El Salvador
sábado 23 de noviembre de 2024

Sonsonate con Elena: la musa de las especias

por Redacción


Ella era algo racista. Recuerdo que me decía "quienes tienen orejas pegadas, ¡son indios" …mmm, entonces, ¿yo? Si las tengo pegadas abuelita, ¡soy india!, le decía bien feliz.

El pájaro que no conozco canta triste otra vez. Ya llevo años escuchándole. Desde el santuario de la memoria. Gotas de néctar. Buscando en mi biblioteca personal, reviso mis memorias. Ahora pareciera que estoy en blanco. El hielo me alcanza. Tengo frío. Y me acuerdo de Sunatlán, en la novela Catleya Luna, de Salarrué… No es Sunatlán. Esto es real, o no tiene que serlo totalmente. Voy a revertir este frio, pues ese nombre me recuerda a Sonsonate, no sé porque.

Abro la puerta. Sale el aire, que debe salir. Prefiero imaginar. La realidad muchas veces no quiero aceptarla ni entenderla. Soy la extraña. La que quiere sus trenzas por mucho tiempo, mas por filosofía, por respeto, por conexión con las abuelas que no tengo, y las abuelas sabias que hablan aún el náhuat.  Tuve una abuela morena, ojos cafés; otra rubia, ojos verdes. Una, sus manos hicieron tortillas para vivir, sus ojos fueron consuelo y luz de amor, aunque no la vi nunca. Otra, canasto y equilibrio, caminando entre los pueblos de Sonsonate, comercio de condimentos y especias sin preservantes, mi primer contacto con las plantas y sus componentes, mi contacto mas cercano con esa musa de las especias, Elena, mi abuela.

Sonsonate, también me vio caminar. Había guerra. Pero era una niña y sabia que mi padre no estaba ni estará por eso. Mamá nos llevó allá. A Sonsonate un tiempo. Tiempo feliz y de abundancia de historias. En Sonsonate plena libertad. Subir al cementerio a jugar. Pasar por la casa de Fayín, Salvador Salazar Arrué, el niño que se convirtió en Sagatara. Pasar y ver curiosa la antigua estación de trenes pasar el tiempo. Era poco el tiempo que tenia de conocerla a mi abuela, pero estuvimos un año ahí, era Sonsonate o lugar de los cuatrocientos ojos de agua, en náhuat es ese significado. ¡Qué nombre!

Las tardes después de quitarme el uniforme blanco, había que limpiar la casa, que creo que era una “casa tomada” pues no sé si tenia dueño. El piso debía quedar perfecto, no había tiempo para ver la tv blanco y negro, había qué hacer y mucho. Después de hacer limpieza, nos preparábamos en el suelo, para poner todos los materiales. Encender el fuego, sacar el carbón, ponerlo en la plancha antigua de hierro, eso nos servía para sellar las bolsitas y engraparlas en los cartoncitos. Muchas veces, Elena, se iba tarde, casi al atardecer, rumbo a los barrios vecinos, o a otros pueblitos como Nahuilingo, Nahuizalco, Izalco, u otros. A ver si lograba vender en las tienditas u otros lugares. Regresaba noche, de lejos recuerdo su silueta con el canasto, subiendo la cuesta del barrio Mejicanos.

Escasas veces fui con ella, nosotras con Xo, hacíamos las bolsitas de achiote, de relajo, de pimienta gorda, clavo de olor, laurel, romero y muchas otras. Íbamos a la tienda de la niña Orbe, en el Mercado por los encargos de la abuela “piel blanca”.

Ella era algo racista, recuerdo que me decía -quienes tienen orejas pegadas, ¡son indios!- …mmm, entonces, ¿yo? Si las tengo pegadas abuelita, ¡soy india!, le decía bien feliz.  –¡No!- me regañaba. Yo no la entendía. Nunca me habló de la matanza de 1932. Ella había nacido en Chalchuapa, departamento Santa Ana, entre los cafetales, en la finquita de la abuela Concepción, de ojos casi color aqua, según mi madre Alice. Pero ahí, ese es otro árbol que no conozco bien, de donde venia su familia. Esa es otra gota de néctar.
Había un jardín silvestre, y una ventana con vista, desde la casita de adobe donde nos acogió la abuela fuerte, trabajadora, educada. Nunca recuerdo un grito, un golpe, siempre recuerdo su amor y refugio. El sol ardiente, el calor presente de ese lugar. Las flores, los barrancos, los caminos de barro, las anonas rosadas, las aceitunas negras.

Era la hora de ir al “ojo de agua”. Llenábamos las pichingas de galón. Pero antes, caminábamos con Xo, las dos niñas por la vereda en el risco del río limpio, buscando el lado mas cercano a su nacimiento.

Ahora. Imagino esos cerros en pendientes, con los ojos cerrados, los campos de margaritas amarillas y blancas. La señora que hacia el atol de elote más rico de todos. El trabajo, era llenar la gradita de la cocina de la casa, con pichingas de esa agua. Varias veces bajábamos al río. También a lavar. Eran bellas las piedras de ese río para lavar. Pero también íbamos, para traer el agua, néctar sagrado, el más importante. Queríamos tener bastante agua.

Me bañaba a veces tras la piedra, presentes las flores mulatas, amarantos y otras florecillas silvestres,  los bueyes testigos a lo lejos. Esperábamos la visita de Alice. Fue por una vuelta al sol, un año o un poco más, no estuvimos tanto tiempo ahí. No tengo nada. Mas que la memoria. Voy donde la brisa sea generosa, y si es posible, regresar al río y encontrarme en la poza honda, sumergirme y regresar a esa casa, ahora en ruinas.

El pájaro que no conozco dejó de cantar. Y cada día canta triste por el encierro.

19 Sonsonate con Elena la musa de las especias