Teresa Andrade, cronista de Diario 1, vivió varios días en Quezaltepeque. No es originaria ni habita en ese municipio. A ella se le pidió que narrara cómo se vive en un sitio donde existe una tregua pactada entre pandillas. Pero, se le pidió algo más: que le tomara el pulso a una ciudad donde no sabíamos si se cree o no en esa tregua. Esto es lo que nos contó:
–Te bajás hijueputa o te tronamos aquí mismo –grita uno de los dos pandilleros cubierto con una gorra azul, mientras empuña una semiautomática negra, brillante, mortal.
La amenaza sobresalta a todos los usuarios del microbús, aunque es Carlos –un joven no mayor a los 18 años– el único destinatario de la afrenta.
Suena un celular en el último asiento del microbús. Una vez, dos veces, tres; nadie responde. Se repite el sonido del teléfono, que termina confundiéndose con los gritos del segundo de los pandilleros que ha tomado por asalto el vehículo.
– ¡Contestá el teléfono hombre! Si aquí la cosa no es con vos ni con nadie más. Nosotros ya tenemos una misión: matar a este hijueputa (a Carlos) –vocifera.
–No les vamos a robar los celulares ¡contesten! –insiste el segundo de los mareros al tiempo de ordenar a Carlos: – ¡Bajate ya hijueputa!
Aquella tarde calurosa, el sudor en las espaldas de los pasajeros –que viajaban desde San Salvador hacia Quezaltepeque– se enfrió de inmediato.
Cómo podría imaginar Carlos que al salir de la universidad se sentaría en primera fila, y unos 30 minutos más tarde dos tipos, a punta de pistola, desviarían el transporte y lo harían perderse entre cañales para bajarlo, secuestrarlo y, posteriormente, matarlo.
–Si yo no tengo nada que ver con ustedes. Yo no soy de ninguna mara– afirma Carlos con la voz entrecortada.
–Sí, hombre, no es al que buscan. Este muchacho no es marero, es el hijo del profesor, no anda metido en nada. Déjenlo– grita una señora desde lo más profundo del microbús.
–Sí, ustedes se han equivocado, no es él. Este muchacho de estudiar viene, no es marero, déjennos ir – explica un hombre desde los primeros asientos.
La repetida consigna de “no es al que buscan”, por suerte, logró calar en los victimarios y se demostró cuando aquella semiautomática negra comenzó a tambalearse.
–Ajá, hijueputa, enseñá esa mierda –dice uno de los pandilleros mientras le arranca la mochila de las manos a Carlos.
Cuadernos, más cuadernos, un libro, lapiceros, un suéter, una libreta… nada es revelador.
–No hay nada maje, llamale a aquel –grita el de la gorra aún encañonando al joven.
Un par de llamadas desde un celular hacia un centro penal comprueba el veredicto: inocente. Los líderes rectificaron y, en esta ocasión, Carlos ha tenido suerte. La terrible confusión lo puso al borde de la muerte y esa tarde de julio se salvó de morir embarrado entre los cañales de la carretera hacia Quezaltepeque.
Este tipo de hostigamientos de los pandilleros contra los usuarios de microbuses no es nuevo. El modus operandi siempre es el mismo: desvían un microbús pirata, los adentran en los cañales y, en el mejor de los casos, solo asaltan a los pasajeros; en el peor, hasta ataques sexuales, secuestros, asesinatos.
Por eso, mientras la pasajera que iba a mi lado trataba de entretener mi viaje desde San Salvador hacia Quezaltepeque con esta historia, cuando ambas viajábamos en un microbús pirata gris, algo me decía que estaba entrando en terreno peligroso.
Pocos días habían pasado desde que ocurrió ese hecho, me asegura aquella señora de unos cuarenta y tantos, y con más de dos décadas de vivir en la zona. Me hice a la idea de que recorríamos el mismo camino que Carlos unos quince días atrás, en la primera semana de julio, cuando un repunte en los homicidios ocurridos en el país hizo tambalear la tregua entre pandillas.
Pensé que Carlos hubiese sido un muerto más en esos seis fatídicos días en que casi un centenar de asesinatos disparó la alerta en las recientemente nombradas autoridades de seguridad. Fueron días intensos, días “graves”, como los describió en su momento el director del Instituto de Medicina Legal.
Y no es para menos, en los tres primeros días de este caluroso mes de julio, los homicidios también subieron la temperatura registrando un promedio de 16 diarios. Fueron noticias terribles para todos, sobre todo, porque ya nos habíamos acostumbrado a los apenas cinco muertos diarios desde hacía 15 meses, cuando un pacto entre las principales pandillas menguó los asesinatos entre sí.
Mi compañera de viaje da gracias a Dios que Carlos, el hijo del profesor, no muriera ese día y no engrosara esa lista en tiempos difíciles. “La verdad es que esos días si se puso yuca la cosa, montón de muertos que hubo”, dice sin mucha preocupación.
“¿No le da miedo?”, le pregunto. “Nombre, si nosotros venimos de donde asustan, esto no es nada a como hemos estado”, enfatiza con una sonrisa, dos cuadras antes de bajarse en una de las primeras calles de Quezalte.
La falta de tatuajes en los pandilleros hace más difícil su identificación para las autoridades.FOTO D1: Arturo Silva
El cerro del quetzal
Desde cualquier punto de la capital, uno convive a diario con el volcán de San Salvador, erguido como un guardián en medio de la ciudad. Al rodear este macizo montañoso, en el norte del departamento de La Libertad, a apenas 25 kilómetros desde el punto cero del país, Quezaltepeque se extiende con el recuerdo de lo que alguna vez fue una población pipil. De ahí su nombre, que significa “el cerro del quetzal”.
Desde que la prolongación del bulevar Constitución fue una realidad, ir a Quezaltepeque es una cuestión de minutos. Para los quezaltecos, gracias a los microbuses piratas, y posteriormente gracias a los permisos que le dieron a la ruta 109 para transitar por esta vía, el viaje se facilitó mucho más. En menos de 40 minutos, Quezaltepeque le da la bienvenida a uno.
Con 125.38 kilómetros cuadrados, casi duplica la extensión territorial de San Salvador. Entre un pueblo-ciudad en el casco urbano, con la combinación de una gran área rural en la periferia, así se extiende este municipio donde habitan unas 57,000 personas.
El valle de Quezaltepeque, caracterizado por su alta temperatura, en los últimos años se ha destacado por los altos índices de criminalidad. Sin embargo, desde finales de enero de este año, como parte de la segunda fase de la tregua entre pandillas fue nombrado “municipio libre de violencia”, en un acto público con bombos y platillos. Eso es lo que nos trae a este pueblo.
Me bajo del microbús pirata gris en el parque Norberto Morán, la plaza central. Me sorprende la limpieza de lugar. Recorro la zona. Las distintas tonalidades de sus áreas verdes contrastan con el kiosco central y la pintura azul de las bancas de cemento y sus arriates metálicos.
Tres canchas se dibujan, y lugareños deambulan de aquí para allá, otros descansan en las bancas, platican, departen, se relajan. Unos más, en grupo, se sientan a jugar cartas, damas, a disfrutar de los juegos de mesa. Algunos vendedores ofrecen a los transeúntes minutas, panes mataniños, sorbetes; todos son personajes típicos de un parque salvadoreño.
A un costado, se observa un pupusódromo, donde los quezaltecos pueden disfrutar no solo del principal plato típico salvadoreño, sino también de las delicias de los comedores o de un buen café gourmet a media tarde. Frente a este, se encuentra el Centro Escolar José Dolores Larreynaga, donde estudió el escritor quezalteco José Rutilio Quezada, autor del famoso libro “La última guinda”.
A pocos metros al norte del parque, se encuentra la parroquia Nuestra Señora Reina de Los Mártires, la segunda más importante de la zona. Frente a ella, don Rogelio me cuenta la historia del cambio de nombre de la iglesia en 2009.
Este mismo escenario sirvió para realizar un evento que fue un parte aguas en esta comunidad. Casi al final de la tarde del 31 de enero de este año, bajo un soleado cielo, las autoridades de Seguridad, junto a los mediadores de la tregua entre pandillas y algunos miembros de maras declararon a Quezaltepeque “municipio libre de violencia”.
La declaratoria fue histórica. Fue apenas la tercera ciudad en denominarse de esta manera, y aunque sonó bastante esperanzador para los quezaltecos que miraron al otrora ministro de Seguridad, David Munguía Payés, dar un discurso frente a la misma parroquia en que don Rogelio y yo hablamos de esto, sería de verlo en la práctica.
Y había muchas razones para dudar de la efectividad de la medida. A pesar de que ya se tenían 14 meses desde que se acordó la tregua entre las dos principales pandillas, aún se veían vestigios de lo que Quezalte ha representado en los últimos años, uno de los municipios más violentos del país y que en 2011 –justo antes de iniciar la tregua– esta tierra vio morir de forma violenta a 63 salvadoreños.
Don Rogelio anduvo por aquí ese día que las autoridades vinieron. Ese día que le dio esperanza a este pueblo. Don Rogelio les dio el beneficio de la duda, ahora no se cree tanto el espectáculo, la firma, los aplausos. Hay cosas que cuesta que cambien, y a la hermana de don Rogelio semanalmente le toca cortar raja de su pequeña tienda para pagar la renta a los pandilleros de la zona. “Eso sí que no ha cambiado”, dice vigoroso.
Ese es el sentir de toda una comunidad, de todo un pueblo que a diario ya no ve morir a sus hermanos, a sus vecinos, a sus conocidos, pero convergen en situaciones de violencia contantemente. Aquel día que pareció asomarse una luz al final del túnel, sigue siendo solo una duda.
Muchos de los quezaltecos que conocí ven con desdén el proceso de tregua, pocos se creyeron el espectáculo. Es que vivir en paz va más allá de la ausencia de asesinatos.
Los vecinos incómodos
Caminamos con don Rogelio por la plazuela que se forma frente a la iglesia, a pocos metros de ahí –recuerda– la Semana Santa de este año les dejó un mal sabor de boca.
Por muchos años, las dos pandillas más grandes del país la Mara Salvatrucha (MS-13) y la Mara 18 habían dividido a Quezaltepeque en dos, la zona norte les pertenecía a unos y la sur a otros. Los separaba una avenida, justo en medio del casco urbano: la calle de la muerte, esta definía el territorio en el que se estaba. Así pasaron los años. Hasta ese día.
Don Rogelio cuenta –un tanto compungido, un tanto perturbado– que aquella tarde de marzo fue espeluznante para muchos.
Las tradicionales alfombras de Semana Santa engalanan los pueblos cada Viernes Santo. Quezalte no fue la excepción. Sin embargo, en esta ocasión tuvo un toque diferente. “Todos los mareros se habían unido, no nos imaginábamos que eran tantos, pero todos los de la MS y la 18 se unieron para hacer una alfombra”, relata don Rogelio.
El parque central fue el escenario y al ritmo del hip-hop y rap saliendo de sus aparatos de sonido, los pandilleros decidieron unirse a esta antigua tradición todos juntos. El pánico corrió rápido. “Ese Viernes Santo nos dejó a todos helados. Aquí siempre ha habido pandillas, pero se escondían. Ahí nos dimos cuenta de que estamos cundidos de mareros”, reitera.
Ese día para todos fue claro. No solo la tregua había hecho que la calle que los dividía se desvaneciera, sino que se habían convertido en una sola masa, un solo movimiento, un solo objetivo: dejar de matar sin dejar de delinquir. Eso nunca estuvo en juego, el trato fue solo dejar de matarse entre sí.
Quezaltepeque es un pueblo vivo, sus calles, sus ventas, su gente camina con el ritmo de la música, los perifoneos y las ofertas al “dos por uno” en sus vitrinas. El comercio es impresionante, conforme uno se acerca al mercado los ofrecimientos son cada vez más variados, desde la tienda, el almacén o el vendedor ambulante, todos ofrecen algo al transeúnte.
Así, en ese vaivén, uno sortea a las personas y a las mercaderías. Aquí nada se detiene. Conforme camino me acerco a una pupusería en plena acera. Me siento. Los comensales compartimos la mesa. Conversamos.
Hablamos del clima, del hijo de fulanita de tal, pero de violencia nada, de pandillas nada, de la tregua nada, de extorsiones menos. Un velo parece cubrir su rostro. ¿Cómo que están las cosas más tranquilas ahora?, pregunto. “Sí usted, si aquí siempre ha sido tranquilo”, afirma una mujer treintañera a mi lado.
Más tarde, me acerco a un comerciante. Repito la pregunta: ¿Cómo que están las cosas más tranquilas ahora? Lo piensa. “Sí, las cosas están más tranquilas porque dicen que no hay muertos pero siempre está fregada la cosa”, asegura. Intento ahondar más en su respuesta, lo cuestiono. “Cada negocio que funciona aquí paga renta o le han intentado poner renta”, enfatiza y ahí termina la cosa. Ya no habla más del tema. El clima vuelve a ser el protagonista de la plática.
Me comenta alguien más que incluso el alquiler de algunos locales se hace imposible porque los lugareños ya saben que le les tocará azotar una tajada para las pandillas de la zona.
Otros, sin embargo, siguen su trabajo en el día a día. Quezalte no se detiene, no se ralentiza. Decenas de negocios aparecen de repente, unos se quedan, otros se van, pero la inversión continúa. Es el caso de María, una estilista, que tiene más de cinco años con su salón de belleza en el centro. ¿Cómo hace? La explicación es sencilla: “Es que siempre hay que seguir para delante”, me comenta. Y no solo eso, incluso a veces hay que “hacerse del ojo pacho”.
El día en que todo se tambaleó
Doña Marta se asoma a la ventana del microbús de la ruta 109. Suspira. Decenas de militares y policías acordonan el parque central de Quezaltepeque: el barullo, el tumulto, la punzada en el estómago.
La mañana de ese viernes, unas pocas horas antes de que doña Marta pasara por ahí y su estómago se volviera aguadito, decenas de estudiantes y maestros participaban en una actividad ahí y varios delegados del Tribunal Supremo Electoral se disponían a hacer un trabajo en la zona.
Entre aquel berenjenal, un disparo, dos disparos, tres disparos, uno más, le sigue otro. Suman 12. La multitud se disgrega, se esconde. Llegó el silencio, se quedó el miedo, regresó la sombra. Un muchacho, un trabajador de mototaxi, quedó tendido a un lado del parque.
Por eso el barullo, por eso las botas militares y policiales hicieron temblar a doña Marta cuando regresaba a casa, cuando vio calles vacías, canchas solitarias, el mercado desierto. Uno se puede imaginar lo peor.
Llegó a casa solo a vomitar, el miedo fue demasiado, pero su familia estaba bien, me confirma doña Marta mientras compartimos una minuta de limón sentadas en el kiosco del mismo parque donde se le revolvió el estómago.
En ese momento, en cada hogar de Quezalte, la situación era parecida. Ese mismo día, un muerto más. De hecho, en apenas cuatro días había habido cinco asesinatos. Ese viernes en particular, la cosa estalló. Se regaron los rumores por doquier. En las tiendas, en el mercado, por todos lados se decía que Quezaltepeque estaba en toque de queda por las pandillas. Por eso, doña Marta había recordado ese olor a muerte y su cuerpo no lo soportó.
“Todo mundo comentaba del toque de queda, no sabíamos si era cierto, pero era mejor evitar. No salimos para nada”, confiesa don Saúl, un minutero de larga tradición del parque central. Y así fue, cientos de familias decidieron replegarse a sus hogares.
Fue tanta la conmoción –asegura don Saúl y doña Marta– que algunas instituciones educativas suspendieron las clases esa tarde. La pregunta era la misma en todos los hogares quezaltecos: ¿qué pasó con la tregua y el “municipio libre de violencia”?
Quezalte solo era el microcosmos de lo que sucedió en esa primera semana del mes de julio en todo en el país. Solo era una ficha de dominó más en la cadena de sucesos que arrastraron a ese repunte en los homicidios, ese que hizo tambalear el acuerdo entre ambas pandillas con el respaldo del Gobierno.
Casi un centenar de asesinatos hizo que las autoridades temblaran, se echaran la culpa y la preocupación ante la ruptura o el debilitamiento de la tregua hizo a todos buscar explicación. Por un lado, se dijo que se debía a las tradicionales rencillas entre las maras; otros apuntaron debilidades más profundas en este proceso de tregua.
Muchos señalaron, entre ellos Raúl Mijango –uno de los principales mediadores con las pandillas– que una de las principales causas del alza de homicidios ocurrió pocas semanas atrás del repunte. Esto fue el descabezamiento del gabinete de Seguridad Pública, que había facilitado las condiciones de los máximos líderes de las pandillas en los penales para promover la pacificación.
Tanto Munguía Payés como el ex director de la Policía Francisco Salinas habían facilitado y defendido el proceso, pero la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia anuló en mayo pasado sus designaciones en los cargos por ser militares. Tuvieron que salir de la palestra.
El proceso siguió con las nuevas autoridades de Seguridad. Pero se llegó a asegurar que por las nuevas restricciones que el nuevo ministro de Seguridad, Ricardo Perdomo, les puso a los líderes de pandillas, estos volvieron a asesinarse entre sí. Esto disparó los índices diarios de homicidios, y hasta se registraron 24 asesinatos en un solo día. La tregua comenzó a tambalearse.
Mientras en las oficinas de Gobierno se disputaban las riendas de los caminos que tomaría la tregua, en las calles, en los barrios, y en este caso en Quezalte, la muerte volvía a rondar las puertas de los ciudadanos, que poco o nada podían hacer para calmar las aguas turbulentas de la negociación entre las pandillas.
Y desde todas las trincheras posibles las autoridades intentaban hacer algo para detener la situación. El alcalde quezalteco, Carlos Figueroa, también hizo lo suyo.
A pocos metros del casco urbano, en la calle hacia la Toma de Quezaltepeque, en una sala de té se cambiaría el rumo del municipio.
–Regálenos una Coca a todos –dijo un pandillero mientras se bajaba de un carro en el estacionamiento de la sala de té, junto a media docena más.
Eran los líderes de las pandillas, clamando por una bebida. La tarde era calurosa.
–No, ni mierda, yo no voy a servirles nada. Si van a consumir algo lo van a tener que pagar. Yo no voy a andar manteniendo a ningún marero –gritó envalentonada la encargada del local.
–Cálmese, denos las Cocas que el alcalde ya viene y él va a apagar todo –sentencia el pandillero con cierta calma.
Minutos después, el alcalde estaciona su automóvil. Inicia la negociación.
Los rumores de esta reunión entre el edil y las pandillas se esparcieron por toda la comunidad. Me cuenta Lisbeth, una joven veinteañera que viaja cada día a estudiar en una universidad de San Salvador, que sabe de buena fuente que en esta reunión se negoció la baja en la ola de asesinatos en la zona.
A pesar de las Coca-Colas, las reuniones y los compromisos, a un mes de esta negociación no se han detenido las extorsiones, ni los robos, y el mes de julio cerró con nueve muertos solo en este “municipio libre de violencia”.
La seguridad
A pocos metros de dos de las urbanizaciones más peligrosas (Los Girasoles y Las Palmas), en una esquina frente a un colegio católico y a pocas calles del mercado se encuentra la delegación de la PNC.
Es medio día, el calor carcome la piel, pero un viejo árbol de almendro da la suficiente sombra para resguardarse. En la acera de la delegación, hay decenas de mujeres que vienen a visitar a los capturados de las bartolinas, a ratos se confunden con las madres de familia que vienen a traer a sus hijos al colegio.
Un vendedor de panes mataniños centra la atención de varios agentes policiales que buscan algo que almorzar. Hablo con uno. El clima es el primer tema. Varios recovecos después y terminamos hablando de la violencia en la zona. “Si aquí la cosa está más tranquila, siempre toca andar ahí pendiente, pero es más tranquilo”, asegura el agente mientras saborea un pan caliente de carne.
En el día, la actividad en la zona cercana a la delegación es bastante. Por la noche, la situación es diferente. Las calles que atraviesan el lugar están cerradas, conos anaranjados impiden el paso vehicular. La explicación: “todos pensamos que cierran porque les da miedo que pasen ahí y los balaceen. A la gente risa le da, pero qué le vamos a hacer”, afirma una madre de familia antes de ir por su hijo al colegio.
El agente policial me asegura que es por seguridad que cierran las calles. Además, por las noches, la actividad se concentra en el patrullaje, confirma. Aunque en un pequeño recorrido nocturno que hice en automóvil por las principales arterias del casco urbano, la falta de agentes fue evidente, al igual que de miembros del ejército. “Quizá es por la lluvia”, me dice el motorista del vehículo, cuando apenas se dibujan unas gotas en el parabrisas.
En el día, los patrullajes son más constantes. Incluso, es más común ver a militares que a policías en la zona. “Yo viéndolos a ellos (militares) me siento más segura”, confirma una vendedora de paletas que descansa en el parque central.
¿Vivir sin violencia?
Me habían contado que a pocos metros del casco urbano se encuentra Los Girasoles, una urbanización que por años ha sido estigmatizada por los altos índices de criminalidad e incluso hasta muertes violentas han ocurrido en la zona.
Años atrás, cuando las pandillas no eran tan violentas ni sofisticadas, muchos vecinos de Los Girasoles fueron testigos de “los saltos” que hicieron muchos de los muchachos de la urbanización. Aquellas sendas golpizas que les propinaban al menos una decena de mareros les daban la bienvenida a los nuevos miembros.
Con los años, las pandillas se volvieron más cruentas, más organizadas, más violentas y los crímenes más desalmados. Ya no eran unos muchachos en las esquinas jugando a ser rebeldes porque en sus casas no los entendían. Las cosas habían cambiado.
Los Girasoles pronto vio morir a los viejos líderes de las pandillas de la zona, otros fueron llevados a prisión y así, de pronto, los caciques mareros se habían extinguido, solo quedaba una nueva generación: los hijos de los líderes.
Esta urbanización es solo una muestra del fenómeno pandilleril en varias zonas de Quezaltepeque. A apenas 300 metros se encuentra la delegación de la PNC del municipio, sin embargo, un “placazo” negro de una M y una S le dan la bienvenida a uno a Los Girasoles.
De hecho, solo entrar acá es un lío. “Es mejor ir con alguien de la zona”, me advirtieron varias veces. Y no solo eso es lo complejo, sino que además el transporte colectivo más popular de la zona tampoco se arriesga a adentrarse a esta colonia. Soy testigo de esta situación:
– ¿Me lleva a Los Girasoles? –pregunta una señora de unos cincuenta y tantos años a un veinteañero que conduce una mototaxi.
Él, quien lleva su transporte sin pasajero, le niega con la cabeza a esa señora algo cana que lleva las compras del supermercado hacia su casa. Ella ni se inmuta. No le extraña.
Diez minutos más tarde, el sol golpea su cabeza, el vapor del asfalto le saca un quejido. Pasan tres mototaxis. Ninguna accede a llevarla. Son unas ocho o nueve cuadras, casi un kilómetro, lo que debe sortear bajo el calor de medio día y el sol perforándole la piel. Mejor espera.
Hace un nuevo intento. Esta vez accede el motorista, con la condición de dejarla en la entrada de la colonia. Le tocará caminar unos 50 metros. No importa. Al fin y al cabo, la han acercado y pronto estará resguardada en su hogar.
¿Por qué no quieren entrar a Los Girasoles los conductores de las mototaxis?, le pregunto a doña Sonia, una señora cabizbaja a quien me presenta un contacto conocido en la colonia. “El problema son estos niños mareritos que andan en la zona. Aquí en la colonia es tranquilo, sobre todo en los primeros pasajes, pero allá abajo (en los últimos) sí ya no quieren entrar las mototaxis”, explica doña Sonia.
El mismo caso es en otras zonas de Quezalte, como El Chorizo, Las Palmas, Las Torres, entre otras, que se han considerado de alta peligrosidad. Sin embargo, sus habitantes sostienen que es un lugar tranquilo para vivir. “El problema es para los que visitan”, sostiene doña Sonia.
“El mayor problema es que los mototaxis no quieren entrar o que el agua (embotellada) no baja, pero de ahí, ellos no se meten con uno. Hacen sus cosas y ya, pero uno no se mete con ellos y ellos no se meten con nosotros”, reitera doña Sonia. Le pregunto si alguna vez ha sentido miedo. Y me dice: “Los que andan aquí molestando son niños, el menor tiene 18, qué miedo le vamos a tener si los hemos visto crecer”.
Otro de los grandes problemas que enfrentan los comercios en estas comunidades, donde los pandilleros dominan la zona es que los ruteros que abastecen de productos a las tiendas son constantemente acosados.
“Ahí tenemos que ir con un huacalito a recoger la mercadería en la entada de la colonia. Y si no qué hace uno, no podemos dejar de vender. Ni modo, qué se le va a hacer”, cuentan en una tienda. Ahí se dejan ver las filas una vez por semana, a veces dos, de mujeres con huacales yendo a traer mercadería.
“La verdad que el mayor problema es que estos niños se han quedado sin líderes, todos están en la cárcel, y como andan un poco dispersos friegan a todo el que pueden que visita la colonia”, explica don Miguel, un viejo habitante de la zona.
Debido a que las capturas no han cedido, las detenciones de los líderes son un común denominador en Quezalte. De ahí que los pandilleros que rondan los 12 y los 18 años ahora delinquen sin dirección, gracias al descabezamiento de la organización. Sin embargo, es desde las cárceles que se dan las directrices más importantes y generales de la pandilla. Para las pequeñas, tienen libre albedrío.
Es por eso que los asesinatos sí han bajado en la zona, porque ese fue el mandato desde los centros penales desde que se pactó la tregua entre pandillas. Y en colonias tan violentas como Los Girasoles también ha sido sensible la baja. En lo que va del año, no ha habido ningún homicidio en esa urbanización. El último asesinato que recuerdan fue hace unos dos años, un vecino, quien trabajaba en la alcaldía, en el tren de aseo.
Y es que en colonias como Los Girasoles, y en todo Quezalte, la tregua entre pandillas y el título de “municipio libre de violencia” solo les ha dejado la baja de asesinatos en la zona. Lo demás sigue a la orden día. Los acosos, los robos, los hurtos, los crímenes no han parado. “La violencia no se mide solo con muertos”, asegura don Miguel.
Así pasan la vida los habitantes de Quezaltepeque, sorteándole a la muerte, a los pandilleros, a la violencia, a ser confundido con otro, a la criminalidad que no baja, sorteándole al estigma de vivir en un municipio violento.
Incluso la alcaldía municipal está haciendo un esfuerzo para borrar este estigma, darle vuelta a la página y mirar hacia adelante. Es más, no es raro ver en vehículos de la municipalidad exponiendo su nuevo eslogan: “Quezaltepeque: cuna de la convivencia y la paz social”. A eso aspira esta ciudad, pero aún hay mucho tramo que cortar.
Mientras la ansiada paz llega, mientras la convivencia mejora, a los quezaltecos solo les queda esperar. Por ahora, Quezalte ya no se despierta contando muertos, pero la incertidumbre aún circula por sus calles. Solo el tiempo dirá si el espejismo del “municipio libre de violencia” se convierte en verdadera paz social.
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