Abstract: the past persists in the present thanks to the archives that sustain its inquiry. As democracy still resists freedom of information —by censoring and erasing archives— actuality accommodates the past to its own political interests. The artistic legacy of dictatorship offers a model to democratic nostalgia in its persistent cultural crisis.
0. Teoría
Mientras al lema «prohibido olvidar» le responda la censura de archivos, siempre existirá un enfrentamiento. El imperativo categórico de un precepto confronta el desprecio y el acto del poder que lo niega. El primero propone un ideal; el segundo, el obstáculo a su realización. Al mandamiento de erradicar el olvido se contrapone el de anular documentos para fundar la memoria en distorsión. La exigencia incita al debate dispar, ya que rechaza la supresión autoritaria de los documentos primarios. Pese a la negativa, hay un intento por restaurar su propia identidad en un pasado fidedigno.
Esta petición plantea un problema jurídico. Es obvio que la salvaguarda de los archivos implica una autoridad política, religiosa u otra. Los expedientes conservan un secreto. Este arcano sólo se les revela a los iniciados, en acto tradicional de género, a los hombres que alcanzan un prestigio académico, administrativo, político, religioso, etc. A las demás debe censurárseles el acceso al mi(ni)sterio. La revisión de los archivos plantea un problema de jerarquía social. Se trata de la prohibición legal a la libre consulta de la información. Heredera de la antigüedad, la democracia aún teme otorgarle a toda ciudadana esa apertura completa de los informes sobre el pasado. A menudo, la soberanía cuestiona la «intención» de lo subalterno por consultar el secreto.
Como hecho lingüístico elemental, el relato de la historia convoca la clásica distinción entre descripción y prescripción, a frontera fluida. Si la ingenuidad cree que la lengua describe el Mundo, la lingüística le recuerda un doble principio básico. No sólo el objeto y los actos los nombra el sujeto —sino a su pleno arbitrio— al menos según axiomas sociales que lo determinan (to sit down ≠ sentarse; to stand up ≠ pararse, salvo que el vector inglés (down, up…) equivalga al reflexivo (se) castellano). Los nombres no nombran las cosas ni los actos, sino la actitud y la potestad del sujeto ante ellas.
Además, al nombrarlas, las cosas y los hechos obtienen una aureola cultural que las recrea en lo social. Como acto del poder —»los declaro marido y mujer»; «lo/a declaro culpable», «el 16 de enero es día de las víctimas de la guerra», etc.— el nombre remite a la orden jurídica de la autoridad. Siempre se halla en juego quien recibe ese distintivo social de «Yo el Supremo», «The Speaker of the House», «Tlatoani», para nombrar los hechos según su voluntad. Su potestad decide cuáles archivos utilizar al hablar del pasado y cuáles nombres reciben los hechos.
2. Práctica
Este mes de enero de 2021, la censura cobra relevancia. No sólo se veta el acceso a los documentos de la guerra civil. Dicen —yo no lo sé— que también se suprimen archivos, en particular relevantes a las masacres más connotadas como la matanza de inocentes civiles en El Mozote. El pasado no existe en sí. Persiste en la memoria de quienes lo recrean y en la documentación selectiva que utilizan para justificar su vigencia actual. En la práctica, tal es el acto jurídico del idioma descrito en «0. Teoría».
Si la denegación por reconstruir los desastres de la guerra la refrenda el acto del poder administrativo —al suprimir archivos— ¡cuánto más se espera de acontecimientos anteriores! No en vano, al hablar del 32, casi siempre se ocultan los documentos de 1932. Para entender esta afirmación, es necesario enmarcar los connotados hechos de enero en los eventos que los encuadran, a saber: golpe de estado (1), revuelta (2), matanza (3) y «política de la cultura» (4). La omisión de ese marco señala el modo de apropiación del pasado en el presente. De nuevo, se trata de cuáles archivos se seleccionan —cuáles se ocultan— para resaltar los hechos del pretérito a conveniencia de la actualidad. He aquí el cuarteto anotado.
1) Golpe de estado en diciembre de 1931 y apoyo de revistas culturales como «Cypactly», «Repertorio Americano», y el aval de Alberto Masferrer en nombre del anti-imperialismo. Acaso Maximiliano Hernández Martínez sería el único gobernante con quien EEUU rompe relaciones diplomáticas. Su «reconocimiento» internacional lo reclama restaurar uno de sus «enemigos»: Alberto Guerra Trigueros en «Reconociendo el Reconocimiento» (1934 sin fuente citada, en «Poesía versus arte», 1998). A la espera de una antología de esos documentos y de otros faltantes en la lista.
2) Revuelta sin participación directa de la intelectualidad que el siglo XXI proclama como sus predecesores. En nombre de la izquierda, anula a sus verdaderos antecedentes, ya que no contribuyen a la alta jerarquía letrada, la única de renombre actual. Más allá de las figuras connotadas —F. Ama, A. Luna, F. Martí, M. Zapata, etc.— falta elaborar una biografía de otras personalidades, ante todo de las mujeres, a menudo sometidas al «derecho de pernada» (véase: «Boletín», junio de 1932).
3) Matanza y consciencia tardía de los hechos. Queda por quitarle la censura a los archivos eclesiásticos y al reconocido apoyo inmediato de las esferas intelectuales o, al menos, su silencio. Una de las pocas denuncias la expresa el costarricense Juan del Camino en el «Repertorio Americano», luego de avalar el golpe de estado en nombre del anti-imperialismo. Según el testimonio tardío de Julio Fausto Fernández, en 1932 platica libremente de política con Pedro Geoffroy Rivas y otros connotados poetas, sin hablar de denuncia (“Prólogo” a “Espejo del tiempo” (1974) de José María Méndez).
4) «Política de la cultura» para ofrecer un paliativo nacionalista e indigenista a la revuelta (véase ilustración, «Boletín», abril de 1933). Resulta tan simple como constatar que, desde mayo de 1932, se publica el «Boletín de la Biblioteca Nacional» —hoy ausente— el cual difunde la obra de toda la intelectualidad, reconocida por su contribución a la identidad literaria y artística nacional (véase el «Índice» del primer número). No extraña que el poeta del 32 —Pedro Geoffroy Rivas («Boletín», enero de 1933)— inicie su carrera poética gracias al apoyo editorial de la dictadura. A esta revista cultural se añaden otras publicaciones tachadas adrede como «Cypactly». «La República», al igual que el enlace entre la Universidad Nacional, el gobierno y la intelectualidad, al conmemorar el centenario de Goethe y el Padre Delgado en los «Torneos Universitarios» (véase ilustración).
II:Final
Por ley de la poética —la lengua misma— no hay escritura de la historia sin una selección arbitraria de archivos, esto es, sin un enfoque particular de los hechos narrados. Toda habla —todo escrito— se concentra en cierta documentación primaria que privilegia como central a su objetivo. Atiborrada por el exceso de documentos, la narración del pasado abandona los expedientes incómodos o innecesarios a su perspectiva.
Hay tres tipos de muertos. Primero, existen quienes sólo dejan los huesos y la ceniza como legado, esto es, a quienes el presente declara dispuestos al olvido (véase II.2, los agentes mismos de la revuelta). Sólo la tradición náhuat —similar a la de Dante— rescata «la ceniza (que) habla (nexti taketza)» del viaje al inframundo o «Biblioteca de Babel», como archivo de la memoria. Luego, permanecen vigentes las personas a quienes la historia rememora por su obra y, por último, a quienes memoriza por sus acciones nefastas.
Índice del primer número del «Boletín de la Biblioteca Nacional», mayo de 1932. Sólo la censura de archivos declara que las publicaciones de 1932 no conciernen al 32. De igual manera paradójica, los eventos actuales sólo se conocerán en un futuro indeterminado, ya que ignoramos nuestra propia vivencia.
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Por estos tres estereotipos del presente —muertos en el olvido; muertos honrados; muertos condenados— todo (re)cuento del pasado actúa como censor de prensa de una nueva dictadura. Elimina archivos que considera innecesarios y se apropia de aquellos que le convienen a su objetivo, disfrazado de objetividad. Si en el caso de 1992 aún se intenta borrar las huellas de la violación flagrante a los derechos humanos, para 1932 el propósito consiste en repartirse los logros culturales a elogiar y las desventuras políticas a denunciar.
Más que de una contradicción —alabar la cultura de un régimen a criticar— esa dualidad recicla la clásica conjunción de los opuestos (C. Jung). Ante el vacío cultural en curso, la nostalgia democrática añora una época cultural que condena por su «censura de prensa». Pero, en el silencio, aplaude la apertura artística y literaria sin anotar las fuentes directas de su glorificación. Hasta el 2021, el desafío a esa supresión académica de archivos lo nombra Juan Felipe Toruño desde 1934 en el «Boletín de la Biblioteca Nacional»:
Mientras no se permitan publicar esas actividades —acompañadas por el despegue de la plástica indigenista (véase: «Arte salvadoreño. Tomo I» (2017) de Jorge Palomo)— una de las fechas más relevantes de la historia salvadoreña queda bajo la censura democrática. Sólo el libre acceso a la información —la disemi-Nación (J. Derrida) de los archivos— descubrirá cómo opera esa unión de los opuestos. La censura de prensa se asocia a la apertura poética, como la oscuridad de la noche concluye en la luz del día. Así lo dictamina el nuevo tribunal jurídico del siglo XXI. Rechaza la política estatal, pero celebra el arte que difunde la dictadura como algo propio a sí y como cimiento de la identidad nacional.
Las dos ilustraciones finales señalan el intento artístico del hombre urbano por valorizar la diversidad étnica femenina —afrodescendiente e indígena— bajo el aval de la dictadura en años posteriores.