Paredes altas, pasillos relumbrosos, silencio, orden. Estaba a las puertas del Hogar Moraga en Santa Ana. Entramos, la Madre Pacas nos llevó después de clase. No recuerdo bien, este es un destello, pues la memoria olvida… detalles.
Alice ya se las veía oscuras, sin trabajo y sin nada, sola con sus cuatro “cipotes” JL, V, X, T. Él ya no estaba. Se llevó su música y su matemática. Para no volver nunca más a nosotros. La guerra en el medio. Ni imaginarnos que no volvería a ser lo mismo.
Ya habíamos habitado como dos casas, pero fuimos como gitanos. Curiosamente nos fuimos a vivir en una casa donde el dueño era “escuadronero”. En medio de un pequeño patio, había un árbol de higo, además había una habitación repleta de objetos que guardaban los familiares, cosas de lujo, objetos de casa, adornos, porcelanas, también rentaban un cuarto de esa casa a un ancianito que amaba coleccionar las caricaturas picarescas del Dr. Merengue, ni idea qué haría ese señor. Salíamos temprano a la Escuela Santa Familia, precioso centro de estudios, educación de primera donde estudié varios años. Es más, las monjas me conocieron bien, algunas sabían nuestra situación de hijas del matemático que andaba con “los muchachos” y después de ser preso político, se fue al exilio y solo.
Una vez, yo estaba más chiquita, efectivos del ejército habían entrado a la escuela; estaba una escultura grande de la Virgen de la Asunción a la entrada principal y tengo presente que llegamos y la escuela abierta de par en par y ametrallada. Habían entrado con todo y tanquetas, y milagro no mataron a las monjas. ¿Buscaban a alguien? Había en la escuela un gran patio y un traspatio que al seguir y seguir comenzaban las faldas del Cerro Santa Lucía. En efecto, había una casa que ocupaba la guerrilla y colindaba con la escuela. Los mataron. Quisieron escapar por los techos de la escuela, vecinos, y ahí quedaron en las tejas. Pero las monjas, la madre Violeta, la madre Amparo, siempre sonrosada y preciosa, siempre pendientes de nosotras, algunas veces nos regalaban harinas y galletas procedentes de Cáritas para llevar a casa. En esas aulas de la mejor escuela del mundo, había un maestro de música. Era José Manuel Menjívar, “Profesor Memito” (q.e.p.d.), con quien entrábamos a su clase y su piano me transportaba, era de lo que más me gustaba en la escuela; también nos dieron bordado, entre otras cosas de un centro de estudios solo para niñas. Pero eran monjas con rostro alegre y sabían la situación de los hijos de Alice. Me gustaba al llegar, ir a la capillita, realmente era un encuentro conmigo misma, con la niña que pensaba en ese tiempo ya, si papá estaba bien, ¿Dónde estaba? Ya no sabíamos, hasta años después. Pero después fue indiferente. Nunca hablamos. Nunca contó nada. Y se llevo todo, sus historias, sus razones, esos sueños… a su lecho de muerte.
Alice, quien siempre amó la botánica, consiguió un trabajo para aplicar mascarillas y exfoliantes a señoras “bien” en San Salvador. Pues, una vez no pudo regresar a Santa Ana, era la guerra, estaba en la capital, no pudo regresar. No sé cómo fue, ni ella tampoco, la memoria olvida. Pero mis otros dos hermanos mayores, sí estaban en la casa, pasaban las tardes con sus amigos rebeldes, pero esa es otra historia. Escuchaban música de los acetatos en el tocadiscos, a Pink Floyd, The Beatles, entre otros de la colección que teníamos. Esa vez, la Madre Violeta Pacas, la directora, nos llevó a mi hermana y a mí al Hogar Moraga, un hospicio de huérfanas; no sentí miedo ni desconfianza. Apenas sabía. Pero me gustó.
Entramos, era la tarde que se fue volando. Había tanto orden, tanta luz, tanta belleza, me encantaban esos corredores con pilares y esa edificación antigua. Hay registros de existencia del Hogar desde 1884, o quizás antes. Mi mamá, o como le llamo yo, Alice vivió en el internado, pues prefería estar ahí que en la casa con su padre, violento, cafetalero, que le castigaba, amarraba en el balcón de la casa, tiraba balazos en los pies. Por eso estaba mejor interna, la familia pagaba.
¿Pero nosotras llegamos como qué? Todas las niñas no dijeron nada, quizás era natural que llegaran “nuevas”. Estuvimos jugando en un patio inmenso, después se llegó el ocaso y fuimos invitadas a compartir la mesa, una mesa grande donde habían muchas niñas, muchas, no sé cuántas. Creo que usaban ropa clara. Luego, la oración en la capilla. Para después, llevarnos a la amplia habitación compartida por todas.
Nos dieron ropa de dormir que me encantó. Apagaron la luz. Quedé con los ojos abiertos; había silencio total, y yo, en medio de extrañas, sentía paz. Mi hermana no sé si sintió miedo. Pero estábamos ahí, dos niñas llevadas por esa amiga preocupada, esa “monja blanca” que comprendió. Llegó el siguiente día. Hicimos como todas, fuimos a bañarnos temprano, regresamos a la habitación, y nos fuimos a la escuela con calcetas nuevas y el uniforme, un jumper verde.
Alice preocupada, no sabía nada, no teníamos cómo, no teníamos teléfono. Así que llegó por nosotras a la hora de la salida, pero quizás llegó tarde, pues ya habíamos regresado al hospicio de huérfanas, al Hogar Moraga. Ahí entonces llegó desesperada; nos fue a buscar.
Nosotras “no estábamos de al tiro solas”, nos entregaron sin excusa. Y yo me sentí feliz. No extrañé ni la casa donde estaba el árbol de higo en medio del patio, ni tampoco el hospicio. Me dejó un néctar, un sabor a compartir, un recuerdo de solidaridad, gesto por la sobrevivencia que procuró la Madre Pacas, el valor de la amistad que ella nos dio. Quiero regresar a la escuela y comer zapotillos amarillos del traspatio, si aún existe ese árbol.