Graditas de tierra, galera con techo de lámina, cafetal, una tiendita en la cima de la colonia que va ocupando suelo del padre volcán Quetzaltepec. Cada quien podía compartir su música solo tenías que llevarla y darla a Don G., él ponía la música “en cola”, y lográbamos fantásticas mezclas de lo mejor. Siempre había música. Y también a veces un silencio perfecto. A cualquier hora, estaba abierta. Oasis sin pretensiones. Panal que atraía por ser libertad. Ante la censura, La Pana, era la opción siempre, cualquier día o noche. Comencé a conocer más Sívar. A estudiar francés. Hasta fui al Club M, donde había billar y música. Y podíamos tomar en paz un bloody Mary, muy suave. No conocía a nadie, solo era la santaneca. Las “kínder” para algunas personas. La diversión de ser. Ser. Entrar a lugares solo para “grandes”, pero donde nos respetaban. B aprendía a sacar el carro, comenzamos a salir, a lugares “cercanos” de su casa, su mamá trabajaba en África, y me hice cada vez más su amiga, su hermana. Nos prestaba sus indumentarias extravagantes y collares preciosos. Después, conocí a J., ella era libre y un poco menor que nosotras, pero parecía mayor. Por ella conocí esa tienda. Quería ser top model. Y hacernos a nosotras también. Me hice cada vez más su amiga. Aún el bosque de El Espino, tropezaba con Ciudad Merliot, no había esos centros comerciales y se venía el aire fresco, cuando me quedaba en su casa y la veía dibujar. A veces, íbamos a jugar “La lleva” en el cementerio al final del Paseo, en el cantón El Carmen, en las noches adolescentes, después íbamos a La Pana. Solíamos visitar una casa de una amiga diplomática, le había dado un estudio a un amigo escultor, eran franceses. Con mi hermana, y sus amigos, tomábamos Moët & Chandon champagne. Y veíamos la ciudad desde las cumbres. Pero a veces me aburría, y queríamos ir a la champita, salir de la burbuja e irnos caminando a unas calles de ahí, a La Pana. Los cafetos se tornaban con sus flores blancas en febrero. Los chuchos que vivían ahí tenían sus nombres y los llamábamos. Arnold era uno, me llega el recuerdo de su rostro y era grande. Eran amigables, hasta sentíamos que nos cuidaban. No recuerdo más sus nombres. Solo el lodazal que se hacía. Las goteras de la champa. El sapo dibujado por Ratanás. Algunos nombres pintados. Nunca escribí el mío. En ese tiempo nadie andaba tomando fotos. Solo importaba el momento. Todo queda en la memoria. Cuando caían las torrenciales lluvias, golpeando la lata de la champa. O en los vientos de octubre. En vacaciones. En pleno sol. Encontrabas amigos ahí. Era casi una hermandad sin serlo. Era clandestina. Aunque todo mundo sabía de ahí. Vendían cerveza nacional. Y lo prohibido, era el clavo.
Un día, ya no fui más. Aunque hubiera parecido que siempre iríamos. Era parte de la rutina de peace …and love. Porque sí. Muchas veces amanecimos ahí, solo conversando. Podías encontrar extraños sin miedo. Desde el abrazo inesperado. Desde la mirada. En la cabina de espectro historial. Luz y sombra. Juego de voces. Solo son eco. Eco que ahora va dejando pistas que encontrás en tus respuestas. Sin pensar. Para que sea fresco el pensamiento. Memorias urbanas… en la inocencia.