El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Las horas interminables

por Teresa Andrade


Desde que iniciaron las obras en el bulevar del Ejército, pasar por ahí es toda una odisea. Este es el relato de un viaje, de un lunes como cualquier otro en el que llegar al trabajo atravesando el bulevar del Ejército es la única misión.

Son las 6:30 de la mañana. Me escurro entre los trabajadores de la empresa Diana, una de las fábricas más grandes de Soyapango, que se arremolinan rápidamente para ingresar temprano a sus puestos de trabajo. Llego a una parada de buses. No está identificada como tal, sin embargo, una formación más ancha de la calle principal lo sugiere. Tiene la medida perfecta para que un autobús, incluso dos, se desvíen a la derecha del carril y se orillen a subir y bajar pasajeros.

Frente a mí, la calle se prolonga en un interminable laberinto de carros, buses, motocicletas, y de todo tipo de vehículo motorizado. La sensación de caos es apabullante. Este es el bulevar del Ejército Nacional en todo su esplendor. A esta altura, tres carriles van de oriente a occidente y dos van en sentido contrario. Los cinco carriles que a esta altura están habilitados se encuentran abarrotados.

A pesar del tumulto, las bocinas de los vehículos son las principales ausentes, usarlas no serviría de nada. Solo el rugir de los motores de distinta cilindrada es la melodía de este lunes que recién comienza a despabilarse. No hace mucho ha roto el alba y el sol comienza a mostrarse tierno, tímido, en el horizonte.

Desde donde estoy, la elección del autobús que tomaré es sencilla. En realidad, puede ser cualquiera. Por esta vía, corren decenas de rutas del transporte colectivo, el Viceministerio de Transporte (VMT) recoge en sus números que sobre esta capa asfáltica circulan unos 11 mil buses diarios, suficiente para volver esto un caos.

No importa desde qué punto del oriente haya salido, es muy probable que su transporte pase por acá. Desde lo más remoto a lo más cercano al lugar, como Ilopango, San Bartolo, Santa Lucía, San Martín, Cojutepeque, hasta San Miguel, todos desfilan irremediablemente por este corredor que en los últimos días se ha vuelto cada vez más famoso.

El tráfico en esta calle siempre ha sido un caos, pero en estos últimos días  ha sido insufrible, nada que envidiarle a los históricos embotellamientos de Beijing (China), la ciudad con el peor tráfico del mundo, donde tomarse tres horas para llegar al trabajo es lo más común.

Parece ser que nuestro país no está muy alejado de esta realidad. Desde que se iniciaron los trabajos de construcción en el bulevar del Ejército, miles de personas que atraviesan en vehículo por este lugar padecen todo tipo de incomodidades durante dos o tres horas, lo que puede durar todo el viaje para llegar a su trabajo en las mañanas o a sus hogares por las noches.

El tráfico es intenso en el bulevar del Ejército, atravesarlo es toda una odisea. Foto D1: Salvador Sagastizado

El tráfico es intenso en el bulevar del Ejército, atravesarlo es toda una odisea. Foto D1: Salvador Sagastizado

A unos 25 metros veo acercarse un bus rojo de la ruta 29-E. Desde las ventanas, se ven apretujadas decenas de personas que van de pie dentro del habitáculo de los pasajeros. Le hago parada y se detiene frente a mí. Subo la primera grada, subo la segunda, le pago al motorista y desde ahí ya no puedo avanzar más. Frente a mí hay una pasajera, bajita, cabello negro. Ella se queda estacionada en la máquina de caja única, yo desde las gradas comienzo mi viaje, mi odisea.

Las 40 personas que van de pie llevan al menos 20 minutos más que yo desde que iniciaron su viaje. Por lo general, estos buses se llenan al tope justo antes de salir de las colonias aledañas al punto de buses, en la Cima de San Bartolo, en Ilopango. Desde ahí, ya llevan un buen rato colgados y apretujándose entre sí.

Los “afortunados” que lograron un asiento, unas 50 personas más, dormitan con el arrullador movimiento del motor y, de vez en cuando, unos frenazos inesperados los abalanza hacia el frente. La mayoría de estos zombis urbanos despertó unas dos horas atrás, como mínimo, así que continuar con los sueños que dejaron en pausa puede ser la mejor opción.

Otros prefieren refugiarse en una buena lectura y unos más –a esta opción se suman muchos de los que van de pie– escapan de esos minutos interminables oyendo música, con un par de audífonos que cuelgan de sus orejas. “La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu”, dijo alguna vez el célebre escritor Miguel de Cervantes; y no hay nada mejor que aderezar un momento de aburrimiento y monotonía con nuestras melodías favoritas.

Todos tratan de escapar de esa realidad, esa  que avanza a cuenta gotas. Yo no puedo. El silencio en todo en vehículo es abrumador. A vuelta de rueda, el bus avanza lentísimo. A penas han pasado 15 minutos desde que dejé aquella acera. Con un poco de esfuerzo, me he acomodado en el pasamanos que está entre las gradas y el motor del bus. Voy casi sentada, pero  hago malabares para mantener el equilibrio. Todos estamos en la misma misión: no caer.

De pronto, un golpeteo insistente en mi espalda me saca un pequeño brinco. “Vaya, vaya, metámonos, tratemos de entrar”, me grita el motorista. La pasajera bajita, cabello negro, se apresura a meterse entre los recovecos que se forman entre un cuerpo y otro. Logra llegar a medio bus.

Mientras tanto, atravieso la máquina y el joven de la sudadera blanca me hace un pequeño espacio. En una batalla de poderes, logro posicionarme en la orilla, al final del barrote de hierro. Él continúa tarareando lo que sale de sus audífonos blancos.

Han pasado 20 minutos desde que comenzó mi viaje. Estamos acercándonos a la zona de Walmart, una de las paradas de buses con mayor concentración y movimiento del camino. Desde la ventanilla, veo a las cuadrillas de  trabajadores del Ministerio de Obras Públicas (MOP) que comienzan a reunirse en la zona. Algunos ríen, bromean, otros terminan de desayunar sentados en el suelo. Las máquinas descansan, pero pronto comenzarán la nueva jornada. Las obras no se han reiniciado, pero el caos es el mismo a toda hora.

Mientras tanto, todos los que vamos de pie nos enfilamos al mejor estilo de régimen militar. El bus avanza lento, la postura no ayuda mucho: brazos arriba en forma de “Y”, las manos sudan y se aferran con todas sus fuerzas al metal; las piernas abiertas, firmes. La idea es ir variando la pierna que llevará el soporte. A ratos la izquierda, a ratos la derecha. Ya duelen los talones.

El sol comienza a posarse en las cabezas de quienes duermen, de quienes cabecean sentados tratando de no molestar al vecino que acompaña su travesía. Por lo general, él también duerme. El reloj está a punto de rozar las siete de la mañana, por eso el clima es agradable, por eso no nos va tostando la cara y el calor no nos está quemando por dentro. Al menos eso alivia un poco el hacinamiento.

En Walmart, suben un par de pasajeros más y se incorporan al escenario. Continúa el camino, despacio, cada vez más despacio, parece que el tiempo se ha detenido, parece que nada avanza. Desde la ventana, dan ganas de apreciar a quienes edifican este nuevo sistema, ver, curiosear, fantasear que todo esto terminará cuando estas obras estén  finalizadas. Eso haría que esto valiera un poco la pena. Suspiro.

 

Se espera que estas obras transformen todo el sistema de transporte metropolitano.  Foto D1: Salvador Sagastizado

Se espera que estas obras transformen todo el sistema de transporte metropolitano. Foto D1: Salvador Sagastizado

Llevo más de media hora en esta típica posición de tortura medieval. Las rodillas comienzan a doler, las plantas de los pies están dormidas, las manos se entumecen, los brazos se cansan, tiemblan, se tensan, hacen fuerza para no caer. Los más de 40 compañeros de tortura rozamos ya los 50 minutos de pie, algunos un poco más. Se nota el cansancio en sus ojos; en las manos solo hay costumbre.

Son las 7:15 a. m. y estamos a pocos metros de Molinos de El Salvador (Molsa). Cualquiera diría que el final está cerca, pero aún falta un buen tramo por delante. Las cuadrillas han reanudado sus labores de este lunes, el estruendoso ruido del martillo hidráulico rompe aquel silencio apabullante.

En Molsa, el camino se bifurca. Unos van por detrás de la fábrica, otros delante de ella. Nosotros optamos por la segunda ruta. A pesar de que es un único carril, el tráfico es más fluido. Van 55 minutos de mi viaje, y la técnica de apoyarse primero en una pierna y luego en otra ya no me funciona. Las dos ya no aguantan. Mis brazos hormiguean.

Llegamos a donde se erguía pocos meses atrás el paso a desnivel que unía el bulevar del Ejército con el bulevar Arturo Castellanos. La escuadrilla del MOP trabaja arduamente. Las bases del nuevo paso a desnivel comienzan a vislumbrarse. Empezamos a avanzar un poco más frente a aquel talud de tierra que alguna vez fue la grama impecable de Molsa, pronto recuperará su característico verdor.

Ha pasado una hora ya, la incomodidad es cada vez mayor. Nos acercamos a la terminal de buses de oriente. Aquí hace una larga parada. Los pasajeros que van de pie se arremolinan en la puerta para bajar hechos un bólido. La destreza aquí es ser lo más rápido posible.

Si la suerte ha sido buena,  un asiento cercano queda libre, no dura ni dos microsegundos cuando el pobre pasajero, que ya ha ido parado más de una hora, deja caer su cuerpo, se frota las manos para aliviar lo rojo, lo entumecido y para que la sangre comience a circular con normalidad.

Yo no he tenido suerte. Sigo de pie y comienzo a desesperarme. En este punto, la bifurcación se une y la calle se convierte en dos carriles de nuevo. Ya casi vamos saliendo de lo caótico por las obras.

Pronto atravesamos el redondel del Reloj de Flores, y aparentemente todo ha terminado. Hemos dejado atrás 3.1 kilómetros que están siendo intervenidos para construir lo que se ha llamado el primer tramo del Sistema Integrado de Transporte del Área Metropolitana de San Salvador (SITRAMSS).

Desde aquí, empezamos la Alameda Juan Pablo II, que un par de semanas atrás ha comenzado a ser intervenida también por el SITRAMSS. Desde hoy,  parece ser que el suplicio será mayor. Las obras del segundo tramo han iniciado y esta arteria, que lleva este nombre en honor a la visita que realizó el papa a principio de los ochenta, está cerrada para ser remozada, aumentada y mejorada.

Por suerte, el bus en el que voy se incorpora a la 3.ª calle y comienza a atravesar el centro de San Salvador, el típico escenario de un tráfico mañanero. Unos más tendrán que continuar el suplicio en la Juan Pablo.

Para mí, la odisea es otra: superar el tráfico común y corriente de cualquier lunes. Sigo de pie, y gracias a que ya llevo una hora y 10 minutos así, ya el dolor es insoportable. Por suerte, muchos de los que sufrieron el martirio de ir parados ya han afianzado un puesto en los asientos.

La mañana comienza a entibiarse, el sol ya está en su apogeo. Faltan 15 minutos para las ocho, cuando por fin logro sentarme a la altura de la Universidad Tecnológica. Dejo caer mi cuerpo exhausto, por la fuerza, por la mala posición, por el madrugón. Y eso que aún me falta cumplir con toda mi jornada laboral.

Me bajo en Metrocentro. Me ha tomado una hora y 20 minutos llegar hasta acá y recorrer los 8.7 kilómetros que hay desde Diana hasta este centro comercial. En un día común y corriente, en carro, este mismo camino podría hacerse en 17 minutos, casi cinco veces menos tiempo de lo que hicimos. A pesar de que siento alivio, mi camino no termina ahí.

Para llegar a mi trabajo, aún me falta tomar un microbús y viajar entre 45 minutos a una hora, depende del tráfico. Pero esa es otra historia. La misma que padecen a diario todos los trabajadores que viven al oriente de San Salvador.

Van apenas tres meses de esta obra que durará siete, pero solo ha avanzado un 40%. Aún queda mucho suplicio por delante, aún quedan muchos tramos que cerrar, construir, reparar. Aún hacen faltan muchas horas interminables de pie tratando de atravesar el bulevar del Ejército.

Solo hay que esperar que todo este suplicio valga la pena, que todas estas incomodidades, al final, le regalen a los miles de trabajadores que transitan por ahí un poco de dignidad, un poco de calidad de vida.

Mientras espero el siguiente microbús que tomaré, a mi lado se para el mismo joven de sudadera blanca que me acompañó en el largo viaje. Le suena el celular y dice: “Sí vos, ya voy a llegar, es que vale verga esta trabazón. Ojalá de verdad sirva de algo toda esta paja que están armando, porque ya estoy harto. Pero bueno ya casi llego, vos, a tomar la 44 voy”.

Los trabajos avanzan con rapidez. Foto D1: Salvador Sagastizado

Los trabajos avanzan con rapidez. Foto D1: Salvador Sagastizado