Por: Rafael Lara-Martínez y Karen Escalante-Barrera
Entre Aztlán y Cuzcatlán
Ese día el viento amaneció travieso y encrespado. Iba y venía sin rumbo, desordenando los cabellos largos que flotaban como las aves al encumbrarse. Recogía las hojas de los parques y de las aceras de Santa Tecla. Hasta la basura se alborotaba hacia los cuatro rumbos en son de aventura. Había arrinconado nubes a lo alto, al teñir el cielo de añil bandera. Los chíos revoloteaban en su cantar risueño. Despeinada, la cordillera del bálsamo amurallaba el paisaje urbano entre las lomas vestidas de madrecacaos sin retoño. Aturdidas de su lesión sin ofrenda. Al fondo, aún sonreía la Luna cuya tenue luz me vaticinaba las fases cambiantes de la vida y del cuerpo.
Al correr entre los árboles, por la grama del parque, me adelanté un poco al subir muy animada las gradas, como si el día fuera a terminarse enseguida. Sabía que era hora de jugar y buscaba el espacio ideal para lograr el objetivo. Un sitio plano, sin obstáculos. “Acaso la vida es un juego”, reflexionaba, «como en clase me decían “te toca”». A imagen de una guitarra cada alumna pulsaban al ritmo cambiante de las estaciones, según la cuerda en requinto que rasgueaba la maestra. Nueva imagen de la Luna.
Mi abuelita me acompañaba ese día. La esperaba arriba de los peldaños que había subido yo en un instante. A vuelo de pájara escalé en aleteo. Vestía falda, blusa y zapatos cerrados. Ligera, casi en plumas. Me encantaba verla de lentes, tan característicos, por su color negro, alargados en ojo de gato y brillantes incrustados en las esquinas de los aros. Esos anillos cuyo círculo evocaba las estrellas. Su constante revolución.
—¡Qué hermosos!, pensaba yo casi a altavoz, si un día necesito usar anteojos, voy a hacerme unos iguales, aun si no estén de moda. Quizás para ese entonces, ella imitará el astro menguante y yo, el creciente. Siempre la Luna.
Al llegar a la cima me tomó de la mano. Caminamos por la grama en busca de un lugar donde sentarnos un momento y colocar las provisiones. Ella llevaba una bolsa de tela con frutas, golosinas y jugos para cada una. El césped siempre lo fantaseaba en libro, ya que rimaba al revés con la lección de gramática que me enseñaba la escuela. “La grama”, le decíamos. “Tal vez las palabras juguetonas”, creía en mi ingenuidad, “existe una vía directa del hablar y escribir correctamente al verde de este pasto que tanto me deleita”. Así me lo había inculcado mi abuelita quien, en sentido contrario, creía que la Luna nos regía en un ciclo mensual semejante al de la hierba. Retoñaba, crecía, se podaba y… A saber qué sucedía al final. Tal vez una se volvía nube hasta ascender al astro de la noche.
—Tomate tu juguito ya si querés, me recomendó ella de repente. Has corrido mucho.
—Vaya pues, le respondí.
Ambas bebimos un poco de jugo de naranja que ella había preparado antes de salir al breve paseo al parque de la colonia. Esta vez no iríamos a los columpios, a las canchas ni a los deslizaderos. Deseábamos jugar con el viento y encumbrar las adorables pizcuchas que habíamos fabricado en casa. El viento me señalaría el destino, al moverme como esas caricaturas de la tele, al acorde de los oboes.
Las pizcuchas las habíamos elaborado de forma sencilla, liviana y colorida. Nos encantaban tanto las manualidades que las practicábamos con entusiasmo y cariño. Justo lo necesario para el vuelo. La hechura podía ser en papel o en plástico, el cual resistía más a la intemperie agitada de la brisa. En ciertas temporadas, varias pizcuchas se cruzaban al decorar el cielo de retazos multicolores bailando al compás del viento. Parecían bandadas de pericos volubles y silenciosos, de tono verde más encendido que la grama. Acaso figuraban la amistad y el amor en sus fases de Luna. A paso de aves nómadas, se ordenaban en figuras geométricas que el viento huracanado deformaba en celaje. Como las disputas escolares a la hora del recreo. Las cometas ofrecían un espectáculo sencillo y hermoso de mariposas en derroche de colores brillantes. Mi andar enamorada al descubrir mi vida en ciernes.
—Vení, te voy a desenredar, dijo.
Yo peinaba de flequillo y el cabello suelto. Me acicaló con tranquilidad y luego me ajustó la chonga del vestido hacia atrás. Al terminar acomodamos las cosas en la grama, dos mantas y la bolsa de golosinas, útiles escolares a la hora de las letras. Tomé una de las pizcuchas y troté.
—Ahora sí, insistió, llevátela y encumbrala vos, aquí voy a estar yo, cuidándote. —Sí, le respondí alegre.
Corrí hacia lo más plano del parque, desenredando el hilo poco a poco hasta buscar la forma de elevar la mariposa artificial. Si hacía mucho viento, era más fácil elevarla. En caso contrario, había de agilizar el paso varias veces hasta lograr el objetivo y lograr estabilizarla en lo alto. Así maduraría yo, me inculcaban, remontándome en pizcucha a hilo suelto hacia una profesión adulta. El tiempo se pasaba entre pláticas amenas, intentos fallidos y logros temporales. Me divertía correr varias veces hasta llegar al punto esperado. En ese momento, sentía una felicidad enorme, al maniobrarla y pasearla dónde fuera. “Una vida en pizcucha”, fantaseaba, “era la mía. Me habían armado de varillas delgadas, en armazón férrea, recubiertas en papel de china a color castaño claro, tenaz ante los embates del chiflón. Pero un día”, me repetía, “voy a volar como pizcucha, aun si siempre peligre de abatirme al vuelo”.
—Abuelita, ya está encumbrada, sonreí.
—Ahí voy, respondió al tirar en vaivén el hilo que la sostenía.
Yo fui por unos nísperos, de los cuales le llevé dos a mi abuelita. Nos encantaban las frutas y a ella le fascinaban las que guardaba en la refri, heladas, y en ocasiones tajadas. Comía con cuidado para no estropearme el vestido blanco de revuelos verdes que tanto me gustaba. Los plisados y el bordado, al frente de la falda, imitaban a una niña de cuento, vestida de igual sombrero y tortuga tejida. También me cuidaba los zapatos negros de correa y calcetines de encajes blancos. Casi de uniforme. Me sentía profesional quien, a vuelo de pizcucha, abogaba por elevar cada retoño en fruto. Inventaría la nueva carrera de pizcuchología, el arte de encumbrar vidas, ante todo, aquellas que pendían de un hilo.
Me limpié en un pañuelo que llevaba ella, luego fui por la otra pizcucha para empezar de nuevo el ritual del juego. Corría por toda la zona verde del parque. Mi abuelita y la brisa me animaban a alinear ambas cometas, como mariposas listas a danzar melodías variadas que inventaba la corriente. Por algo la ópera se componía de arias.
El viento le removía el cabello a mi abuelita, recogido en una cola alta, mientras yo encumbraba la segunda pizcucha. Caminé hasta llegar a ella y así dejar que también se acompañaran en las alturas y platicaran como nosotras conversábamos en el suelo al observarlas. Ideaban una vida mejor redimida de la pobreza que embargaba los barrios aledaños de la ciudad.
—Antes estos terrenos eran fincas, me explicó.
—Y ¿qué sembraban?, le pregunté.
—Sembraban naranjas, guineos, mangos, guayabas, de toda fruta.
—Pero la mayoría eran siembras de café, aclaró.
—¡Qué enormes eran esas fincas! ¡Cuánta fruta y café!, respondí. La misma cosecha que alzaba la ilusión de madurar proyectos infantiles en labores adultas.
—Sí, se miraba todo el verdor desde el centro de la ciudad, sonrió ella. Lo triste es que al extender los cafetales, el cacao quedó huérfano. De su gloria —como de la nuestra— sólo subsistió un aria en recuerdo.
—¡Qué bonito era!, con más plantas que cemento, agregué. Las animaba la brisa que tecleaba una música sacra, en remedo de la Santa Patrona.
—Sí, así era, asintió ella. Yo seré siempre tu madrecacao, sin abandono ni embargo que me expulsen de tu alma. Ya ves que las cosas materiales se extinguen, como el cacao y las tierras comunales. Sin nombre, ahora son madrecafetos. Pero su antigua guardiana en nahual sigue ilesa. Los protege bajo su sombra e incluso florece.
—¿Cómo lo hace?
—Crecen en las plantas que por equivocación nombran parásitas, verdaderas bellezas que se llaman orquídeas. Retoñan igual que vos en mi plácido ensueño. En el arriate y en el vivero del anhelo.
La alegría me elevaba en pizcucha e imaginaba que ambas mariposas danzantes describían paisajes lejanos. Figuraban mis ilusiones futuras a realizarse, al contar historias inéditas. Extrañas cuales flores ocultas en la fronda de mis sueños, pero reconocidas como la baya al rojo vivo en la piel. Entre sí, las lamparillas se relataban al vuelo nuestra propia leyenda y se la confesaban al viento. El aire se la narraba a los demás transeúntes de las alturas —aves y nubes— al disolver en éxodo ese momento inolvidable.
Ahora mismo, mis recuerdos vuelan y viajan al igual que las pizcuchas. Se deslizan por los senderos de la neblina. Las corrientes de aire me abrasan en fruta sazona de cafeto. De cafeto que se encumbra en cometa colorido. Me acarician en sus melodías improvisadas, que traen la alegría y sonrisas de aquellos días. Por fin, admito, soy pariente de la Luna en su cuarto creciente.