El Salvador
sábado 23 de noviembre de 2024

Texto en textil

por Redacción


Disfrutábamos las aceras tranquilas, donde podíamos distinguir cada persona tecleña y reconocer su figura al instante. “Buenos días, Buenas tardes, que le vaya bien”, eran las pautas de cortesía acostumbradas.

Por: Rafael Lara-Martínez  y  Karen Escalante-Barrera
                          Entre Aztlán y Cuzcatlán

In memorian
A mi abuelita. Luz y ternura en mi vida.

 

Ese día decidimos ir a comprar los materiales que mi abuelita necesitaba para elaborar unos manteles en estampa. Su diseño tatuaba la vida en una telenovela a capítulos. Cada encaje contaba por el relato de un año. Era difícil descifrar su código más intrincado que la madeja del sentimiento. En las tiendas, buscábamos carretes de hilo suave, no tan grueso como la lana. Esta pelusa sólo la utilizaba en los tapetes que guardaban la huella de cada paso en los dormitorios. En casa, los sueños decoraban las alfombras, mientras los otros ovillos tejían anhelos ajenos. Matrimoniales y domésticos.

Abordaríamos la única ruta de buses que pasaba por la colonia hacia la época. En la parada, esperamos bajo una caseta abierta hacia las nubes ciñendo los techos lejanos. Por su vapor brumoso, se perdía la mirada que rociaba los tejados de humedad brillante. Ahí, en la cima, daba la vuelta el bus y descendía en caracol por la calle ancha de la loma, hasta llegar a la avenida principal. Entre el barullo y la gente, desembocaba al centro de la ciudad.

Nos bajamos en la parada de ANTEL, donde quedaba el Colegio Santa Inés. Tan sólo admitía niñas como el bordado que urdía nuestra historia. Cruzamos la avenida y caminamos rumbo a los portales de Santa Tecla, en busca de almacenes que vendieran materiales de costura. Mirábamos las calles sucias, por la basura de golosinas que los transeúntes botaban al suelo. Hasta por las ventanas de las camionetas y carros volaban los desperdicios, que sustituían los árboles deshojados por un otoño incoloro. Cada quien dejaba su huella, fuese en grafiti sin decoro ante una pared inerte. Peor, en el desecho de plástico que suplía el follaje. “En breve” —mascullé— “el mundo lo hará invisible este manto elástico transparente”.

Disfrutábamos las aceras tranquilas, donde podíamos distinguir cada persona tecleña y reconocer su figura al instante. “Buenos días, Buenas tardes, que le vaya bien”, eran las pautas de cortesía acostumbradas. Las mismas caras por todas partes. Sólo cambiaba el escenario en el cual sucedía el encuentro habitual. A veces piadosas en la iglesia observábamos de reojo entre rezos; otras parlanchinas, de regateo en el mercado; o alegres de paseo; también caminando rápido por las calles. Santa Tecla se volvía un lugar familiar llena de gente conocida y amable. Casi al final, antes de llegar a los portales, siempre se hallaba sentada la señora que vendía tamales pisques y de chipilín con queso. Eran tan ricos que sin variar llevábamos unos cuantos de cena. Pero venía después de las cuatro de la tarde, así que pasamos de largo ante su perfil a penas insinuado en la hojarasca marchita. Más ajado por la sequía del verano.

Al llegar a los primeros portales, visitamos almacenes para tantear las cosas que salían al paso. Nada en especial, lo hacíamos de recreo, sin andar de prisa ni arrebato. Luego cruzamos la calle y caminamos hacia los otros portales. A un lado, se escuchaba el mercado, en su coro de vendedoras, cada una con su canto característico. Me divertía esa sensación de encender la radio, cuando una cambia las emisoras, entre anuncio y canciones repetidas a la moda. Fueran cumbia de chufles y pacayas; ranchera del izote; pasodoble de la paterna; rock de la papaya y ácido metal del limón. Todas en coro al unísono, sin acuerdo previo.

Hacia el otro lado, nos dirigimos al almacén de telas e hilados. Había variedad de madejas, colores y tamaños. Llegamos justo cuando recibían un pedido de nuevas hebras. Escogimos los ovillos entre ambas, ya que siempre me pedía opinión de cuáles prefería y adquiría alguno a mi gusto. Ella tenía manta en casa, que podía cortarla a su antojo para terminar los encargos. Ese día sólo compraríamos los hilos en variedad de colores.

—Mama Luci, ¿dónde aprendió a hacer sus bordados?, le pregunté mientras revisábamos la gama de colores que me atraían por el fino trenzado en remedo de una larga cola que me adornaría la espalda.

—¡Ah!, aprendí a hacerlo con las monjas del Santa Inés. Asistía junto a un grupo de niñas a formar nuestro carácter. No fue mucho tiempo pero algo estudié, me comentó ella.

—¡Que bonitos le quedan!, la animé.

—Sí, ponía mucha atención en esas clases. Me fijaba bien en lo que hacían y se me quedaban las lecciones tanto que desarrollé el oficio de costurera, agregó.

—Una niña lista, mama Luci, sonreí.

—Sí, estaba chiquita. Recuerdo que las monjas me querían mucho, a veces les hacía mandados y me premiaban con un regalo.

—¡Que divertido!, dije, mientras ella pagaba las madejas de hilo, en lava incandescente.

Por oficio guardaba bobinas sobrantes en enormes trenzas. Me alegraba verlas al imaginarlas hechas de cabello en color irreal. Revueltas, como coletas entrelazadas en arcoíris inventados. No había Rasatafari tan variado como ese enredo de melenas teñidas. Francas al viento. Las sobreponía a la cabellera de mi hermana y a la mía, al crear nuevos peinados. Fantaseaba también corrientes de ríos de diverso color, bajando de las colinas en serpenteo. Su curvatura se retorcía por la cordillera del bálsamo. Siempre la acompañaban el púrpura del café maduro, el dorado de hojas marchitas, el achiote de orquídeas y la mezcla naranja del atardecer. Había que bordar ese paisaje en los manteles e, interiorizado, lo volvía recodo íntimo.

Cada pieza elaborada contaba una historia diferente, en sus dibujos, formas, hermosas puntadas, que mi abuelita bordaba en dedicación y cariño. Sus adornos habían predicho dramas domésticos llanos. Amores eternos y separaciones abruptas. Paisajes lluviosos, plantas, animales aún sin descubrir y vientos varios, en metáfora de la historia. “Las cosas se hacen con ternura, sino mejor no hay que hacer nada” —me decía siempre con razón. Admiraba su dedicación por esa labor cuya energía desbordante hacía transcurrir la Luna de nueva a llena en una sola noche. En una jornada de tejido intenso.

Sus fases le sugerían los colores e hilvanes a ejecutar. Hoy le tocaba el resplandor y la puntada cerrada, según la aguda tortilla tostada que se alzaría al atardecer de regreso a casa. No importaba el color en sí —tinto, anaranjado, violeta, chiltota. Le interesaba calcar el matiz en celaje ardiente. Tras las lomas verdes se escondía el sol que, en dictado, le deletreaba el bordado. Desde niña había aprendido a coser, ya que lo consideraban faena natural de las mujeres, como los varones chapodaban con machete y garabateaban planas de caligrafía en esmero.

Parecía que había dos artes regionales, según aprendí ese día. Tejer y escribir. La una urdía textiles; la otra textos. Dos deportes. Cocinar y jugar. Jamás ella cuestionaría la ley natural de tal designio. Sólo, por hábito de justicia, a veces reclamaba que se establecieran juegos florales de tejidos. Sus interrogantes aún resuenan durante las noches en vela. Se entremezclan a mis sueños infantiles. ¿Quién tramaría mejor el designio de la flor? ¿Las reglas de ortografía en rima? ¿Los jeroglíficos zurcidos, color de Sol en el ocaso? La Luna creciente al levante. Venus, nixtamalera al alba, siempre en silencio. Astros acallados por la gloria del hombre. Aún no sé a cuál de esas artes me pactará esa ley humana de lo natural. Tejer textos. Discurrir textiles de mi vida.

Hilo 4d4