De niña recuerdo el gesto que me estremecía al despertar. Debía vencer el estupor diario de mi timidez, desde una hora temprana. Una sonrisa, un leve estirar de los labios me hacía saltar de la cama jubilosa al abrazar a mi abuelita, quien me removía la colcha. Me animaba y, a voz baja, entonaba aquella rima de “naranja dulce, limón partido”, antes de variar el ritmo hacia la copla del “mango manila”. Se detenía en falsete en la sílaba terminal, iiila, la cual alargaba por todo el cuarto en desafío a su estrechez. “Hiiilo”, le respondía, brincando al frente. Me repetía que esa sonrisa matutina explicaba el ser mujer.
No necesitaba mantener retratos ni fotos que luego sustituyeron el óleo. Ni figuraba de modelo al frente de un pintor. Le bastaba su mueca femenina —así la llamaba— la cual combatía toda violencia. De esa manera explicaba lo hermoso. No provenía del buen vestir, del maquillaje ni del hablar florido. Para ella, se concentraba en el aroma que destilaba ese guiño de los labios. Resonaba silencioso bajo la luz intermitente de la madrugada. Era el despertar. En mis hermanas y en mí provocaba un efecto en hilillo, como el de una risotada. Como el de un atajo cuyo sendero abría un nuevo día en su albor.
Toda la labor doméstica la inauguraba ese sacudirse previsor. Había que prepararle desayuno a los varones— inútiles en la cocina, pero grandes comelones— barrer, trapear, lavar ropa, planchar. Mi abuelita siempre honraba su título de nixtamalera. “Niiixta”, le silbaba a mi abuelo si rezongaba antes de salir al trabajo. “No refunfuñés”, le insistía, “que a nosotras las mujeres nos toca igual de molesto que a Uds. O quizás más. Yo he andado de cortadora de café en todas las fincas de los entornos. No sólo conozco ese tipo de trabajo. También sé cómo desquitarme del acoso de los caporales, algo que a Uds. no les importa”.
Eso recuerdo mientras el bus sortea el pesado tráfico de la ciudad de Santa Tecla al centro, y de ahí otro microbús hacia Soyapango, donde ahora vive ella arrinconada en una colonia. Deseo verla hoy, antes de Navidad para levantarle el ánimo. Y quizás también el mío. “Hiliillo”, me repetía, para mitigar el aburrimiento de la trabazón. El barullo de las cumbias —repetitivo y pegajoso— los pitazos y el humo no logran mitigar la memoria ni el anhelo del encuentro. Sé que mi tesón actual lo formó ese despertar temprano a la hora de su sonrisa. El ademán de sencillez y simplicidad que le otorgaba un sentido pleno a mi vida, a penas en ciernes.
En esa inmadurez debía guarecer aún más el cuerpo inocente de la mirada furtiva de esos varones a vocación caporal. De sus ataques, en el jardín de recreo, siempre me salvaba el hilillo. Lo intuía madeja enmarañada que al desenredarse me conducía al centro de mí misma. A una alegría sin límite. Donde se escondía el astro matutino, el de las tortillas en ceniza. El que me zarandeaba al amanecer. Ella siempre me lo repetía uno vive en un laberinto —como el del vecindario del mesón San Pablo del cual sólo salía birlando obstáculos y presencias gratas o incómodas, a la hora del apuro laboral. La misma escena me estremecía a la hora del barullo entre las clases, afanada por estudiar, más que por los empujones. Los atropellos que me iniciaban a la vida adulta.
Transcurría las filas en serpenteo creyendo que, al revivir a mi abuelita, me hallaba en una finca de café. Caminaba a paso certero como si evitase la maleza y el embate de lo indeseable. Proseguía las filas de entrada a clase entre las ringleras de cafetos en fruto rojo incandescente, en el peligro que me acechaba y advertía la presencia de otras ristras protectoras de madrecacao en su verde esperanza. Nada ha cambiado —pienso—salvo el trasfondo urbano actual que reviste de brea el acoso. Más indirecto y solapado por la presencia tan cercana de transeúntes y pasajeros que se acorralan en este espacio minúsculo.
Este microbús lo concibo más angosto que el laberinto del mesón donde circulaba mi abuelita en zigzag evasivo. Más provocador que la cáscara madura del café al asedio. Ahora ya se evaporó ese aroma entre el asfalto. Sólo me queda el recuerdo de sus relatos que —entre las sílabas agudas del hilillo y del nexti, prolongadas de nuevo— me acercan cada vez más a mi abuelita. A su empeño de sonreír ante la agresión y escabullirse. De seguir siendo mujer, siempre en la sonrisa…