Del desierto infinito, más extenso que el alba, circulo entre montañas y nubes. Por un horizonte más estrecho y modesto. La vista la recortan cerros y niebla. En telaraña obligan que la mirada se detenga en un límite angosto. Se repliegue en vocación de araucaria y se dedique a echar musgo. Palpo una Comala húmeda, salpicada de colinas.
En un parque al centro se conserva casi intacta la vida de pueblo. Sin advertirlo me dejo llevar por estereotipos. Viajar significa desplazarse en el tiempo, al igual que en el espacio. Me dicta en cliché la memoria colectiva. La convención sugiere que asociemos imágenes y lugares con épocas distintas. La plaza central con un quiosco que alberga a una orquesta al ritmo de “Carmen” representaría el pasado; a lo lejos, el mall al compás sincopado del rap, el presente que encierra a los humanos en MAL(L)-etas.
Pero en verdad ambos son espacios actuales en los que se despliega la vida activa de una ciudad. La modernidad de este país consiste en yuxtaponer lugares alternativos como sitios de esparcimiento social y cultural para el transeúnte. En la plaza se transcurre entre bullicios singulares. La marcha de “Carmen” compite con las campanadas del llamado a misa y con una música andina muy marcada por una métrica electrónica.
Rodeada de edificios antiguos recuerda una Santa Tecla legendaria. Se resuelve la infancia rodeada de pompas de jabón, fútbol improvisado, globos y payasos. Junto a la conservación de monumentos, un mercado de artesanías da cuenta del interés por el patrimonio nacional. El centro funciona aún como lugar de distracción y de actividades públicas.
Ahí se mezclan desahogos y edades. Juegos de niños alternan con ancianos que discuten y componen el mundo. Impresiona que ese paseo dominguero fluya con tal armonía, con sólo dos policías guardando la seguridad del encuadre. Parecería existir un antiguo acuerdo tácito por respetar la cordialidad colectiva.
Sin embargo, la violencia está presente. Tampoco hay que idealizar. Aun si el fresco convida a la nostalgia por lo colonial y placentero —por lo abolido— la violencia acontece con igual evidencia que la sencillez pueblerina. La instancia de más obvia transgresión la profieren piropos hirientes que acusan siempre una misma fuente original y una figura femenina moviéndose con ligereza desentendida. La denuncia también el paso de madres jóvenes sin presencia masculina a su lado, así como señoras acompañadas por hijas adultas. Una actitud varonil le impone a la mujer un régimen sentimental que se manifiesta en el más sencillo caminar festivo.
Habría de concurrir hacia el anochecer para observar la agresividad viril en toda su pujanza. La que constituye la hombría con orgullo. En la noche —me cuentan— reinan alcohol y sexo. La armonía de la celebración jovial cede ante la necesidad y el desamparo. Travestis y borrachos sustituyen el convenio familiar. Pero al asomarme el despliegue del orden nocturno es tal que me incita a replegarme. Noto que un boquete baldío alrededor de la plaza señala una arquitectura truncada y violenta. Un vacío subterráneo que remeda el mundo humano.
Parque, iglesia, edificios antiguos atestiguan de una cultura local con cierta autonomía. En su justa medida, la existencia de espacios paralelos, que se desconocen e ignoran, la expresaría la globalización. Su utopía sería un “jardín de los senderos que se bifurcan” y de comunicaciones en recorridos sin encuentro. Si significara un acceso real de culturas regionales variadas a lo largo del mundo en su extensión, la actualidad lograría un mayor equilibrio y balance.
Pero reina un concepto deformado en beneficio a la expansión de corporaciones, a la de una lengua y cultura homogéneas. La multitud de localidades queda anulada ante lo único que interesa, el mercado. A penas se manifiesta disuelta en una masificación extrema. Acallada y encubierta en cualquier rincón que, como esta plaza, da lugar a la espontaneidad de lo local. La ilegalidad y el exilio disimulan nacionalidades en fuga. Por mi parte, en huida lluviosa constante, nunca volveré a ver esos parques…