Años sesentas. Una niña, corría por los caminos descalza, machetona, subiendo a los árboles. Su vida sería el trabajo, siendo recolectora de café. Ella sola y sin asistencia médica dio a luz, ahí en esa tierra de la finca El Espino. Como ella, nacerían ahí mismo sus hijos. Perdió a los quince años a su mamá. Siguió la vida trabajando entre las fincas. Con la esperanza de sobrevivir, entre las faldas del volcán de San Salvador. Todo ahí era del amo y señor. Solo hasta colindar con las tierras cercanas al Plan de La Laguna. La única escuela, La Concha viuda, en honor a su impulsora, Concha viuda de Escalón, donde estudiaron los bichos y bichas de todas estas fincas, donde antes de llamarse colonia Escalón eran cañaverales y cafetales. Los días pasaron entre esos montes. En Navidad, eran grandes colas para la entrega de la guacalada de tamales, a las niñas les daban una muñeca de trapo, les decían chintas. Para algunos, la Reforma Agraria al final los fregó a los colonos que habían nacido ahí. Porque después de eso no les daban nada. Personas que siempre vivieron en esa tierra.
Hoy, el bosque agoniza en el corazón de la ciudad. El más importante oasis del gran San Salvador tiene “dueño”. Las urbanizaciones crecen, dando la idea a sus clientes, que irán a vivir enfrente del bosque, pero no se dan cuenta que están destruyéndolo, eso piensan que es desarrollo. Un desarrollo que no toma en cuenta a la naturaleza, no comunica nada o todo.
La razón principal para preservar la finca El Espino, es que los mantos acuíferos de esta zona son los que aportan al área metropolitana de San Salvador millones de metros cúbicos de agua anuales. Desde que comenzó la depredación, muchos pozos se han secado. No habrá agua. No hay agua. ¿Se entiende? No tenemos derecho al agua si una sociedad no se educa y destruye la esencia más perfecta de natura. Y no le regresamos nada. Cada gota cuesta.
Caminamos entre los caminos que quedan aún. Te quitaste los zapatos en señal de entrar al bosque sagrado, el último bosque y pulmón. Donde anduviste en bici entre esas sendas donde todo era un bosque, al pie del volcán de San Salvador. Y veredeando en las veredas.
Es la finca El Espino, yacen entre sus entrañas, piezas de barro, testigos de las antiguas poblaciones originarias; donde viven animales, ahí es su casa, siempre lo ha sido. Observo los arbustos de café mezclados con otros árboles de sombra. El café introducido a principios de siglo XIX por un presidente, el capitán general Gerardo Barrios, además era el propietario de esa finca. Pasaron luego de su fusilamiento en 1865 a manos de Francisco Dueñas, y luego de su muerte en San Francisco, California, en 1884, las tierras pasaron a manos sus hijos Francisco, Carlos y Miguel Dueñas, estos la heredaron a sus hijos y otros familiares, finca donde habían millonarias ganancias pero miseria e incertidumbre para el motor de ella: sus colonos.
Familias enteras habitaron la comunidad Espino, desde hace más de 80 años, por generaciones, sus familiares trabajaban con los hacendados. La gente ahí nació, ahí creció. Los sacaron al fin de muchas demandas, y esperan aun ahora en las aceras vecinas a la ex comunidad donde vivieron, y cercana a las lujosas instalaciones del Ministerio de Relaciones Exteriores y una universidad privada a quienes les donaron parte de las tierras. A la comunidad de esas gentes les han prometido vivienda digna.
En el tiempo de la guerra civil, la represión llegaba al terror. Las veredas, fueron testigos. Me sigue contando, que de lejos y de cerca, vio tanatadas, parvas de gente quemándose. También los enterraban ahí. ¿Por dónde y cuándo? En los ochenta, en la ofensiva del 89. Por todos lados, hay fosas, donde están los nuevos centros comerciales. Ahí hay sótanos bajo una casa. Yo no fuera ahí de noche, de noche yo no yo fuera ahí. Cuando no había nada más que cafetales, nosotros íbamos por fruta, o a vender el café en la madrugada que lográbamos sacar para nosotros. Sin que se dieran cuenta. Un robo blanco. Temprano. Salían los cadejos.
La tierra se nutre de los muertos. Por eso la tierra regresa a ellos. Veredeando entre El Espino. Seguimos caminando, veo mariposas amarillas. Sus pies con tierra me dicen que yo también debo comenzar a caminar descalza. Y escuchar la voz de la madre tierra.
“Yo acuso a la propiedad privada de privarnos de todo”
Roque Dalton