El desafuero intelectual califica a quien la memoria histórica acusa de rescatar archivos suprimidos. Por eso le repite “¿para qué vienes a verme si estás muerto?” (JR)…
I. Crítica
Antes de revisar las historias de la literatura latinoamericana (capítulo V) —antesala de la salvadoreña— Velis Tobar discute el problema de la periodización. El dictamen se complica ya que todo catálogo del pasado lo efectúa la presencia inmediata de manera retrospectiva. En remedo del imperio borgeano de Tlön, la escritura de la historia “llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido” (véanse los recortes anteriores tachados en nombre de la memoria histórica).
El pretérito abolido siempre se recupera desde esa actualidad que declara la ausencia y la Muerte. Este mismo presente imagina un futuro promisorio a imagen de su deseo. Este rubro —“el estar-ahí (Dasein) de la Muerte” y el de la Ilusión— distingue la poética de la historia, en su deseo de objetividad. La gesta de Juan Preciado no se confunde con la de un objeto sin vivencia, ni sin el penar en réquiem ante lo difunto. A menudo, el requisito de objetividad científica elude exigir la vivencia, mientras la poética convoca la experiencia testimonial. “Estar” y “conocer” imponen un ritmo disonante al “ser” y al “saber”.
Por ello, la simple cronología denota una arbitrariedad positivista que presume un movimiento progresivo del tiempo hacia el agente actual. Yo-Hablante escribo la historia. La sucesión ordenada identificaría “la escritura que produce un dios subalterno” —llamado ser humano— quien necesita redimir a los muertos “para entenderse con un demonio”, el partido político de su filiación, o bien la academia y el entorno social que lo glorifique. Más difícil resulta evaluar cada obra y su recepción inmediata en el instante mismo de su producción.
Este enfoque resaltaría la dinámica entre el autor y sus contemporáneos —a menudo conflictiva— antes de toda canonización a posteriori. Post-mortem. Tal vez eso le sucede a Roque Dalton, quizás. Ambos procedimientos destacan el enlace inmediato entre la historia socio-política y la poética dizque neutral. Sirva de ejemplo el silencio actual sobre el primer intelectual que denuncia los eventos de 1932 —Gilberto González y Contreras (1904-1954)— mientras se busca vindicar a quienes los acallan y, tardíamente, condenan la dictadura al momento de su descalabro. Su ausencia editorial demuestra el menosprecio del nuevo Juan Preciado por la obra de quien no fuera su familiar. Así lo predice el propio González y Contreras al asegurar que su libro “no sirve a rencores políticos y conformistas”, ni de “escabel apologético” (“Hombres entre lava y pinos”, 1946). Por este doble defecto, se halla condenado al exilio editorial.
Más complejo resulta establecer períodos por épocas culturales y estilos, ya que en una misma etapa se practican diversos métodos literarios, musicales y plásticos. Además, un solo autor puede ejercer maneras divergentes —del realismo a la abstracción— al referir lo Real, sea en el sentido socio-cultural o natural. Más concreto, parecería abordar la historia literaria por generaciones y grupos. Empero, de nuevo, la pluralidad de miembros, estilos, enfoques políticos, etc. complejiza la tendencia a uniformizar la diferencia artística de una época. La dedicatoria inicial —Gnarda, la bella mujer desnuda en impulso de lo espiritual— testimonia cómo la fantasía exige que el realismo de la historia no silencie la etnicidad ni el género. Pide que el alma no acalle la existencia del cuerpo y de lo carnal —la experiencia de lo subjetivo— en nombre de la ciencia objetiva.
Ante la amplia gama de opciones, no debería proponerse un enfoque único según el trillado axioma “lo determinante en última instancia”. Por este estribillo, a menudo, se justifica ocultar la variedad de aristas de un fenómeno. Lo múltiple se reduce a lo único, mientras que la verdadera opción consistiría en periodizar fundándose en varias coordenadas, a manera de un poliedro. Si jamás visualizan la integridad infinita del fenómeno histórico, al menos perciben varios factores condicionantes. De lo contrario, la historiografía literaria declararía su ciudadanía en el imperio de Tlön. En este mundo vivido, “un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos”. Por ortodoxia política, se diría al económico y los demás rubros se derivan por ley directa de causa a efecto. Acaso el derecho de pernada y su reverso —“la honra”— derivan del sistema patronal de hacienda, mientras el concepto de “acoso sexual” anhela transformar la revancha en justicia de género.
Esta idea de lo multifacético guía el capítulo VI, el cual discute la noción misma de literatura nacional salvadoreña. También a este ámbito se le aplica la variedad de facetas que definen todo hecho social. Velis Tobar recalca los factores de la violencia social, la dependencia económica, los conflictos políticos, así como la cuestión cultural y la lingüística. Sólo la intervención simultánea de varios componentes podría ofrecer una explicación satisfactoria del asunto. Como se insinuó, la ficción da pauta a indagar la cuestión de género, en relación a la etnia y a la sexualidad. La fantasía define el tabú de la historia.
En un país a literatura monolingüe —más hispano-céntrico que la España multi-cultural— otro ejemplo prototípico lo ofrece el legado náhuat, así como el lenca y el chortí. Sólo en el siglo XXI, se comienza a pensar la lengua y su mito-poética en segmentos esenciales de la identidad nacional. De revisar la historiografía literaria del siglo XIX y XX, se concluiría que esta faceta cardinal desempeña un papel secundario. Por tradición nacionalista, habría literatura indigenista sin Logos indígena, sin palabra ni idioma. El rescate de esta herencia denegada apenas la inicia Eugenio Valencia Hernández en “Conozco dos mundos/Nikmati ume taltikpak” (2019), al restituir un despegue de la literatura náhuat. Aún falta el tercer mundo de lo lenca y, en occidente, el chortí.
Este desdén —menosprecio inmanente de lo nacional— no sólo caracteriza el ámbito literario, sino la antropología misma como ciencia social. Desde la fundación de la república, hasta finales del siglo XX, las lenguas indígenas quedan marginadas de la literatura y de la investigación sociológica. Por ello, sólo María de Baratta consagra su trabajo de campo a la recolección de la tradición oral en lenguas indígenas. Casi todos los demás autores nacionales desbaratan ese legado idiomático y mito-poético en el desdén.
Así lo demuestra la ausencia de salas en el Museo Nacional de Antropología, las cuales se dediquen a comentar la herencia cultural —mito-poética— y la lingüística, categorías gramaticales distintas de las lenguas indo-europeas. También lo confirman las múltiples antologías —enlistadas en los libros que reseña Velis Tobar— siempre monolingües. En breve, antes del siglo XXI —incluso en los estudios culturales extranjeros— El Salvador se imagina un país hispanohablante exclusivo, sin un Logos ancestral que tiña lo Real de conceptos patrimoniales distintos.
Al plantear esa diversidad de enfoques, la propuesta del autor adquiere un valor inusitado. En primer lugar, no existe crítica si no se señala como punto de partida la existencia de una crisis en el ámbito a juzgar. Para la literatura salvadoreña, la recolección selectiva de archivos legitima el presente por un pasado genealógico. En segundo lugar, Velis Tobar urge al análisis multisectorial del legado literario y a su difusión escolar. En tercer lugar, plantea la compleja correlación que vincula la historia de los historiadores a la poética —en el sentido aristotélico y en el problema de la representación de lo Real. En cuarto lugar, discute la dificultad de establecer periodizaciones uniformes, ya que todo pasado resulta de una reinvención escritural en un presente, siempre continuo. Por último, el autor reflexiona sobre la manera selectiva de elegir obras en la esfera de la literatura nacional. Un razonamiento conclusivo servirá de desenlace a la problemática general que esboza el libro.
III. Memoria sin archivo
Allá me oirás mejor… J. Rulfo
Actualmente, el término de memoria histórica se convierte en noción clave para hablar del pasado, según varias ciencias sociales. Por este concepto, el sentido estricto de lo literario recobra una dimensión sin precedente. La letra no sería simplemente una representación de caracteres latinos, que no siempre calcan los sonidos de una lengua, a significación múltiple. Antes que esa copia confusa, la letra exhibe la marca objetiva de la memoria pretérita, distinta de la actual. Ofrece una presencia revocada que la historiografía anhela a veces olvidar y pasar bajo el tachón. La letra cuestiona el fin utilitario del pasado para los proyectos políticos en boga. Más que simples hechos, relata vivencias deshechas y perspectivas a tinte disímil de lo Real.
Juan Preciado siempre vindica la herencia paterna y bloquea a quienes la interpretan en disonancia. Se recuerdam los tópicos más notables del boicot al diálogo actual: indigenismo sin ejidos ni lenguas indígenas; sistema patriarcal y derecho de pernada previo al concepto legal de acoso sexual; la fantasía como tabú vigente y la representación de la violencia; la fantasía como violencia viril; la violencia, constitutiva de lo político; la colaboración Ciudad Letrada-Estado al inventar una nación o, en cambio, la apertura editorial del gobierno al permitir y difundir la obra de sus críticos, otorgarles puestos diplomáticos y administrativos; la democracia sin voto femenino, etc.
Por decreto oficial, la falta de debate actual presupone la inexistencia de una generación comprometida. Durante todo el siglo XX, los gobiernos mismos fomentaron el firme compromiso de sus colaboradores. En esos próceres la nueva Ciudad Letrada vislumbra sus antecedentes más cercanos, en olvido de toda afinidad revolucionaria (1970-1992). Quizás esa ilusión exprese el temor de una orfandad genealógica, sin una larga dimensión histórica. Para Juan Preciado, ya no habría Comala a la cual regresar, salvo deambular sin arraigo.
En alternativa, luego de asumir la revolución fallida como principio relevante, rescataría los legados mito-poéticos indígenas, denegados por una tradición castellano-céntrica (véase: “Conozco dos mundos/Nikmati ume taltikpak” (2019)). Se trataría de una verdadera re-Volución no sólo en los idiomas. Ante todo, la Re-volución social implicaría la restitución de las tierras ancestrales. Reconocidas durante la colonia española, las expropian los países independientes en nombre de la modernización, durante el auge del modernismo, regionalismo e indigenismo. Contra el olvido de la Ciudad Letrada, se levanta la memoria indígena de Eugenio Valencia Hernández al declarar “cuando yo me crié en el año de 1926…entraron los mulatos, empezaron a vender la tarea…y cuando se sentaron los presidentes quitaron las tierras del pueblo de Cuisnahuat…los indios cuisna(hua)tecos tenían sus títulos de sus tierras y sus mojones” (“Conozco”, 2019: 88 y 89). Tal es la doble deuda pendiente que de la lengua conduce a lo social.
Por ello, una verdadera crítica historiográfica debería concluir en la restitución de los archivos nacionales, borrados por razones políticas partidistas. Por la memoria arbitraria, sin archivo que la sustente. Ausentes en las Bibliotecas Nacionales, sin exhaustividad dos ejemplos resultan suficientes para ilustrar el vaivén continuo entre la crisis y la crítica. La restitución de los “mundos” lingüísticos y mito-poéticos indígenas añadiría otros rubros inéditos a este reintegro documental.
1) Crear una Biblioteca Especializada que resguarde los Archivos de los autores nacionales y las revistas literarias. Se recuerda que ni siquiera existe una edición completa de la obra narrativa cumbre —“Cuentos de barro” (1933) de Salarrué— con textos e ilustraciones originales, esto es anteriores y posteriores a la edición príncipe. En verdad, la edición príncipe apenas recoge un tercio del total y relega el diálogo inicial entre la palabra propia del autor y la imagen ajena de sus contemporáneos. Al indagar sus publicaciones oficiales, en plena censura editorial (1932) —su incidencia en el “Boletín de la Biblioteca Nacional”— la crisis y el encuentro crítico que menciona Velis Tobar alcanzaría una verdadera cima dialógica, inexistente en la nueva historia oficial, ahora en boga. Habría pauta al debate por la manera en que un régimen dictatorial permite y alienta la publicación de sus presuntos oponentes —en plena inquisición— mientras las democracias actuales aún se mueven en el rédito partidista editorial. Igualmente ocurre con los antiguos nombramientos diplomáticos que se suceden durante las dictaduras militares, como si existiese un enlace inmediato entre ambos rubros: la edad de oro de los poetas —la nación letrada, espiritual— y la administración estatal. El decreto actual de la memoria histórica somete la objetividad a su objetivo. Por esta razón, como las ilustraciones anteriores, no extraña que múltiples revistas pasen bajo la censura de la historia científica (véase: “Remotando el 32”, para algunas revistas excluidas, https://www.academia.edu/27467994/Remotando_el_32._La_memoria_histórica_contra_el_archivo). Su difusión revelaría cómo la Ciudad Letrada colabora con el Estado, en un proyecto de nación único. O, en discrepancia, anuncia la apertura estatal a sus críticos comprometidos, antes que toda generación de ese nombre (nótese la confusión entre náhuatl y náhuat en la ilustración siguiente, característica de la Ciudad Letrada durante casi todo el siglo XX y el apoyo estatal a la disidencia). Además, pese al tabú de las ciencias sociales, la fantasía expresa la censura aún vigente: la existencia de la mujer afro-descendiente y otras. Gnarda, et. al. confirman el cuerpo sexuado que arraiga el espíritu en su evasión astral.
2) El mayor archivo bibliográfico de Roque Dalton se halla arrumbado en el desdén del desierto. Sus antiguos camaradas de partido clausuran con broche de oro su asesinato corporal, al re-matarlo con el silencio editorial. Resulta más fácil que una universidad estadounidense clasifique a un foráneo —como Gabriel García Márquez en Austin, Texas— que El Salvador a sus propios escritores consagrados. Lo mismo podría declararse de autoras como Claudia Lars, Matilde Elena López, María de Baratta, etc., así como del archivo lingüístico indígena. En cuanto a la representación femenina, sólo el miedo masculino —reitera Gnarda— bloquea toda discusión razonada sobre el “Eros” que desde Vicente Acosta permea la Ciudad Letrada. De revelar esta evasión obligada —la de una perspectiva viril— la historiografía descubriría el momento “Cuando los hombres lloran” (1976), según lo dictamina Carmen Delia de Suárez.
Bastan estos dos ejemplos para sondear la doble crisis de la historiografía literaria en El Salvador. No sólo una memoria subjetiva única se encarga de eliminar todo archivo molesto a su proyecto político en boga. También se arroga como visión histórica exclusiva, sin entablar un diálogo con toda disidencia actual. La intelectualidad salvadoreña —quien debería ofrecerle el ejemplo a la política en este período electoral (2018)— se encierra en el monólogo autoritario. Sólo existe la Verdad única y posible. La mía —“Yo, el Dictador”— siempre. No habrá un verdadero debate cultural hasta el momento en el cual la intelectualidad ya no se sitúe a la zaga del partidismo político. En ese instante utópico, asumirá un liderazgo, al pensar el desacuerdo como hecho constitutivo y fundacional de toda democracia. Ojalá este debate lo inaugure nuestro próximo renacer en el siglo XXII.
Mientras este ideal no se realice, la obra de Velis Tobar propone un llamado a la investigación documental de la literatura salvadoreña desde sus inicios remotos. No sólo exige establecer una colección especializada que archive los datos primarios. También requiere que —luego de su sistematización— se expliquen según teorías diversas y, por supuesto, en conflicto razonado de interpretaciones. Velis Tobar anota la necesidad de entablar discusiones que trasciendan la tendencia monolítica editorial del presente. Su proyecto estimularía a no petrificar la historia literaria en verdades perennes —según la historia oficial en turno— para sustituirla por varios acercamientos disímiles en su enfoque. En este sentido, se trata de un serio llamado al diálogo entre la documentación histórica, la literatura y las teorías filosóficas más divergentes.
Ya se sabe. Las propuestas de “los muertos” no “retoñan”… (JR), según la historia. No obstante, desde una perspectiva poética, la historia es el relato de “un alma” cuyo archivo “vaga por la tierra como tantos otras; buscando que los vivos” escriban por ella” (JR).