“¡Perate!” fue el reclamo que se escuchó al fondo del salón donde se encontraban dos meseras, dos hombres pasados de los 40 y el jovencito que se quejaba.
El joven, no mayor a los 20 años, estaba de pie mientras uno de los hombres mayores permanecía sentado en una de las descoloridas bancas de madera que rodeaban una mesa en el mismo estado, con las típicas patas formadas en “x”.
Con la segunda expresión de “¡perate!” fue posible advertir lo que pasaba: el hombre sentado tocaba el trasero del delgaducho joven quien vestía un desgastado jeans y una camisa azul oscuro “tipo Polo”.
Una y otra vez, el hombre tocaba al joven frente a la mirada pasiva del resto del grupo.
En algún momento, el otro cuarentón dejó escapar una sonora carcajada –entre gozo y burla- por lo que hacía su colega al muchacho. Las meseras se limitaban a mirar y beber.
Con evidente malestar por los tocamientos y la torpeza a que lo sometía el alcohol, el joven logró moverse unos pasos hasta alcanzar la otra banca donde se sentó confiado. Error. El hombre mayor dejó de tocarle el trasero, pero comenzó con su genital.
El acoso fue incesante. Una, otra y otra vez, el cuarentón tocó al muchacho quien en esta ocasión no reaccionó molesto sino más bien complacido y por momentos hasta reía por lo que pasaba.
Llegó el punto, no obstante, que todo cansó. Como pudo, el joven abandonó su asiento disponiéndose a bailar con una de las meseras. Ella accedió contenta y se movieron al ritmo de una cumbia.
Mientras el baile seguía, los cuarentones pidieron más cervezas y más cigarros. El encargado de los tocamientos garantizó que hubiera bebida para el delgaducho, incluso le ofreció bebida mientras bailaba pero este prefirió continuar con su cigarro.
Terminada la pieza, el joven volvió a su asiento y aunque ya no hubo acoso físico resultó obvia la intención de darle más licor.
El muchacho bebió y bebió. Hubo un momento en que cayó casi desmayado sobre la mesa. Fue entonces cuando los hombres mayores cruzaron palabra con otro joven que permanecía solo en una mesa contigua.
Este segundo joven había visto todo. Resultó que los dos habían llegado juntos a ese bar, sin embargo, la labia de los mayores hizo que el más delgaducho se cambiara de mesa y abandonara a su amigo.
Con un gesto de cabeza, el segundo joven dejó claro que “no”, que no se iba con ellos pese a que su compañero estaba mal.
Con evidente solidaridad, el segundo joven se acercó a su amigo para persuadirle que se marcharan juntos, pero a esas alturas la razón ya no tenía cabida.
“La cuenta”, expresó uno de los hombres mayores a una de las meseras que departía con ellos y a los minutos ella volvió con uno de los típicos pedazos de “papel de empaque” donde se marcan con rayitas las cervezas ingeridas. Además de garabatos que indican cigarros y boquitas.
“Vaya esto sale”, dijo el mismo que había pedido la cuenta al delgaducho, quien sin dudar sacó la cartera de uno de los bolsillos traseros del pantalón y comenzó a contar billetes de cinco y diez dólares.
Fueron entre 60 y 70 dólares de consumo. El joven, aparte de acosado físicamente, era literalmente desplumado quizá de todo el dinero que cargaba esa noche.
Pagada la deuda, todo el grupo abandonó la mesa. Los cuarentones y el muchacho fueron al baño. Las meseras cambiaron de clientes. Apenas era la 1:00 de la mañana y sobraban hombres en el lugar dispuestos a invitarles cervezas a cambio de pláticas o baile. La veda de alcohol, a las 2:00 de la mañana, no existe.
El antro es pequeño. Ocupa una vieja casa de esquina sobre la 7a. Avenida Norte y 31a. Calle Poniente de la colonia Layco. Solo tiene una puerta de acceso y salida, lo que hizo posible apreciar la segunda parte entre los depredadores y su víctima de la noche.
Durante un lapsus, el joven pareció recordar con quién había llegado al bar y se separó de los cuarentones. Uno de ellos lo alcanzó y le tocó el hombro derecho. Le preguntó dónde iba y como respuesta solo se escuchó un balbuceo.
“No podés manejar. Estás muy bolo. Te vas conmigo en el carro y que mi amigo te lleve la moto”, se escuchó.
De nuevo, la labia de los viejos se impuso. Se escucharon sanos consejos para evitar complicaciones con la policía, que era mejor descansar antes de manejar la moto, que todo iba a estar bien.
El muchacho aceptó y salió tambaleándose del lugar. A unos metros estaba un “pick-up” gris, doble cabina, con vidrios polarizados. Por el tamaño y la pulcritud del vehículo se denotó que era de reciente fabricación.
Con mucha solidaridad, el joven fue ayudado a subir en la parte delantera del vehículo. Es más, uno de los hombres mayores entregó al muchacho una mochila negra y el casco de la moto que el joven había dejado en depósito con la cajera.
Apenas cerrada la puerta por donde subió el muchacho, se encendió el motor y el vehículo salió disparado. Luego, se escuchó el ruido de la moto que siguió la misma ruta del vehículo sobre la 29a. Calle Poniente, con dirección a la torre del hospital de Niños “Benjamín Bloom”.
“Fue como un secuestro exprés”, comentó uno de los clientes a dos amigos con quienes departía unas cervezas y habían visto el accionar de los depredadores.
Una de las meseras escuchó lo que el sujeto decía y con mucha tranquilidad le respondió: “Aquí pasa de todo…”