Mis más antiguos recuerdos musicales están en las tejas de Santa Ana, cuando me subían al techo y ahí escuchar la música de Rimsky Korsakov, entre otras, lejanas memorias en aquella Santa Ana insurgente. La música siempre fue su lado dócil, su lado perfecto, su virtud, su genio. Pero se fue, aunque no se fue el sonido de su guitarra. Más bien las memorias, en los albores de la guerra.
Todo tiene que irse. Los años pasaron, viajo en el tiempo, llegando por las rendijas, imaginando las goteras, entrando por donde sea. Quiero imaginarlo de otra forma. Los instrumentos quedaron donde quedan las cosas que dejaron de usarse, como esas, las que tenían ellos. La sala, las escaleras que conducen a las habitaciones, se fue todo llenando de una capa de olvido, humedad y polilla.
Los discos acetatos conteniendo el paraíso se fueron durmiendo en el silencio. Los discos amados, pasaron en un cajón de pino por años. Hasta que un día los quemaron sin prisa. Ella llega y no dice nada, siempre con su paciencia, Alice ya había pasado mucho en su infancia, ya había vivido en cuna de oro pero sufrió tanto con las palizas de su padre en aquel caserón ahora en ruinas a una cuadra arriba del parque Menéndez; y ella mejor calló, no quiso que sus hijos fueran reprendidos, fue suficiente.
Se calmaba viendo las libreras llenas de libros. Un robo, en la pieza de piso de tierra, ahí se fueron muchos libros. El tocadiscos se perdió. La música quedó en la memoria. Mucho antes de enviar a las doncellas a un pueblo con nombre de cuatrocientos ojos de agua una vuelta al sol. En su andar, agua hace música. No hay matemática sin música ni música sin matemática. Es la conexión. Como los sonidos de tu tabla hindú. En el trío, son tres los golpes, del tambor.
Sentir es todo. Sentir. El “yulu” o corazón es agua y música, es como un bosque con tanta música por escuchar… en el silencio. Sentir, aprender. Shubert me abrió a los poemas de Goethe, con tus desiertos cerca llenando de oro el aura con tu música compartida cada día. Embriagarse de algo. Al menos del viento. Al menos de la palabra breve. Embriagarse como contra el tiempo, de un solo. Como la casa feliz, la estación donde me diste la piedra antigua.
Como imaginar la caja de cristal de Saga. Te veo en los claroscuros de Rembrandt. Como en los misterios de los libros. Entre un secreto. Un amuleto marino que mostraré solo a vos, tal vez. La mar es caja musical, que me trae paz. Pero nunca puedo ir, ya nadie aparece, ya nadie hay, no salgo, no voy a ningún lado, no hay ya dinero en el zapato donde lo escondo, no voy al centro, no voy a socializar con nadie en años, no hay progreso, no hay casa propia, no hay ropa nueva, no tengo un petate, no tengo una cosa tuya para recordar, no tengo nada, solo mis manos, mis ojos, mi cuerpo, mi música que no suena solo para los silenciosos, trato de convertirla para hacerla común. Sacar la chucha al monte, me dice siempre.
Y escucharemos su música. Hablo de música, primero imagino el silencio. Callada, como en las mañanas, cuando camino y encuentro a mi paso las hojas del pino. Las memorias vuelven. Y en algunas de las noches bajo miles de estrellas, regreso, acato la orden de levantarse, los tejados en el horizonte, los grillos, ojos ven al cielo. Comienza el concierto. Pongo mi oreja en el caracol. Tras la música secreta del amuleto marino.