“Hasta que ellos no se muevan no puede entrar”, vocifera una sombra que se asoma entre las pequeñas rendijas de un largo portón negro, desde donde puede husmear, desde donde puede identificar, desde donde habla y le dice eso a un mensajero. No le queda de otra que esperar.
Aquella sombra que tiene esa voz melodramática aparece pocas veces entre los agujeros del portón. Insiste en no dejar entrar a nadie, insiste en que son órdenes, insiste en que nadie atravesará la puerta.
Pocos minutos atrás, unas 15 personas se han arremolinado frente al portón negro metálico, este que resguarda las oficinas del Arzobispado de El Salvador. Desde la cera, a un lado del portón, se aprecia un edificio de cuatro pisos color amarillo y, al otro, una pequeña parroquia del mismo color. En cada edificación se asoma una cruz, grande, vigilante.
Este pequeño grupo lleva pancartas, fotografías, afiches y unos ojos cansados de tantas historias, de tantos estigmas, de tantos recuerdos. Son 15 mujeres sobrevivientes de la masacre del río Sumpul, una de las más cruentas y más desalmadas matanzas efectuadas por el ejército salvadoreño, allá en Chalatenango, en tiempos de guerra, hace 34 años.
Con el paso de los años, y de los recuerdos, estas matriarcas dejaron sus casas a las 3 de la mañana desde algún lugar recóndito de Arcatao, Las Vueltas, Ojos de Agua, San Fernando, y otros puntos de Chalatenango, para viajar hasta San Salvador, llegar hasta el Arzobispado y dejar una carta a la secretaria de monseñor José Luis Escobar Alas.
Simplemente no se pudo. Simplemente encontraron el portón negro metálico cerrado, la sombra y la voz que insistía que eran órdenes, que no se podía. Y no pudieron.
“¿No cree que aunque sea unas tres mujeres pueden entrar a dejar una correspondencia para el arzobispo, solo que nos firmen de recibido?”, pregunta Dorotea, una ciudadana estadounidense que les ha servido de buena samaritana. Los conoció hace muchos años cuando la misma necesidad de la gente la llevó a trabajar a Chalatenango. Desde entonces, se comprometió con su historia, con su causa.
Hoy les consiguió un microbús para venir a San Salvador, tocó fuerte aquel portón negro y le pidió a aquella sombra que las dejara pasar, y quien les dijo: “Vuelvan mañana”. Dorotea no podía creerlo: “Han salido desde las 3 de la mañana, no podemos volver mañana”, lo increpa. Pero nada cambia. El portón sigue cerrado.
De plantón frente al Arzobispado
Eran las 10 de la mañana, y las 15 mujeres sobrevivientes de la masacre del río Sumpul solo querían dejar la misiva y regresar a casa. El viaje sería largo. Sin embargo, nada que se podía. El cielo fue generoso, unas nubes grises se posaron sobre San Salvador. El calor no las achicharraba, solo el vapor leve, húmedo.
La esperanza es lo último que se pierden dicen, así que se mantienen afuera, en la acera frente a aquel portón. “Vamos a tocar tres veces, vamos a intentar tres veces entrar”, dice una de las sobrevivientes para darle esperanza al grupo.
Mientras el pequeño colectivo con sus pancartas se ubica de frente al portón, tres policías están apostillados desde la otra acera para cuidar la zona. Adentro, no se sabe muy bien quién es la sombra, pero desde la rendija se ve una policía con lentes oscuros, un vigilante de baja estatura, un cura y dos hombres más, trabajadores del lugar.
“Si lo único que queremos es que nos cuiden esos archivos, porque son nuestros documentos”, dice otra de las sobrevivientes. Y es que lo que estas mujeres quieren es que se preserve la documentación sobre los casos de sus familiares y amigos que murieron en el Sumpul.
Desde 1992, ellos han trabajado de la mano con la oficina de Tutela Legal. Y la cantidad de documentación escrita, el audio de muchos testimonios, así como el material fotográfico es invaluable para esta comunidad, por lo que su petición de resguardo es totalmente compresible.
En la misiva que llevaban al arzobispo le solicitaban la entrega de este material que ellos han proporcionado para que no se pierda y se mantenga el proceso jurídico con el apoyo de otras instancias. “Cómo va a ser que todo lo que hemos sufrido lo vamos a olvidar. No venimos con violencia, solo queremos que nos acepten la carta”, reitera otra sobreviviente.
En la larga espera, un carro gris año 2010 se estaciona a un lado de la acera, frente a dos mujeres sobrevivientes. Se baja un padre, con su iPad en mano. Se dirige hacia el portón y la sombra negra desde el otro lado le dice: “No, por ahora no puede entrar”. Saca su iPhone, hace un par de llamadas. Se le acercan unas sobrevivientes y le entregan una copia de la carta.
La lee, no comenta mayor cosa. “Estas actitudes manchan el nombre de toda la Iglesia, no solo del arzobispo, ustedes también quedan mal”, dice un hombre sesentón, de barba y bastón, fue secretario de monseñor Óscar Arnulfo Romero; hoy en día, es miembro las comunidades eclesiales de base y siempre está dónde lo necesiten.
El padre se quedó esperando, se le sumó un hombre cuarentón de saco negro, camisa blanca. Las cosas no cambiaron. La voz desde la penumbra reitera: “Si ellos no se van, no vamos a abrir”.
Así de pronto, uno a uno llega todo tipo de personas que quieren realizar algún trámite administrativo en el Arzobispado. Sin embargo, el portón no se mueve. “Vengo por un certificado de bautismo”, “vengo a comprar un libro”, “vengo de la Ciudadela Don Bosco a dejar correspondencia”, nada de nada. No hay frase que los haga entrar en razón. No moverán el portón.
Un mensajero, de repente, se asoma hacía las rendijas y dice: “Oiga padre, puede acercarse, quiero decirle algo”. La sombra reaparece. El mensajero en el mejor intento de mediar anclara: “Padre, mire, ellos solo le quieren entregar una carta, solo eso, no quieren más”. La voz de ultratumba le dice: “Yo se los puedo aceptar, pero solo eso, se la firmo y ya”. Aquella luz apareció al final de túnel.
Una hora ya de espera a media calle, y esa tan sola frase les da esperanza. “Vaya, si quieren yo entro, la llevo y que la firmen”, dice el mensajero foráneo. “No, ellas tienen que entrar porque es su causa”, le censura Dorotea. El mensajero entiende la petición y le dice a la sombra de atrás de la puerta: “Padre, que entre solo una persona”. La sombra acepta.
Carta en mano, una mujer, la líder de ese movimiento, se para frente a la puerta a la espera de que abran. Sin embargo, desde el portón la voz melodramática dice: “Háganse todos para atrás, que solo se quede ella y le vamos a abrir, muévanse”.
“Esto sí es humillante, si no les vamos a hacer nada. Si usted nos dice que solo a una persona van a dejar entrar, solo una, nosotros nos comprometemos con mucho respeto. No vamos a hacer nada”, menciona otra de las líderes. Y nada, ni el portón se mueve, ni la líder frente a la puerta, ni el grupo de 15 personas arremolinado. Nada cambia.
“Si nosotros somos víctimas, esto nos hace sentir víctimas de nuevo”, dice una señora con su rostro arrugado. Cada arruga lleva una historia, una vida que ha partido, un recuerdo que la desgarra cada noche al recordar ese 14 de mayo, cuando mataron a toda su familia. Comienza a llorar. Sus compañeras la abrazan. “Vamos a seguir luchando por usted”, le dicen. Todos se conmueven. Pero el portón, único testigo del Arzobispado, no se conmueve.
“¿Cuál es el miedo que les tienen?”
Son las 11 de la mañana, y ya han llegado varias personas que quieren entrar al Arzobispado, uno se van, otros esperan. “Avisen que va a estar cerrado, porque después a mí me generan problemas”, le grita el mensajero de la Ciudadela Don Bosco a la sombra. Se retira.
Desde adentro, la voz les increpa: “Quítense todos y vamos a dejar entrar a una sola persona para firmar la carta”. Las 15 mujeres sobrevivientes de la masacre del río Sumpul se replegaron de a poco en la cera del frente. Lo importante era que recibieran la carta, no que todos estuvieran ahí.
Aquella mujer bajita, que roza los 40 años, está parada frente a la puerta. Ella sola, desde el otro lado de la calle, todos animándola, todos con la esperanza en los ojos, todos con el “Cristo en la boca”. La líder que lleva las cartas se le acerca para darle ánimos. Se queda en una esquina. Inclina la cabeza y ora: “Señor, ya hemos llegado tan lejos, por favor que vengan a abrir la puerta, Señor, por favor que abran la puerta”, clama a Dios mientras los ojos se le hacen agua. Llora.
La figura de aquella mujer sola parada frente al enorme portón negro es desoladora. Y el portón no se mueve. Pasan 5, 10, 15 minutos y el portón no se mueve. El padre que dijo que le iba a tomar la carta y le iba a firmar otra de recibido no se acerca. No la recibe. Sin embargo, ella no se mueve, sigue al pie del cañón.
Desde la otra calle, le gritan: “Esperemos hasta las 11:30, si no vámonos”. Ella asiente.
A los pocos minutos, se estaciona una camioneta, bajan dos mujeres robustas. Van a recoger unos documentos, se acercan al portón. Y la consigna es la misma. No las dejan entrar tampoco. “No sé cuál es el miedo que les tienen, por Dios, si no van a hacer nada”, dice indignada. Se queda esperando.
A la mujer bajita, sobreviviente del Sumpul, no le abren la puerta. Se cumplen las 11:35. Ya no le abrieron, no le abrirán. Esperó media hora frente a la puerta, porque un padre le prometió que le tomaría la carta. Nunca lo hizo.
El dolor en el estómago apareció. Aquellas mujeres que aún con el cielo negro azabache salieron de sus tierras para venir a la capital y entregar una carta ya no lograron su cometido. Decepcionadas, abocaban al papa Francisco, a monseñor Romero. “Esos sí son enviados de Dios, están con los pobres, este monseñor es el diablo”, decían.
Se fueron subiendo al microbús azul, despacio, con el dolor a cuestas, con las tripas hechas un nudo. Tocarán otras puertas, eso es seguro. Pero mientras tanto el viaje de regreso a Chalatenango será amargo, sabrá a pura pena.
El motor encendió y se fueron. A las 11:50, ya no había rastro de que las mujeres hubiesen estado ahí. Se acercaron unas 20 personas que estaban esperando que abrieran para recibir los servicios administrativos de la Iglesia. Abrieron una pequeña puerta, y uno a uno fueron entrando. Todos a cumplir un trámite administrativo, menos las sobrevivientes del Sumpul que solo iban a dejar una carta.
Nosotros tampoco pudimos entrar. “La prensa no entra”, nos dijeron cuando lo intentamos. Queríamos ver qué tipos de archivos estaban, visitar las nuevas oficinas, hablar con los nuevos encargados, pero nosotros también encontramos puertas cerradas.
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