In memorian. A mi abuelita, luz y ternura en mi vida
Esa fresca mañana de enero, una chonta recitaba el grato “buenos días”. Su hermoso requinto se alargaba al acariciarme los oídos. El cielo lo pincelaba el amanecer, salvo por varias nubes dispersas que las despedaza la lejanía del horizonte. Se difuminaban como si las huacalchías las hubiesen borrado a propósito bajo el envés de sus alas. En los árboles de aguacate, los zanates cantaban, turnándose por las ramas, casi sincronizados al prepararse a la danza. Hacia el centro de la ciudad de Santa Tecla, se distinguía el campanario de la iglesia María Auxiliadora.
El resto de techos se hundía al fondo del paisaje en una mezcla de colores armoniosos conmovidos por el tañido incesante. A esa hora, las calles permanecían tan vacías que sólo unos pocos transeúntes las circulaban sin premura. Resistente como la piedra, labrada en el ático de la iglesia, una vendedora de mangos vestía uniforme de blusa, falda, delantal y yinas a colores. A temprana hora, instalaba su canasto, pelaba la fruta y la deshilachaba en fina costura de remiendo, mientras molía pepitoria descascarada en polvo de alguaxte. Aserrín que lo esparcía hacia los cuatro rumbos en prédica fortuna, al igual que yo de la mía. En busca de un hado y profesión.
Nadie sabrá si desapareció o quizás la reemplazó otra señora idéntica en su figura anciana y en su labor matutina. Como el paisaje tropical, las mismas siluetas retoñan cada temporada de frutas y lluvias. En este ciclo perenne, nada cambiará cuando me marche de la Tierra y otro rostro semejante al mío me sustituya. Me suplante tranquilo como el repiqueo acuoso del chorro que, esa misma mañana, caía en la pila a medio llenar. En un fluir constante. De nuevo, mi vicaria anotará que al vaivén de las estaciones el panorama humano se repite. Cual reloj descompuesto acierta la hora exacta dos veces al día. Al anunciar el paso diario de Nextamallani y Xolotl.
Por el dictado del primer astro, al clarear, la casa cobraba vida en el trajín cotidiano. Mi abuelita se ocupaba sola en los quehaceres del hogar. Preparaba el desayuno y tendía la mesa. Nos lo servía a cada persona y luego comía al verificar que todo proseguía la rutina normal. En seguida, había que recoger y lavar trastes. En casa, tarea femenina exclusiva para el goce de los varones. Prefería utilizar la pila, grande y de doble lavadero. En uno de ellos, los enjabonaba con mascón de hebras naturales en enredo de moño y, en seguida, los enjuagaba en una ducha impúdica al desnudo. En el otro, dentro de un huacal plástico grande, colocaba cada traste hasta dejarlo escurrir. La música del chorro seguía amenizando la jornada, acoplada a los sonidos del huacal al extraer el agua y caer de nuevo en la pila. La frescura nos acariciaba las manos y a mí, también el rostro. Esa misma cara languidecía en sol al anochecer diario de la vida. Ya sin más cadencia que la de un réquiem albo como el ladrido del Cadejo.
Disfrutaba tocar esa cascada profunda que veía en el chorro, acariciar las burbujas y parir ondas con unas cuantas gotas dispersas en la superficie. Así me contaban que los niños venían al mundo al descender en lluvia de una nube opaca. También me divertía jugar con hojas secas. Las imaginaba canoas impulsadas por un soplido que, como el aliento creador, navegaban en juego hasta que se las llevara la corriente. El fluido mismo de lo fugaz y del agua que se evapora en la Muerte. Un rato después, había que secar los trastes con una manta y guardarlos con cuidado en el pantri. De vez en cuando, secaba las pailitas, como si a mi tamaño le correspondiese un porte igual en los trastes y en el oficio de limpieza. Me entrenaba a ser mujer en sociedad, mientras mi hermano jugaba deportes, a la vida en guerra, y a reparar coches inútiles. A cada quien lo suyo —me inducían— por ese destino natural que se encarnaba en disciplina escolar.
El día transcurría entre lavar ropa, platos, planchar, regar, limpiar el jardín, etc. No recuerdo haberla visto descansar nunca, excepto a la hora de dormir. “Siempre hay algo que hacer”, repite ella todavía. Las tareas del hogar resultaban interminables. Cuanta más gente había en la casa, tanto más aumentaba el quehacer. Lo justo sería que todas las personas, participaran en las tareas domésticas, pensaba yo de ingenua. Trabajen o no afuera de la casa, siempre comían, ensuciaban, dormían y vivían ahí mismo.
En reflexión infantil, me preguntaba por qué los hombres y los niños no colaboraban, si también tenían fuerza, manos, pies. “Esperate que vengan”, me aclaraba ella. “Tienen que ayudar. Lo malo que sólo de chiquitos nos apoyan, después naranjas de china”, e hizo un gesto de negación, “se vuelven haraganes si los dejás”. Quizás por eso nunca me casé. Temía que un holgazán se apoderase de mí para el servicio doméstico, mientras mirase la televisión al regresar, igual que yo, del trabajo
—¿Querés que hagamos charamuscas?, dijo de repente esa mañana de enero.
—Sííí, ¿de qué las vamos a hacer?, le pregunté feliz.
—Vaya, las vamos a hacer del fresco de nance que está en la refri. Lo echamos en bolsitas y las metemos a congelar, me aclaró ella. Así se cuaja el amor si tu pareja no colabora en el quehacer familiar. A menudo, nosotras nos quedamos en casa y ellos salen a atribuirse todas las glorias públicas. No es justo.
Las charamuscas nos encantaban, por lo que no podían faltar en casa. Las hacíamos de fruta y a veces de leche.
—Se congelan, me insistía, como se endurece el amor sin cultivo. Pero dicen que comer nance amolda a tu pareja y a todos los hombres a las tareas del hogar.
—Vaya, le respondí. Ojalá esa frialdad no me toque a mí. Antes de tener novio, lo voy a invitar a comer nances para que se calme y nos acomodemos mejor el uno al otro.
—Por la tarde seguro que están listas, agregó. Cuando los hombres regresen del trabajo, listos a comer. A ver si es cierto que así colaboran en el quehacer de la casa, según cuentan.
Al terminar, me abrazó fuerte. De esos abrazos que quedarían para siempre entrelazados al alma. Me los tatuaba en la piel como sentimientos en broche. Y en seguida cantamos “naranja dulce, limón partido, dame un abrazo que yo te pido”. Reímos y nos divertimos también.
—Las tareas de casa distraen si hay ayuda, pensé, mientras casi llegaba la hora de preparar el almuerzo.
—Bueno, hoy le toca turno a la sopa. Vamos a preparar sopa de frijoles con masitas, plátanos verdes y semillas de paterna. Después voy a batir un huevo crudo en cada plato y le echamos la sopa bien caliente. Como siempre tortillas para acompañarla, recomendó ella.
—¡Mmm qué rica la comida!… e imaginaba la kermese de la sopa. Había llegado la hora del desfile. Todos los ingredientes marchaban uno a uno dispuestos en fila india como en la entrada a clases y en la hilera en la familia. Primero irrumpían los frijoles, porque abundaban como los hombres sin oficio. Iban dispuestos a bañarse en un enorme lago opulento. Luego, más gordos y apáticos, los pondríamos en un gran guacal. Así sucedía en el matrimonio al acomodarse al servicio de su mujer. La cebolla y el ajo pelados también, para luego zambullirse juntos en una olla grande. Los plátanos irían después y las masitas casi al terminar la sopa, a la hora del hervor.
Se me hacía agua la boca.. “Para mientras comete unos zapotes y así vas a estar “feliz como una lombriz” hasta que llegue el almuerzo”, me calmó ella.
—¿Y el fresco? pregunté admirada.
—Ahh lo hacemos de arrayán, respondió.
—Síííí, dije contenta.
—Ya vas a ver que si el nance no les hace efecto a los varones, la acidez del arrayán los ajusta a las tareas del hogar. Eso me comentó una médium de Izalco. Le pondremos muy poca azúcar para conservarle el sabor.
A la espera del almuerzo, hacía sol. El cielo se pincelaba en varios tonos de añil, al despertar emociones dormidas. Pensaba en esas recetas caseras para moldear los varones, como el barro de la alfarera, a los quehaceres diarios del hogar. Si alguna vez me agradara un niño, le ofrecería charamuscas de nance y fresco de arrayán sin azúcar antes de salir con él. De seguro, al absorber su savia, adoptaría una actitud menos viril hasta acoplarnos mejor al trabajo conjunto de casa. A la vida diaria de pareja y de amigos, en vez de haraganear como frijoles hinchados en la sopa. En el caldo de la sala.
Afuera, de nuevo, los árboles de aguacate los sacudían la luz del sol y las caricias del viento. La tranquilidad de la colonia apaciguaba los sentidos. Los techos de Santa Tecla los teñían tonos intensos, como los sonidos cotidianos del centro de la ciudad. Transcurría otro enero igual en su nombre y en su paisaje urbano. El mismo frío. Los escasos transeúntes en la madrugada nixtamalera. Siempre circulaban pausados bajo la sombra de la Luna creciente. De igual manera, la anciana vendedora rociaba mangos deshilachados de polvo ceniciento.
En su verdor lejano, yo imaginaba un proyecto futuro. Estudiaría química para extraer la sustancia activa de los frutos medicinales. Nancearía y arrayanaría a todos los varones hostiles al trabajo de casa. En su almíbar diluirían la pereza íntima en un afán aplicado. La esencia del nance y la del arrayán los redimiría del orgullo público. Andarían en casa barriendo, trapeando, lavando ropa, cocinando y vendiendo mangos en sustituto de la señora. Habría nixtamaleros como alcaldesa en esta ciudad al fin renovada. Quizás así, algún día soñé, el ciclo perenne de las temporadas lo perturbaría nuestro obrar, aun si ese cambio no persistiera sino el instante efímero de un siglo.