por eso él manejaba grandes cantidades que llegaban desde el exterior, aunque sus colaboradores juran que nunca se robó un dólar.

A Randy le enojaba que en el país existiesen algunos extranjeros aprovechados, como exmiembros de la Mossad, que se servían de las estructuras que él creaba para matar a aquellos que amenazaran las haciendas de los empresarios ricos. Y le daba más rabia que por eso cobraran mucho dinero.

A quienes le ayudaban a interrogar y obtener información de los candidatos a morir en manos de los escuadrones, siempre les decía: “No deben distinguir entre el bien y el mal. Aquí no hay bien. Lo único que tienes que saber es sacar información del mal”.

Relación con militares

Randy había estructurado y dado fuerza orgánica  a los escuadrones, aunque sabía reconocer que desde finales de los sesenta ya se aplicaban muchos principios de la “guerra sucia”.

Siempre se relacionaba con militares de todos los rangos, sobre todo con los encargados de tareas de inteligencia. Sus contactos iban desde Domingo Monterrosa o el general Rafael Bustillo, hasta tenientes a quienes llamaba “infierno” o “satanás”. Con este último nombre apelaba al perro que mantenía en su casa.

Apenas podía, estallaba contra los militares salvadoreños. “Ya me cansé de estos. Un día roban, otro se quedan con armas y dinero. No tienen ideología firme. Solo les interesa el dinero”, decía.

De igual forma se expresaba de personajes como el anticastrista Luis Posada Carriles o el hombre que manejaba, en el aeropuerto de Ilopango, la operación de armas y drogas de la CIA. Decía que ambos eran unos aprovechados porque solo andaban detrás del dinero.

En esos arranques de furia probó e informó cómo algunos comandantes de la época les descontaban mensualmente a los soldados algunos implementos de los equipos, tales como los arneses, el jabón, las toallas, los calcetines y hasta la pasta y los cepillos de dientes.

Capister sabía que él estaba en el país para matar guerrilleros, familiares y colaboradores.

A Capister tampoco le agradaba Roberto D’Abuisson.

Lo que más le disgustaba era su teatralidad y hasta reía porque algunos le atribuían más muertos de la cuenta en asuntos de resultados de los escuadrones de la muerte.

Pero también mantuvo comportamientos extraños cuando en Ilopango se afincaron pilotos y aviones claramente identificados con el tráfico de drogas.

Por eso es que Celerino Castillo, agente de la DEA en El Salvador, a mediados de los años ochenta, le dijo en una ocasión a Capister que todo lo que hacían junto a narcotraficantes internacionales les reventaría en el “trasero”.

Tal vez por eso Capister ordenaba, en ocasiones, que sus allegados viajaran en aviones Hércules C-130 hacia Estados Unidos, para impedir que abrieran las cajas que enviaban dentro de las inmensas aeronaves.

Aunque guardaba secretos sobre los asesinatos que conmovieron a El Salvador, como el de monseñor Romero, los jesuitas y hasta el de las monjas, Capister nunca dijo nada a nadie. Hay que recordar que era un pulido agente de la CIA.

A veces decía cosas reveladoras, como que al coronel Monterrosa Barrios lo “entregaron como cordero a los buitres”, pero de ahí no pasaba.

Eso sí: su mente nunca se apartó de la gran idea de crear máquinas de muerte cada vez más eficientes.