Al inicio siempre hay una palabra en clave: “mistérico mundo”. “Mistérico” rima con “histérico” por la simple sustitución de la primera letra. El silencio inaugural de la hache declara lo que encubre. Quizás como “misterio” e “histeria” reemplazan además el género final. Esa consonancia guía el poema “El umbral de la desolación” de Beatriz Nájera. Ante el origen, la mudez inicial anhela recobrar lo oculto. En la travesía hacia el “génesis”, el verso vuelve a ser versículo bíblico reiterado, coránico y quiché conclusivo. Tal vez entona una plegaria arrepentida.
El rezo invoca la incertidumbre de un “orden cósmico” imbuido de violencia. De la súplica surge el espasmo porque la “víctima propiciatoria” —el alimento cotidiano, ataviado de “cordero”— declara cómo su “muerte” culinaria se vuelca en la “vida” del comensal. Parece que ese “pena” —hecha “costra” y tatuaje en la piel— emana de la “entraña envenenada”. Del aliento en palabra. Boca que ingiere tentempié; boca que exhala el idioma. Forman la sístole y diástole de un mismo órgano. Función orgánica elemental, comer y hablar.
Si esa violencia nutritiva no basta, la prosigue la “guerra fratricida” que oscila entre la “envidia” y la “venganza”. Sin diálogo, el control de la “tierra” y el “poder” dirige la afrenta contra el hermano. De la injuria fundadora permanece la “memoria” selectiva. En su encuesta del pasado, privilegia la “culpa” que aspira redimirlo al reinventar lo remoto en el presente. Hay que disimular las faltas que el rezo llama “pecados”.
Si la “memoria clama justicia, “apuñala”. Carece de más referente tangible que la “justificación” de sus actos. Tal es la “condición humana”. Aun si ya no reconoce su circunstancia de “astro eclipsado”, la rige ese giro rotatorio que recicla la violencia. Nájera recalca dos violencias iniciáticas: la “víctima propiciatoria” y la “guerra fratricida”.
En este péndulo agresivo, la “condición humana” oscila del “misterio” a la histeria. Del secreto que guarda de su propia “culpa” pretérita, transcurre al desenfreno presente. En el eterno retorno de lo mismo, queda pendiente el brote coloreado de esperanza. El fulgor de ese “verde que te quiero verde” aún no surge ni augura el futuro.