Por: Rafael Lara-Martínez y Karen Escalante-Barrera
Entre Aztlán y Cuzcatlán
A veces resbalo en el recuerdo como si hojeara un álbum de fotos que, en sucesión cronológica, transcribe mi infancia. Esos días ahora marchitos afloran en el tedio de una memoria que transcurre entre trabazones de microbuses repletos y pitonazos. En vez de aliviar el tráfico, lo saturan de ruidos tan contaminantes como el humo. Corean Dixit Dominus a ritmo de cumbia, sonora y matancera del tímpano. Entonces divago y me imagino niña ingenua quien, de la mano de su abuelita, camina por las calles medio vacías de Santa Tecla hacia el bullicio del mercado. Ahora bajo una lluvia tan intermitente como las palabras que la evocan. Acaso en ese recuerdo anhelo opacar el asfalto urbano que desgaja la presencia desde su entraña viva.
—¡Buenos días! niña Luci, ¿Cómo le va?
—Ah bien le respondía ella, aquí en las mismas, viendo que llevo para el almuerzo.
—Ah mire pues, aquí le tengo fritada, está recién hecha, ¿No me va llevar hoy? Se la tengo barata…
—¿Y a cuánto la tiene ?, le preguntaba ella.
—Pues aquí lo que Ud. diga, si un peso quiere, un peso se le da, si un poquito quiere también.
—Mmm vaya pues, ahí voy a regresar porque ahorita tengo que llevar otras cosas y después volvemos, decía ella…
—Aah vaya pues, aquí la espero niña Luci.
—Como no, respondía ella, ahí vamos a venir otro rato.
La fritada la tenían en un huacal grande de aluminio; la señora que atendía revolvía el producto con una cuchara enorme de madera, y les daba vueltas a pedazos de cachetes, patas, vísceras que no reconocía y otros pedazos de carne. Todo esto en trocitos, que se miraban atractivos, a lo que les añadían chiles verdes, rojos, cebolla y otros ingredientes. A mi abuelita le gustaba mucho la fritada; en esos días a mí, también. Siempre llevaba aunque sea una bolsita para las dos. El puesto estaba en la parte de afuera del mercado de Santa Tecla. Todo el lugar lo cubría un techo con un intervalo amplio para caminar entre los puestos de ventas. Yo sólo observaba. Era raro que interfiriera entre ella y sus conversaciones con la gente adulta. Hacía preguntas al finalizar la conversación, o hacía una señal de hablarle al oído o cuando se despedía de la gente. Y claro en más de alguna ocasión le salía con alguna ocurrencia graciosa.
Así sucedió una vez. Al recordarle aquel gesto conmovedor que deletreaba en letanía. “Todas a una”. El estribillo lo comenzó a cantar una noche nublada sin Luna. Un enorme papalote había entrado por la ventana semi-abierta a guarecerse de la lluvia torrencial y de los truenos que nos estremecía a mis dos hermanas y a mí. “Todas a una”, nos incitó a la defensa mientras temblábamos de miedo por la mariposa negra cuyas alas desplegadas vaticinaban mal agüero. Estas supersticiones las aprendíamos en el Kinder como si infundir miedo fuese tarea primordial, antes que la lectura. “Uds. son tres mosqueteras. Mejor, son tres caperucitas aunque no anden de rojo, así que un lobo hecho polilla gigante no puede intimidarlas. Cuídense de los hombres, que son de más mal agüero que esa mariposa negra”. Todas reímos y de un escobazo expulsamos el insecto hacia el corredor, de igual manera que espantábamos a los niños que nos acosaban en el recreo. La casa era pequeña. Tenía tres habitaciones, un solo baño, la cocina, la sala y el comedor. El temblor de nuestros gritos la estremecía tanto como el bamboleo de este microbús en el tráfico sin fin. “Esta es una sola víscera de la memoria, destazaba igual que los animales en el rastro”, me repito a coral de Dixit Dominus, entre la cumbia bullanguera del microbús. “Como la fritanga, de las colinas que rodeaban Santa Tecla sólo me quedan retazos de nostalgia, desperdigados entre el ruido citadino, el cemento y el humo”. Quizás ese mismo tizne salpica siempre mi memoria. Mi memoria circula por una Santa Tecla, ahora sin más cerros tupidos que el pavimento grisáceo. Y el gusto lejano de la fritada disperso en el celaje.