Por: Rafael Lara-Martínez y Karen Escalante-Barrera
Entre Aztlán y Cuzcatlán
Al salir de casa, el viento entona música pegajosa y alegre. Del cielo, la percusión de perlas guía mis pasos. Como rockola, mi mente escucha una radio lejana cuyo repertorio variado resuena desde años atrás. Me arrulla el paisaje tranquilo de la mañana, entre el hueco de sus frescas manos. Pirámide alzada en ojiva. Las extensas faldas verdes del volcán Quetzaltepec me sacuden las trenzas. Sueltan deseos de volar y llegar en colibrí a mi punto de encuentro, cercano a la caldera de Ilopango. Su lago testifica la antigua existencia de un gigantesco volcán, tan impresionante que sus blancas huellas mágicas recorren el planeta. Fragmentos de sus entrañas se dispersan en vísceras de la memoria, afectuosas e infinitas. En su origen recogen la belleza de culturas ancestrales, al entretejer maíz, ayote, frijoles. Amantes y guardianas de la naturaleza.
El microbús recorre despacio la ciudad tecleña, casi en paseo turístico. Las casas de la próxima colonia se acercan, coloridas de pies a cabeza las unas; pálidas y mortecinas, las otras. El rocío brillante en los techos grises —tejados achiotados— recuerdan la fusión de la historia. En su color hierba, la vida, fauna y flora de grandes fincas las manchan el tiempo y los sueños. Puñados de casas brotan en reemplazo, como hongos numerosos y variados. Ansiosas, las aguas recorren la ciudad. Prosiguen los antiguos mapas de sus cauces rutinarios. Buscan pozos naturales, afluentes y desembocaduras. En tiempos de lluvia, encuentran tragantes, asfalto, cemento, mientras las zonas boscosas se evaporan en tibios recuerdos. Acaso lo ancestral pervive entre sueños y riberas ocultas, bajo el artificio moderno que lo reviste en la superficie. Renace cada mes de lluvia.
El transporte se detiene cerca de la fuente en Paseo El Carmen, donde suben más transeúntes. Es temprano, pero las calles adormecidas saludan al sol. La gente pintoresca empieza a llenar de ventas las cercanías. En este enorme rompecabezas colorido, cada pieza encaja en su lugar. Verduras, legumbres, frutas, todas dispuestas sobre hojas de guineo, se colocan en canastos de fibras naturales elaborados a mano. Cruces hechas de árbol de jiote figuran entre los puestos. Para adornarlas se utilizan nidos y cadenitas, tejidas en papel de china o plástico. A colores intensos, tonos brillantes abarrotan el lugar hace días. Se instalan en cada esquina de muchos kilómetros del recorrido citadino. Pululan vegetales y adornos, hasta el centro de San Salvador donde desciendo a abordar el siguiente microbús.
Me recibe el barullo intenso de la capital. Vendedoras con sus canastos se asientan en puestos improvisados en las aceras. Otras vociferan sus ofertas. El espacio se reduce. El mercado se vuelve tan laberíntico y desbordante que parece sin fin. La bulla pasa desapercibida. Se convierte en el nuevo fondo musical. En sinfonía discorde —a múltiples arias y cuartetos — la incertidumbre es una pieza arraigada en la zona. Mares de gente vienen y van como olas en espuma. El lugar luce abarrotado. Hay tal variedad de productos que aquí se congrega el universo entero del país. Al caminar unas cuadras, esa escena se diluye a la espalda. Abordo la ruta de microbús que me lleva hasta el lugar donde me espera mi abuelita. Las emociones me acompañan siempre al recordarla y revivir sucesos junto a ella.
La trabazón y los pitazos no se hacen esperar. Cada vehículo transcurre como puede entre la abigarrada molotera. Todos parecen llevar prisa, sin importar el tipo de vehículo: moto, bus, carro, microbús. En su mayoría, los transeúntes imitan ese apuro. Se convierten en el engranaje amorfo de un reloj salvadoreño. Cada quien ocupa un lugar tan variable como la manecilla del segundero. La calle recuerda la alborotada selva tropical, en expectativa incierta y desfoliada.
El recorrido muestra casas antiguas, intactas al menos en su aspecto externo, aun si ahora las absorbe todo tipo de comercio que las opaca. La brisa vaporosa trae recuerdos de infancia. El Día de La Cruz siempre ha sido memorable. Sus preparativos comenzaban anticipadamente. A veces, hacíamos adornos por nuestra cuenta. Como una vez que fuimos a comprar papel de china, en los colores más intensos y llamativos: rojo, rosado, verde, amarillo, azul, etc. Mi mami, mi hermana, mama Lucy, mama Fina y yo nos alistamos a recortar el papel. Engarzábamos las minúsculas argollas hasta formar una cadena de cada color. Los nidos colgantes llevaban una bolita de papel estrujado adentro, al simular la madriguera de la cual surgirían los pájaros al vuelo. No sé por qué razón casi sólo las mujeres nos juntábamos a esa labor de delinear el papel semejante a la costura y al zurcido.
“Necesitamos” —pensaba a altavoz la utopía de mi abuelita, tan enérgica la refería que los pasajeros vecinos me miraron en asombro. “Necesitamos revertir el destino natural de la estaciones, hasta crear una verdadera cultura humana. El tiempo de lluvia. Hombres mojados. Llenos de lágrimas y sentimientos. Absortos en esas manualidades nimias, dialogarán por fin con nosotras. Sin delegarnos toda labor casera, asumirían también su obligación plañidera, cuando la lluvia se oculta bajo tierra y de su escondite profundo brota el sol incandescente y viril. Carente de cogollos, jamás germina. Luego de ese otro crucero del año. El que se llama Día de Muertos, porque las hojas marchitan y amarillan el paisaje reseco, sombrío de tanta luz. Por esas luminarias que suprimen los ojos de los hombres, ávidos de poder y dinero. Ya sin afección”. Entonces recuerdo aquel momento del cual surge el ensueño.
—Yo siempre hacía bastantes cadenitas para vender, me aclaró ella.
—¿Y dónde las vendía? mama Lu. Le pregunté.
—Ahí en la casa; las tenía adentro. También hacía nidos, de esos que cuelgan hacia abajo en sentido opuesto al paso de la Estrella Vespertina. Sólo le avisaba a las cheras y a las vecinas que iba a tener y rapidito las vendía. Les gustaba cómo los recortaba. Vas haciendo las argollitas y las vas pegando. Ahí salían a preguntarme desde afuera.
—¡¡¡ Luchiiiii !!! ¿Tenés nidos?
—Síiiiiii, les contestaba yo.
—Ahh, ¿Y a cuánto los das?, me preguntaban.
—A tanto, respondía.
—Ah pues dame dos —me pedían.
—Y mire, pistillo en mano, me insistió.
—Los nidos siempre los busca la gente, pues anuncian las lluvias venideras. Te pronostican cómo va a ser el invierno: copioso, seco o entremedio. Según como la chiltutut lo ponga. Ella es la mensajera de las lluvias. Anuncia la reproducción y nuestro ciclo vital. Ya ves que las semillas crecen al interior de la tierra como los niños en nuestra seno. Por eso, en buena parte, la chiltota nos predice el destino. Al menos, gracias a ella, bastante vendía, siempre me andaba rebuscando. Con cualquier cosita. Acordate que la Cruz debe ir bien adornadita, de colores fuertes que atraigan el arco iris y sus riquezas a ambos extremos. Ya ni se mira de tanto adorno y le ponés la fruta, coyoles, arrayanes, paternas, frutas de temporada. Así el mundo fructifica en iguales racimos de abundancia. En hijas y nietas, igual que vos. A ver si un día las cosas cambian y los hombres se vuelvan más lluviosos y sentimentales, en vez de asoleados y hoscos. Y le elaboren matatas a la Cruz como nosotras lo hacemos.
Ahora casi llego y me apresuro, ya que las primeras lluvias me remojan las trenzas. Y mi vida sigue en crucero. Ante todo, en este día en el cual el sol se jubila, por un semestre, y lo húmedo invade el alma de retoños. En estos brotes florecen remotas ofrendas, quienes se niegan a morir en el olvido.