Son las cuatro de la mañana en la costa de la playa El Monzón, en Sonsonate. El cielo es negro azabache, el ruido arrullador de las olas ha recibido a los primeros pescadores que cada madrugada van en esta zona a recolectar cangrejos, camarones, las delicias del mar. Otros recolectan las botellas que flotan en la bocanada. Estas las venden y de paso se limpia el lugar.
Esa madrugada se levantó más tarde que los días en que va a pescar. Un día antes había salido a trabajar, por eso yacían en el patio frontal de su casa unas trampas de cangrejos y en la mesa una canasta plástica resguardaba unos cangrejos frescos.
Para comida no hacía falta. Esa madrugada Ada decidió no ir a cangrejear. Su hija mayor Astrid de 17 años, Alison de tres años y Alberto, de dos. Los tres dormían esa noche. Ella era madre y sustento de los tres.
Sus pequeños aún dormían en la cama que los cuatro compartían en aquel rancho de ramadas de tres por cinco metros, cuando Ada tomó en sus brazos a Alison y Alberto. Dormitaban los bebés en sus hombros, y en la oscuridad profunda de aquella madrugada de lunes ella se asomó al corredor terroso de su casa.
La decisión dio vueltas en su cabeza, los porqués, las excusas, los momentos, los rostros de la familia. Todo, absolutamente todo pasó en segundos por su cabeza. Pese a eso, ella tomó una decisión.
Sin pensarlo más, con sus hijos en brazos, atravesó el cerco de su casa del lado derecho, justo el que colinda con el manglar. A esa hora, la marea ha subido lo suficiente como para que el agua acaricie su casa. Sus pies de inmediato sintieron el impacto de aquella agua fría. Avanzó unos pocos centímetros, y el agua pronto llegó a la chimpinilla.
A cada paso firme, el fango del suelo hacía más difícil mantenerse de pie. Pero continuaba. Había algo, una fuerza superior que la hacía avanzar. A unos 15 metros de su casa, el agua le llegaba a los muslos y continuaba. A lo lejos veía unas lanchas flotar, bailar entre el vaivén que provocan sus pasos adentrándose en el ramal.
Cada vez es más difícil mantenerse en pie. Se tambalea. Los niños comienzan a inquietarse. Sigue decidida frente a la inmensidad. El mar los abraza. Se pierden, se van. Tres vidas terminan entre aquel manglar.
En capilla ardiente
Doña Ángela, la madre de Ada, está sentada en una banca de madera frente a dos ataúdes: uno gris donde descansa su hija, y uno blanco, pequeño, donde está el pequeño Alberto. La señora, sesentona, llora viendo hacia el vacío buscando respuestas, buscando razones. “No sé qué pudo llevarla a la muy ingrata a hacer esto”, solloza.
La capilla ardiente improvisada en el corredor de doña Ángela está abarrotada por decena de familiares y amigos aún incrédulos, aún absortos. Tres miembros de la familia Ortiz se han ido, y el suicidio ha empañado aquel ranchito de playa.
La madre de Ada vive frente a aquella morada que dejó su hija aquella madrugada fatal. Recuerda que la tarde antes de suicidarse. Los niños jugaban en el corredor de su casa, ella los veía con ternura. Ada llegó y ambas descansaron en la misma banca donde ahora ella llora desconsolada.
Recuerda que le preguntó por el padre de sus hijos. Ella solo dijo que de eso no le gustaba hablar. Hubo un largo silencio. Muchos de los conocidos dicen que el abandono del padre de sus hijos la tenía en vilo. El joven la dejó hace unos dos años, cuando aún estaba embarazada de Alberto. Él se fue a trabajar a San Salvador y le dejó una promesa escrita piedra: “Volveré y los llevaré conmigo a San Salvador”. Nunca lo cumplió.
Doña Ángela cuenta que su hija mantenía contacto con el joven. “Se veían por Facebook. A ella eso le alegraba”, recuerda. A pesar de eso, no le ayudaba, no le mandaba ni un cinco. “No es cierto que estuviera mal económicamente. Acá nosotros le ayudábamos, además siempre fue emprendedora”, dice.
Vivían de la pesca, de las bondades del mar. Incluso, menciona que hace unos años Ada vendía yuca frita y pastelitos en las afueras de su casa. No le iba tan mal, pero tuvo que dejarlo por problemas con los vecinos. A pesar de eso, la comida nunca le faltaba. “Mi hijo vive a la par de la casa de ella y tiene tienda. Él le facilitaba arroz y frijoles. Tal vez no eran las condiciones ideales, pero sí tenía para vivir”, comenta.
“No creo que haya sido desamor, no creo que haya sido lo económico, no sé qué pudo ser”, reitera. Se levanta de la banca y camina hacia la cocina a ofrecerle almuerzo a todos los dolientes. Aquel olor a sopa de pollo se riega por el rancho y el calor azota como lo hace siempre en aquella playa.
Mauricio, el primo de Ada, devora la sopa como quien no ha comido en días. Se asoma a la puerta de bejucos y anuncia que en aquel largo pasaje de tierra viene entrando un pick up negro. Es de su hermano y trae en la cama del vehículo un ataúd mediano, con el cadáver de Alison, la otra hija de Ada, quien fue encontrada hasta ayer apilada entre basura y ramas en plena bocanada, casi 15 horas después de que su madre fuera encontrada.
La cuarta fue la vencida
Los vecinos y sus familiares recuerdan a Ada como una mujer sonriente, vivaz. “Le encantaba cantar y bailar. Siempre andaba cantando”, recuerda su mamá. Pero no siempre fue tan alegre. Ada ya había intentado suicidarse unas tres veces, además de haber intentado asesinar a sus hijos. “La primera vez fue con un cuchillo, después puso tres lazos colgados, la tercera fue cuando se los quiso llevar a un peñasco alto y la lograron detener. Esta vez ya no se pudo”, cuenta.
En ese entonces Ada vivía en Sonsonate, lejos de la zona, pero con el esfuerzo de la familia lograron llevársela cerca de donde doña Ángela, le pusieron un rancho y la mantenían vigilada. “Incluso le queríamos quitar a los niños. Es que oía voces, para mí que era el mismísimo Satanás. Le decían que se matara”, recuerda.
A pesar de que Ada estaba a tan pocos metros de su madre, y de su padre que vive unas casas más adelante. No pudieron hacer nada. Nunca quiso buscar ayuda, porque no les parecía nada serio. La unidad de salud no está tan lejos, en plena calle principal de Metalío. Sin embargo, no había mucho que hacer, nadie le prestó atención a esto. Nadie pensó que un día lo lograría. A nadie se le prendió la alarma para salvar a Ada y sus hijos.
Cualquier psiquiatra que la hubiese evaluado hubiera diagnosticado esquizofrenia. Oír voces es uno de los síntomas clave de esta enfermedad, que no se cura, pero se controla.
Mientras tanto, la familia Ortiz este martes veló y enterró a tres miembros. La casa de Ada tiene su cama tendida, sus platos ordenados y lavados, la ropita de sus hijos doblada y todo seguirá como si nada en esta playa donde ser madre soltera, y velar por varios hijos es el pan de cada día.