El Salvador
martes 5 de noviembre de 2024

EL ÁNGEL Y PATRÓN DE LOS ESCUADRONES DE LA MUERTE EN EL SALVADOR

por Redacción


Hasta los funcionarios de la embajada de los Estados Unidos en El Salvador sabían que Randy Capister, jefe de operaciones de la CIA en Centroamérica, era violento y tenía que cumplir un trabajo especial para desaparecer “comunistas”.

Desde que puso un pie aquí, sabía cuál era su misión: crear, fortalecer y madurar un camino para que los escuadrones de la muerte cumplieran su misión en una guerra sucia que él conocía muy bien.

Todo eso podía incluir que a una mujer la colgaran desnuda del cielo raso, o pusiera a cualquiera a comer pájaros muertos. El secreto era golpear la mente al máximo.

También podía incluir que se jugara con el cerebro de las personas, aunque se preguntara una estupidez. Para  él, lo importante era conocer a las personas por las respuestas, aunque los manuales dijeran que, en ejercicios de inteligencia, a las personas se les conoce por lo que preguntan, no por lo que contestan.

Capister estaba tan espectacularmente diseñado para influenciar una estructura de escuadrones de la muerte que, aunque desconfiaba de los militares salvadoreños, escuchaba a cualquiera de ellos, durante un minuto y sabía lo que querían. Luego los manipulaba y les ofrecía lo que ellos desearan. Estaban en sus manos.

Y a quienes le ayudaban a interrogar a supuestos guerrilleros, colaboradores de la guerrilla, a “soplones” y hasta “orejas”, les decía que las mujeres solo graban en el cerebro el saludo de una llamada telefónica y lo último de la conversación. Al menos eso era lo que creía o le enseñaron.

Esta no es mi guerra

Cuando amanecía de buen humor porque los resultados de sus tareas eran buenas, Randy Capister siempre cantaba: «esta no es mi guerra Rambo…Esta no es mi guerra”.

Y luego se marchaba de su casa y tomaba el camino hacia el aeropuerto de Ilopango donde siempre tenía un helicóptero a sus órdenes.

Al helicóptero lo cuidaba como niño recién nacido, porque sabía que, en muchas ocasiones, su vida dependía de la fortaleza de ese aparato.

Muchos veían a Randy Capister caminando por la grama del aeropuerto de Ilopango, junto con su lugarteniente y el hombre a quien le confiaba sus mayores secretos: Oscar Peraza Rodríguez, un militar salvadoreño que reclutó a los 17 años (originario de San Juan Nonualco, La Paz),  y a quien  transformó en un sobresaliente miembro de las Fuerzas Especiales de la Fuerza Aérea Salvadoreña.

Peraza era su lazarillo en El Salvador. Dicen que se convirtió no sólo en su mentor sino que le enseñó todas las artes que se necesitan para sobrevivir en la guerra, incluidos contactos con el “bajo mundo” salvadoreño.

Además, Peraza lo ayudaba a interpretar la realidad menuda de los salvadoreños. Aquello que el ojo propio no podía captar.

Cazar “comunistas”, guerrilleros o colaboradores de éstos en esa época no era difícil para las estructuras que influenciaba Capister y los pocos hombres que tenía a su lado.

Lo primero que se hacía, al igual que en Vietnam, era que en cada pasaje de cada colonia, al igual que en cada pueblo y caserío, se buscaban informantes u “orejas”.

A todos esos soplones se les pagaba o  entregaba diferentes tipos de regalías.

Los informes sobre las personas se los entregaban a militares designados quienes, a su vez, los reenviaban a los encargados de tareas de inteligencia de cada cuartel o comandancia de zona.

Cuando se tomaba la decisión de torturar o asesinar a una persona, entonces se pasaba la orden a las diferentes “patrullas de cacería” compuestas por hombres plenamente entrenados para capturar y asesinar sin ningún escrúpulo.

Las iglesias, centros de oración, haciendas grandes y caseríos no se escapaban de la lista de sitios que eran estrechamente vigilados.

Los “cazadores” componían una suerte de unidad móvil que siempre era coordinada por algún mando departamental y hasta nacional.

No a todo capturado se le daba el mismo tratamiento: si la persona era dirigente o poseía algún liderazgo “se le torturaba para que quemara a los demás”.

A algunos de esos líderes se les transportaba, en vehículos, con las manos atadas y los ojos vendados, hasta las orillas del Lago de Ilopango.

Una vez ahí, colocaban a los secuestrados en lanchas Zodiac inflables y de color negro, y los transportaban hasta la isla “Los Patos” del lago de Ilopango.

En esa isla se tenían grandes tiendas de campaña militares. Ahí torturaban a los secuestrados a su antojo. La ventaja para los torturadores es que ahí nadie escuchaba los gritos de sus víctimas.

Una vez que se les sacaba la información, los torturadores asesinaban a los secuestrados y lanzaban los cuerpos al lago o los botaban en cualquier lugar.