El Salvador
jueves 28 de noviembre de 2024
Voces

Black lives matter, ejemplo de la “isla mágica”

por Redacción


Casi todas las referencias a los esclavos los identifican como “negros”, mientras los amos son blancos.

“Acaba de equivocarse un reverendo…¡Amad a los negros!…¡Ayudad a los negros!…¡Casaos con los negros!”.  “Espiral”, 1º de junio de 1922.

Hay ciertas islas rodeadas de “montañas” en “olas”.  Ahí, somnolienta, la razón invierte sus valores en espejismo.  La lógica de lo social la funda la fantasía del ropaje.  La palabra orientaliza a sus personajes al ocultar su verdadero quehacer, ya que “el hábito hace al monje”.  De lo contrario, la parodia daría cuenta de la diferencia.  “Abiertas para salir” en caravanas migratorias —“cerradas para entrar”— rara vez esas islas admiten un diálogo regido por el desacuerdo (véase ilustración masferreriana).  Sólo la burla irónica infantil admite la presencia de un grupo étnico distinto.  “Rumores y risas en nuestros bancos y en el respetable público, porque el niño que representa el continente … es algo subidito de color” (T. P. Mechín, “Burla burlando”, “El paraíso… en Armenia” (septiembre de 1919): 64-65).

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El uniforme de gala reviste los hechos más horrendos para volverlos tolerables a la audiencia ingenua.  Son “deleites para el ojo y el oído” —aclara el maestro— al revisar la esclavitud “vestida de seda”.  La tortura y la mutilación.  Hacia la época se indaga que “la mentira…constituye el fin mismo del arte” (“Espiral”, 1º de junio de 1922).  El racismo expresa una simple ilusión fugaz que persiste en lugares remotos —exóticos y pretéritos.  En la isla del encanto reina la gloria.  Como sólo “se ve lo que se cree”, el ideal mestizo denomina ficción a todo aquel reporte que consigne la diversidad racial en su territorio.  Sin embargo, a la apariencia física se añade el vestuario que clasifica a los seres humanos en una estratigrafía jerárquica.  La fantasía reviste la distinción social hasta volverla irreconocible.  La juzga tan natural como las nubes de lluvia que recubren el horizonte.

Krosiska […] marcaba a sus esclavos con hierros candentes […] llamó a su esclava Bethez que era negra y le dijo

— ¡Oh tú, márfil negro […] (165-166).

Sirsica […] Una negra enjoyada y casi desnuda la asiste […] está como arrodillada entre sedas blancas y es bella como una sombra, como la propia sombra de Sirsica […] Al timón hay un negro robusto y en la proa, en silencio, dos esclavos y dos esclavas.  En la popa hay un mozo pálido (200).

Ulusú-Nasar […] vivía en un palacete […] los esclavos que atendían, se ataviaban tan sólo con entreperneras cuajadas de rubíes y llevaban el cuerpo untado de óleo, que les hacía resplandecer como si hubieran sido de ébano vivo […] Ulusú-Nazar poseía un suave matiz rosado (214).

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Casi todas las referencias a los esclavos los identifican como “negros”, mientras los amos son blancos.  La esclava de Sirsica, aunque bella, es la “sombra” de su patrona y el “matiz rosado” de Ulusú-Nasar contrasta con el color ébano de sus sirvientes.  El tono de la tez parece dictar la riqueza, el poder y la posición social de los personajes.  El papel protagónico les corresponde a los amos de un régimen monárquico.  Los esclavos aparecen exclusivamente en el trasfondo, jugando una función secundaria de ayudantes.

Hay una marcada diferencia étnica y racial entre la servidumbre y sus amos, ya que la división de clases equivale a una distinción racial.  Herrados como animales, la posición de los negros demarca un claro racismo, dentro de la jerarquía social del imperio.  A ninguno de los gobernantes, ni a los protagonistas pudientes, les preocupa en lo más mínimo esa paridad entre el color negro de la piel y la esclavitud.

Al percibir la realeza como “misión sagrada” (Salarrué, 1969: 185), se presupone que una visión teocrática del poder se alimenta de una ideología racista apenas insinuada en el texto.  De ahí que el modo de producción del fabuloso imperio de Dathdalía se caracterice como fundado en la esclavitud y en el racismo.  Las prerrogativas reales (real and royal) son atributo de una población marcada por una “blancura” casi “transparente” (Salarrué, 1969: 175).

Como episteme de la época, la equivalencia de la raza con la jerarquía social la reitera Raúl Contreras en su obra “La princesa está triste…” (1925/1996).  Si los “esclavos” son “negros” (31), la belleza de la princesa destaca por su piel blanca, ojos verdes, rizos rubios (41-42).  En su enlace intermedio, se hallan los trabajos que se le asignan a quienes divierten a la realeza.  Las “bailarinas” son de “Siria” (46) y los juglares, de “Bagdad” (50).  La fantasía jamás imagina un mundo trastocado por los Derechos Humanos más elementales, esto es, una sociedad pos-esclavista y democrática en la cual las diversas razas y etnias posean una voz política y un voto similar.  Mientras en “O-Yarkandal” la mezcla racial resulta un enigma acallado, en “La princesa está triste…” la misceginación la castiga el asesinato del juglar que osa transgredir los códigos de jerarquía social.  Al enamorarse de un subalterno, la princesa no sólo reduciría su estatuto financiero: “es humilde su cuna”; “hablar con un artista sería rebajarte” (96), le advierte el Hada.  A la vez, enturbiaría el ideal poético del albor inmaculado que encarna su cuerpo: “es linda y graciosa/rubia como el trigo, / blanca como aljófar; / sus pupilas verdes” (93).

En un país a mayoría mestiza, la hegemonía social de la raza blanca —la esclavitud de la negra — resulta tan obvia que pasa desapercibida.  Aún el siglo XXI la percibe como hecho irrelevante en el dominio de lo político.  La discriminación racial y su jerarquía las desplaza a la esfera de la fantasía, único ámbito de su representación.  En esa “isla mágica”, a quienes hablan de razas los remiten en migración constante en busca de sustento hacia el extranjero.  “Formamos una caravana cuarenta personas entre gringos, negros, chinos y arrieros guanacos.  Con patacho pasamos ochenta…Ignoro exactamente do vamos.  Sólo sé buscamos aventuras países misterio en pos ciencia y business” (noviembre 2).  Durante ese interregno nómada, lo nacional —“gringos, chinos, guanacos”, “todos somos ladinos”— se mezcla con lo racial —“negros” y “guanacos-ladinos”.  El estado-nación de la “isla mágica” jamás reconoce la negritud.  La negritud, hazmerreír de los niños y sirviente de los adultos.

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