Un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos… llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido… la historia…es la escritura que produce un dios subalterno [un humano] para entenderse con un demonio [el único partido político de su filiación]. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.
Abstract: Linking crisis to critique, Alfonso Velis Tobar’s book —“Problema de la crisis de la historiografía literaria salvadoreña… (Problems of Crisis on Salvadoran Literary Historiography)”— underlines how to surpass the current impasse of reverent homage to classic writers. Instead of the prevalent glorification, it is necessary to collect original archives,and to analyze them from different theoretical perspectives. The most traditional dilemma opposes poetic to history, that is to say, assessment of past defunct experience and generalizations of social particular facts. If both approaches need to base their interpretations on archives, current relevance of memory tends to deny original records to subject the past to present projects. Borges’ epigraph serves as a guideline to contemporary endeavors on their triple reductionism to one determinant parameter: the socio-political over lived experience; the present over the past; the current political affiliation over former practices. Only a real debate of more than one theory could convert simple glorification into real criticism. For this reason, the present essay is dedicated to Gnarda, a protagonist of 1932 events in El Salvador, under erasure by history due to her African ethnicity and her female gender.
A Gnarda, figura ficticia de 1932 debido a su doble filiación: mujer afro-descendiente excluida de la historia. Noche sin Luna, la estrella de su cuerpo propicia la experiencia espiritual más trascendente de ese año clave.
I. Crisis
Como su título lo anticipa —“Problema de la crisis de la historiografía literaria salvadoreña”— el libro de Alfonso Velis Tobar anhela revisar la documentación disponible sobre la historia literaria de El Salvador. Su investigación explora la bibliografía que rescata el quehacer letrado del país. La minuciosa labor recolecta un amplio archivo citado en el capítulo VII, el conclusivo.
Desde el inicio, Velis Tobar establece la relación intrínseca que existe entre crisis y crítica. Sólo quien admita un problema crítico se abocará a la actividad literaria del mismo nombre. De lo contrario, esta faena analítica la sustituyen la apología enfática y la apropiación del pasado con fines políticos actuales. Contra la denuncia de crisis, prevalece el sistema platónico que destierra “toda obra que no sea los himnos a los dioses y los elogios a los grandes hombres”. En verdad, la poética consiste en la exaltación freudiana del Padre difunto, a imagen de Juan Preciado. Ante todo, la glorificación se aplica a quienes prosiguen el antiguo adagio “pro patria mori” (Horacio), cuya reinterpretación más reciente reza “¡revolución o muerte!”, en el espejismo marxista de la novedad. En el eterno retorno de lo mismo.
Según el mandamiento —“honrarás a tu padre y a tu madre”— esta loa también se aplica a la Ciudad Letrada del pasado militar. Ante el desdén democrático, los regímenes anteriores la honraron al otorgarles puestos gubernamentales y diplomáticos a los letrados, ahora escasos en esa cumbre estatal. A menudo se oculta que la dictadura difundió la obra de sus oponentes, pese a las leyes de la censura de prensa (véanse: “Boletín de la Biblioteca Nacional” (1932…), “Revista El Salvador de la Junta Nacional de Turismo” (1935-1939), “Revista del Ministerio de Instrucción Pública” (1943-1944), entre otras publicaciones oficiales como “Guión Literario” en los cincuenta y sesenta). Acaso las dictaduras promovieron el debate cultural al diseminar la diferencia, ahora prohibida por razones de apertura democrática.
La crisis le ofrece al autor varias aristas que el análisis del acto crítico somete a examen. Velis Tobar acentúa la necesidad de organizar cátedras que analicen la historiografía nacional, la difusión constante de obras a través de escuelas, publicaciones periódicas, así como la urgencia por contrarrestar el influjo de lo global uniforme por la diversidad de lo local y de lo nacional. En este sentido, al estado y a las instituciones educativas privadas les correspondería la responsabilidad de compilar, estudiar y difundir ese ángulo desdeñado de la historia salvadoreña. Las obras y la vida de los autores se engarzan en un proyecto a veces interrumpido.
Una interrogante esencial de esta investigación consiste en rastrear el enlace tenso entre la historia de los historiadores —centrada en los hechos sociales, políticos y económicos— y la literatura, la percepción y la vivencia directa de los hechos. Si los escritores ofrecieran un simple reflejo condicionado —una cartografía borgeana de lo Real— sin traba alguna, la poética desplegaría de inmediato un espejo fiel del acontecer. Empero, la cuestión es más compleja ya que los espejos no sólo deforman, sino siempre invierten las imágenes al ofrecer su doble alterado (Yo X Tú). Un obvio conflicto de interpretaciones duplica el acto de habla, a un mínimo de dos posiciones en verso y reverso.
En este vaivén entre la historia y la poética no interviene exclusivamente la clásica distinción aristotélica de lo particular y lo general: “este mango (que me como) está delicioso” (historia) vs. “el mango es delicioso” (poética). También contribuye el reemplazo de la presencia objetiva por su representación subjetiva en el discurso letrado. A este respecto, resuena el famoso óleo de René Magritte que anuncia la confusión moderna entre la imagen y la cosa —la verdad en pintura: “Ceci n’est pas une pipe (Esto no es una pipa)” (1929). Igualmente, impone la sustitución del representado, ya sin valor, por el representante idiomático a crédito perenne.
“El nombre de la rosa sin rosa” sella a menudo el legado de la poética, como el armiño en las nieves del trópico se cierne en la poesía nacionalista de Vicente Acosta (1867-1908). También a obvio anti-feminismo en debate denegado. Igualmente, por juicio célebre, “el teatro americano e indígena”, le pertenece a Francisco Gavidia quien “se pegó a los hechos” y, por lo tanto, reemplaza la escena náhuat, lenca y chortí por su “tópico central” (Ramón Mayorga Rivas en Membreño) y “gloriosa figura”. El indigenismo se vuelve el ropaje que encubre al indígena mismo, al ignorar su lengua y el despojo de las tierras comunales. Ni el idioma indígena ni los ejidos son “hechos”, según la evaluación clásica sobre el indigenismo de Gavidia.
Resaltan las obras historiográficas que recopilan la trayectoria de la literatura nacional, Francisco Gavidia, Juan José Uriarte, María B. De Membreño, Luis Gallegos Valdés, Juan Felipe Toruño, etc. En estos autores se esclarece la premisa anterior que disimula al representado bajo el atuendo del representante. El ejemplo más obvio lo ofrece el mismo Velis Tobar al mencionar la actividad artística del mismo Gavidia —junto al modernista nicaragüense Rubén Darío— en 1882 en El Salvador.
Figura cimera del legado nacional, promotor del modernismo, del regionalismo y del indigenismo, en su obra resulta difícil dilucidar la posición crítica ante el desalojo de las tierras comunales. Asimismo, se entorpece también rescatar la contribución gavidiana a la literatura en lenguas indígenas salvadoreñas. En efecto, su producción impulsa el monolingüismo literario, incluso en la famosa “lengua salvador”, de neto corte indo-europeo.
Este idioma marca las funciones gramaticales en el sustantivo como en latín y en griego, en neta disonancia a las lenguas indígenas salvadoreñas que prefieren hacerlo en el verbo. La distinción tipológica radical es simple: lenguas a marcación en el centro rector, en el verbo (indígenas), vs. lenguas a marcación de caso en el sustantivo (indo-europeas). Acaso la misma sustitución ocurre en la afamada crónica de Arturo Ambrogi —otro pilar fundador del canon nacional. También elude la lengua indígena y evade la condena de la Ley de Expropiación de Ejidos (1882).
La historiografía nacional se halla a la espera de recopilar los textos letrados fundadores que —de 1882-1932— condenan la Ley de Extinción de Ejidos (1882) y recopilan la literatura oral en lenguas indígenas. En cambio, como lo demuestra el primer número de la “Revista del Ateneo” el “renacimiento intelectual de El Salvador” y el fin de “los males y el atraso de la industria agrícola” van de la par (1º de diciembre de 1912). Bajo el mandato del presidente Manuel E. Araujo (1911-1913), se celebra el auge de una cultura nacional letrada, el anti-imperialismo y la expropiación de los ejidos indígenas como triángulo fundador del desarrollo del país (véase: Salvador Turcios, “Ateneo”, diciembre de 1912 y marzo-abril de 1916 y su libro “Al margen del imperialismo yanqui”, 1915 y “Libro Araujo”, 1914: 23 y 25: “gesto altivo frente a la intervención de Estados Unidos”).
Según lo establece “El libro Araujo” (9 de febrero de 1914), la jerarquía social —élite política y letrada contra el populacho— se percibe en términos de madurez responsable e infantilismo a moldear “por la aristocracia del talento” (5). Por ello, “el prócer mandatario” (7) califica de “Gran Protector de las Letras Nacionales” (J. Dols Corpeño y S. Turcios, 5), ya que “el pueblo es un niño” a educar (M. E. Araujo, 9), gracias a los preceptos de su indigenismo sin lengua ni ejidos y del anti-imperialismo elitista. Más castellano-céntrico que España
Como constante de un discurso letrado, el anti-imperialismo legitima la llegada al poder de Maximiliano Hernández Martínez (diciembre de 1931). Por rima sencilla, Martínez sustituye a Arturo Araujo, según lo avala Alberto Masferrer en su famoso ataque “Contra el Presidente Araujo” (“Diario Latino”, 10 de diciembre de 1931). De “poner en manos del gobierno de Washington la solución del conflicto que ha estallado entre él (Arturo Araujo) y el pueblo salvadoreño”, sólo existe una solución “sean quienes fueren los que han asumido el poder en El Salvador, nosotros los aceptamos desde ahora, y les prestamos nuestra adhesión”.
El rubro crítico esencial lo cifra el desalojo obligado de las tierras comunales, reconocidas durante el régimen colonial, pero confiscadas por los países soberanos e independientes. Contemporáneo del encuentro con Darío, la apología ingenua suele reemplazar el juicio crítico que exige Velis Tobar por la exaltación letrada del indígena. Así, el requisito fundacional de una nación mestiza —la loa del pasado difunto— empaña el relevo del acto político anti-indigenista. Jamás se menciona el silencio letrado ante la ley de extinción de ejidos, en aras de la modernización. El mutismo regionalista se extiende ante toda lengua ancestral que permanece sin transcripción ni amplio comentario. Esto es, el castellano-centrismo.
El indigenismo en pintura, el indigenismo en letra castellana, contradicen el indigenismo político e idiomático. La colisión de postulados no podría ser más flagrante: elevar lo indígena en pintura al negarle su derecho a la tierra comunal de su arraigo ancestral. De nuevo, se aplicaría el axioma borgeano del mapa de lo Real. La literatura exhibiría la cartografía en espejeo invertido de la realidad social, cuyo desamparo ignora. La promoción del indigenismo en literatura —la verdad en pintura— contradice la democión del indigenismo en la política. A la hora de la exaltación poética, el indígena carece ya de tierras comunales, preludio de 1932. También ya su lengua se ignora. De lo contrario, existirían amplias antologías de literatura en las lenguas indígenas del país.
Sin asombro, el bloqueo actual a todo debate consagra de nuevo a las figuras que colaboran con el liberalismo modernizador, primero, y con lo militar en seguida. Se pretende que su proyecto liberador anticipe la actividad cultural de la izquierda letrada del siglo XXI. No hay otro modelo actual que imitar —crítica sin crisis— salvo al declarar la orfandad y la falta de arraigo en el pasado remoto. Por una distorsión interpretativa y de archivo, los antecedentes pretéritos de la Ciudad Letrada presente los ofrece la colaboración cultural con la extinción de los ejidos y con los gobiernos militares.
En síntesis, el freudianismo estricto dicta que la búsqueda de un pasado difunto defienda el quehacer de lo familiar en fundamento totémico del presente. Juan Preciado se llama quien —por cumplirle una promesa a la Matria— regresa al pretérito a rescatar “lo nuestro…alrededor de la esperanza”. De lo contrario, “los sueños” le atormentarían las noches. Por esta misma Ley de la Poética, existe un desfase significativo entre “los recuerdos…entre retazos de suspiros…por el retorno” y las experiencias abolidas. Como el día y la noche, no hay memoria histórica sin la supresión de los archivos nacionales incómodos.
Si no me lo creen, pregúnteselo a Gnarda y otros personajes, cuyo género y etnia sólo los expresa la ficción, complemento nocturno de la historia. Ellas le exigen al Sol de la razón que reconozca la presencia de la Luna. La apertura democrática debe admitir —demanda Gnarda— la existencia que la censura de 1932 calca en su fantasía: mujer afro-descendiente y mujeres indígenas en el silencio.