Matar a… era una condición previa para existir. RA
Por desgracia, yo no maté a… Tampoco oculté el crimen, ni temí escribir el nombre de sus ejecutores. Eso de “no se sabía quién lo había matado” no lo escribí yo. Como si nadie lo supiera. Ese mismo mayo, entre cruces de jiote, rodeadas de guirnaldas y frutos en ofrendas. Las primeras lluvias tenues y el día de la madre bajo la borrasca natural en flor. Distantes, entre Aztlán y Cuzcatlán, me dictan el testimonio natural de los pepetos.
Tampoco renegué de su legado. “Pequeño burgués”, lo tildaban. Los mismos que le diputaban su influjo. Quizás por envidia. Ni burgueses de a de veras, ni proletarios. Sólo rencillas en el mismo grupo. La misma clase en disputa de seguidores. El poder político siempre legitima la hazaña. Revestida de justicia, recibe halagos que ocultan la afrenta. Las peleas fratricidas.
Ya nadie se hace cargo y, de asumirlas, las tildan de desliz insignificante. De tropiezo infantil. Por esta razón, a quienes escuchamos los disparos. A quienes observamos el cuerpo desplomarse en fruto de cafeto maduro. A quienes presenciamos el entierro en abono de los maquilishuat en flor. Nos aborrecen hasta silenciar nuestra lengua. Sin tregua nos expulsan en caravana migrante.
Emigramos, no por miedo a la Muerte, nuestro seguro destino. Migramos porque así honramos la identidad de este pueblo. La de un país que llevamos dentro. Sajado de nacimiento. Nuestra nación es una nación dice-Minada. Vive de socavar la diferencia, al obstruir todo diálogo político y cultural. Rehusamos que, desollados, nuestra piel la utilicen en pergamino del olvido.
La razón superior obliga a la caravana migratoria —a la disemi-Nación de riada. La población es itinerante. Somos engendros del morro en estallido nómada de Tepehuas. Hijos de la mazorca, nos desgranamos antes de la siembra Y reverdecemos en tierra ajena, hacia los cuatro rumbos del universo en cruz. Cercenado, el país esparce vástagos por el mundo. Se desmorona en migajas según el lema agrario y el decoro.
Somos la siembra. El elote que se esparce en semillas fértiles. No sólo lo mutilamos en pepitas y olote. También, antes de renacer, lo obligamos a reconocer su vocación de carroña arropada bajo el musgo. Luego ya en flor —futuro fruto y alimento— casi nadie nos conmemora en origen. Pervivimos soterrados bajo el silencio. Amasados en la identidad de la tortilla, según la costumbre.
Somos la limpieza. Las uñas se recortan antes del adorno y de la cura. El pelo cuyo recorte hoy concede la decencia y la virtud del peinado. Bajo tierra o en tierra lejana, alimentamos la dignidad del desprecio. Por ese comienzo —que de antemano fija el destino— nuestro ex-silio lo traduce el ex-sito sedentario. La rima olvidada del inicio, ex-, obliga el impulso de la salida. Antes sucedía por represión militar; hoy, por expresión laboral. Los opuestos siempre se reúnen en el intercambio continuo como el día y la noche, la memoria y el olvido. El afamado jaguar y la víctima culinaria que lo sustenta.
Nos rige lo desconocido. La ley que une los contrarios. Nadie la recuerda, ya que el triunfo siempre desdeña al vencido. A quien por su derrota le otorga la victoria. Animal caído en la fuente, sonrojada, desprecia el estupor de la pena. Desagradecida, alienta la ilusión de la pureza. Tan pura que las democracias reciclan las expulsiones periódicas. Por búsqueda de trabajo, las migraciones constantes suplantan los exilios poéticos. Ahora ya sin héroes ni plumas que las condecoren.
Herederos de la paterna (inga edulis), nos disputamos quién la remeda con precisión exacta. El verde intenso se recubre de blancura. El enlace de colores designa el provenir en repetición y en fuga del pretérito. Tal es la discusión permanente. Averiguar en quién pervive la esperanza vestida de terciopelo blanco. En la evidencia del fruto maduro que deleita al comensal; en la raíz oculta y lejana, carente de aprecio.
Por esta disputa, hoy que la memoria reclama la evidencia, se esconden los archivos. Reciben el mismo destino que las migraciones ilegales. Visa de salida y difícilmente de entrada. Así le sucedió a la obra truncada del Difunto, sacra siempre en la Muerte. Rechazada, la ofrenda yace desperdigada bajo tierra ajena. Espera que los regadíos no se estanquen en la acequia sin cauce. Entre la lama y el sargazo de la acidez natal.
En verdad, por desgracia, yo no lo maté. Obra necesaria en la guerra fratricida para obtener honores terrenos. Según un antiguo dicho, “sólo el crimen afirma la existencia”. “Yo que soy un muerto, obtengo reconocimiento social como héroe o asesino según la causa”. Entonces, sumiso, mi cuerpo merecería digna sepultura, en vez de abonar nopales insípidos.
Pero, sonrientes en sus espinas. Me arropan y me convencen que en verdad regreso a mi tierra distante. Su verdura declara el lúcido calco de mis huesos. Satisfecho, pese a mi desobediencia y errores, confieso que he cumplido mi vocación de paterna. Pervivo entre la semilla ósea y el cactus.
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