El ejemplo de 1932 —sin el 32— se aplica a 1969, sin la guerra entre El Salvador y Honduras. Bastan dos nombres que se reflejan en repetición constante (véase J. F. Toruño, “Actividades literarias del año de 1932”, Ateneo). De llamarse Francisco Gavidia recibiría una Biblioteca en su honor y la conmemoración constante de la izquierda. Lo merece su compromiso al honrar “la democratización de toda la América”, durante el Centenario del Padre Delgado en la Universidad Nacional (1932). A ambos lados del espectro político, sus adeudos celebran ese convenio fundacional, en reincidencia del silencio sobre la Ley de Expropiación de Ejidos (1882).
En cambio, de llamarse Gnarda, por ser mujer afro-descendiente ocuparía el lugar de la ficción. Esa doble diferencia une el género y la raza con una disciplina particular. En sus laureles, la historia es cuestión varonil sin identidad étnica visible; en su olvido, la ficción despliega el lugar de la mujer y de lo étnico (léanse “El oso ruso” (1944) de G. Alemán Bolaños y “Ola roja” (1948) de F. Machón Vilanova, a protagonistas indígenas femeninas). Igualmente, en 1969, siempre se aclamará la labor editorial de la Universidad de El Salvador, entre lo más sobresaliente destacan las “Obras escogidas” de Salarrué. En otras editoriales, sobresale una centena de obras literarias adicionales, aplaudidas por su contribución a la identidad nacional. Tal es la ética de la poética: el silencio de la frontera y la colaboración (in)directa.
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Si los hechos de la historia social refieren la guerra, según los co-hechos literarios la guerra no existe. O poco les interesan. Actualmente, la alabanza y la condena forman la unidad de un mismo año —sea 1932 o 1969— por la ley de la unión de los opuestos. La memoria y el olvido se sueldan en faz luminosa y oscura de lo mismo. Hay que celebrar el arte que elude la vivencia popular en el entorno.
Así lo declara el Bulevar de los Héroes en trifinio: la cruel experiencia de campesinos y soldados en la frontera, los altos héroes militares condecorados y los afamados héroes de la pluma en el silencio. Por una lectura esquizofrénica de lo nacional, El Salvador ofrece una tensión analítica entre el silencio popular, la tragedia militar y la exaltación artística.
Como siempre, si existe una verdadera experiencia de la Muerte, sólo la transcriben los vivos, en el desapego de la distancia objetiva. Por esta razón queda por descubrir la identidad acallada de los descendientes de Gnarda en 1969. De casi toda vivencia fronteriza entre países, disciplinas, etnias, género, etc. Acaso sólo aquel lenca mítico —quien se salva de la cárcel en San Miguel— pervive en la fantasía de la diferencia (véase: A. Chapman, “Los hijos del copal y la candela”, 1985). En fuga hacia Honduras…