Negar el sincronismo de los términos de dos series contemporáneas…
Abstract: the brief essay “1882. History vs. Poetics” describes how two different disciplines split key events of the same year according to their approach. For 1882, in El Salvador, while history studies the socio-political realm, nowadays called cultural studies, poetics concentrates its attention on art and literature. Analytical thinking rarely links “Ley de Extinción de Ejidos (Law of Communal Land Extinction)” to the meeting of the Nicaraguan poet Rubén Darío and the Salvadoran Francisco Gavidia that same year. The first regulation provokes concentration of land on coffee growers; the poetic gathering gives rise to a national, modern, and monolingual literature. At other key dates —1912, 1933-1935, 1967…— a similar split fails to identify a synthesis between socio-political events and the cultural sphere. As J. L. Borges claims, the denial of time implies to reject that two simultaneous terms are contemporary. The straight line of the essay —barely interrupted by images in a labyrinth— composes a baroque sonata in five movements.
Resumen: el breve ensayo “1882. Historia vs. Poética” describe cómo dos disciplinas diversas recortan eventos claves que suceden el mismo año para analizarlos con mayor rigor. Para 1882, en El Salvador, mientras la historia estudia la esfera socio-política, hoy llamada estudios culturales, la poética concentra su atención en la literatura y el arte. El pensamiento analítico rara vez enlaza la “Ley de Extinción de Ejidos” al encuentro del poeta nicaragüense Rubén Darío con el salvadoreño Francisco Gavidia, ese mismo año. El primer reglamento provoca una concentración de la tierra en manos de los cafetaleros; el diálogo poético impulsa una literatura nacional moderna y monolingüe. En otras fechas claves —1912, 1933-1935, 1967…— una escisión similar rehúsa establecer una síntesis que conecte los eventos socio-políticos a la esfera cultural. Como J. L. Borges lo reclama, la denegación del tiempo implica rechazar que dos términos simultáneos son contemporáneos. La línea recta del ensayo —apenas interrumpida por imágenes en laberinto— compone una sonata barroca en cinco movimientos.
I. Exordio
Uno de los problemas más serios del saber actual es el análisis. En su sentido directo, define cómo las partes de un todo las separan diversas disciplinas para examinar a fondo los elementos escindidos. En las ciencias sociales, la frontera clásica establece la distinción entre la historia y la poética. Desde Aristóteles, esos límites estrechos entorpecen el diálogo entre sucesos contemporáneos que se ignoran. Así la objetividad afianza un rigor parcializado. Actualmente, esas dos esferas se llaman historia y estudios culturales o literarios. Las hermanas gemelas, enemigas, casi siempre se dan la espalda, sin verse a los ojos.
Para comprender la manera en que se dividen los sucesos de un mismo año —sus secuelas sin síntesis posible— basta citar el ciclo clave del título: 1882. Si los historiadores reconocen el decreto de la “Ley de Extinción de Ejidos” —la subsiguiente concentración de tierras— cultivo de café y auge de “una oligarquía agraria” (Adolfo Bonilla y Bonilla, “Tenencia de la tierra y reforma agraria en El Salvador”, Cenicsh, 2013: 89), los literatos observan la cara luminosa de ese año: el apogeo literario modernista. A cada quien lo suyo, sin un diálogo estricto entre dos esferas aledañas ( http://www.cienciaytecnologia.edu.sv/jdownloads/CENICSH/Cuadernos/CUADERNO2-TenenciadelaTierra.pdf). La década de la expropiación la alza en gloria el destello del modernismo.
En 1882, bajo la misma presidencia de Rafael Zaldívar (1876-1885), se reúnen el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) y el salvadoreño Francisco Gavidia (1865-1955). Eso dicen. El primer evento —indígenas sin tierras comunales— lo analiza la historia, que lo describe como “problema grave” y antesala de “la insurrección de 1932” (Bonilla Bonilla, ídem). El segundo suceso —el encuentro poético— lo exaltan los escritores como fulgor de la literatura nacional, aun si acallan el monolingüismo castellano que refrenda el hecho social. A un indígena sin tierras —historia— le corresponde un indigenismo letrado sin lengua materna, poética. “Ley de Extinción de Lenguas Indígenas” en la literatura nacional, quizás.
Unos cincuenta años después, la “Revista del Ateneo” remacha cómo “El Cometa” —periódico científico, literario y de variedades”— instaura una red monolingüe de lectores, “próspera para las letras” nacionales y para “la intelectualidad centroamericana” (Lisandro Villalobos, “Nuestra literatura de 1878”, “Ateneo”, diciembre de 1941). Así, junto a Darío (1895), el nacionalismo no recita “ya viene el cortejo…”, sino continúa “el cortejo” patriótico sin aludir a las tierras comunales ni a la lengua materna (para Darío, véanse: Carlos Benítez Villodres (“Rubén Darío y su poética modernista”) y Alfonso García Morales (“¿Qué triunfo celebra Darío…?”), 2016, entre otros).
Siempre se silencia el obvio enlace entre ambos acontecimientos, ya que la síntesis rebasa el saber científico actual. La historia y la poética transcurren por cauces paralelos que se excluyen: a falta de tierras, falta de lengua indígena literaria en doble decomiso. Casi ningún historiador social citado por Bonilla Bonilla (47-49) —Erik Ching, Aldo Lauria Santiago, Héctor Lindo, Carlos Gregorio López Bernal, etc.— refiere el encuentro modernista. Igualmente, casi ningún literato menciona la expropiación de ejidos. No obstante, los conflictos sociales que genera la extinción de terrenos comunales —historia— los redondea el acuerdo nacionalista del encuentro poético. El uno causa problemas políticos; el otro los resuelve en lo imaginario, al crear una Ciudad Letrada y un amplio círculo de lectores, más allá de las fronteras latinoamericanas.
Existe una doble unanimidad. Si “el cultivo del café inició la concentración de la tierra” y “la oligarquía agraria” (Bonilla Bonilla, 8) —historia— el encuentro intelectual alentó la literatura nacional y el patriotismo —poética. “Se ha demostrado que, el año 1882, el salvadoreño Francisco Gavidia y el nicaragüense Rubén Darío, introducen la movilidad de cesura en el verso alejandrino español” (Luis Gallegos Valdés, “Panorama de la literatura salvadoreña”, 1989: 73). “Esto fue lo que acá, en San Salvador, llevaron a cabo, en 1882, Gavidia y Darío. El 15 de septiembre de aquel año, Román Mayorga Rivas y Rubén Darío recitaron su diálogo…” (ídem, 74). La correlación entre el fervor patrio —“en nuestras nacientes naciones” (ídem)— y el modernismo se intuye como acto fundacional. En el silencio, apoya el proyecto nacionalista —el alza del café gracias a la propiedad privada— al ocultar toda mención de la historia social simultánea al ascenso literario. Sólo esta alianza del Estado y la Ciudad Letrada hace posible que, en seguida, se juzgue a Gavidia en su papel de indigenista, intérprete “de la realidad” muda: sin lengua materna ni tierras comunales (ídem, 86-88).
Por tradición, la historiografía literaria festeja “el modernismo” en su pujanza cultural —“en 1880-1882 aparecen…los precursores del Modernismo (178)”— mientras la historia social verifica su contrapartida económica (J. F. Toruño, “Desarrollo literario de El Salvador”, 1958: 175 y ss.). Sólo tímidamente se percibe el enlace entre ambas esferas: “desde el 1885 hay un presidente de la República que se interesa por la escuela, por las armas, por el pueblo salvadoreño, el general Francisco Menéndez. Gavidia ha reforzado el teatro…” (Toruño, 187).
En réplica olvidada, “el verdadero renacimiento de El Salvador data de la última década del siglo pasado” gracias al “auge especial al cultivo del café” (G. González y Contreras, “Hombres entre lava y pinos”, 1946: 18). Por la “paradoja” esencial de lo salvadoreño —“hacer que la dura piedra volcánica se convierta en fruto” (González y Contreras, 31)— “el primer poeta indigenista”, Gavidia, expresa “los derechos del folklore”, en consonancia con la pérdida de las tierras comunales y sin transcribir la lengua materna (ídem, 58). Lo americano —“la América padeciente… debajo de la América aparencial”— surge de un “encierro de fantasmas” (-Kujkul, Gespenst) nocturnos, subterráneos (ídem, 123). Retoñan los huesos y semillas. Bajo “las laderas volcánicas” testimonia el silencio ensimismado de lo propio. Distorsionado, sólo “lo invisible” —enlace café-cultura nacional— calca la “belleza trágica” de un cantar mutilado. Su entierro produce una luz blanquecina en efigie terrestre de la estrella matutina.
Hasta 2019 se dificulta diseñar un enlace posible entre el hecho histórico y su co-hecho poético, opuestos complementarios de un mismo proyecto estatal. Empero, su coincidencia autoriza las Bodas solemnes de la Ciudad Letrada con el Estado. A partir de 1882, despega una literatura nacional monolingüe, junto a un indigenismo en pintura, sin lengua materna ni tierras comunales. Tal sería la síntesis meta-científica: azar objetivo surrealista. La Reforma Liberal decreta la “La Ley de Extinción de Ejidos”, el mismo año en que, gracias al presidente Zaldívar, se juntan Rubén Darío y Francisco Gavidia en el país. “Ley de Extinción de Lenguas Indígenas”, según lo refrenda Toruño y demás reseñas literarias, para la década de 1880. En unión de los opuestos —conuinctio oppositorum junguiana— el día y la noche se suceden. La celebración modernista iluminada —poética— se enlaza a la condena capitalista del monopolio, historia.