El Salvador
sábado 23 de noviembre de 2024

Esfera pública militar ¿Legado de izquierda?

por Redacción


Aún a la moda, el indigenismo en pintura celebra el encuentro entre Francisco Gavidia y Rubén Darío (1882), mientras acalla la Ley de Extinción de Ejidos paralela al intercambio letrado.

En el nombre de la roca sin roca…

Abstract

I. Esfera pública o Ciudad Letrada
II. Nuevo discurso anti-hegemónico
III.  Conjunción de los opuestos

En el nombre de la roca sin roca…

Abstract: Seduced by words and images, current cultural studies classify the opening of a “bourgeois public sphere” under military regime as anti-hegemonic discourse.  The first section —“Public Sphere or Lettered City”— describes how this freedom of speech corresponds to a dialogue between civic society and State, which sponsors most artistic activities.  The second segment —“New Anti-hegemonic Discourse”— sketches how renovation in the military repeats this unity between State and Public Sphere, judged as revolutionary.  Finally, the third section —“Conjunction of Opposites”— concludes how the same radical images and statement serve to legitimize both sides of the political spectrum.  The Specters (-Kujkul, Gespenst) of the past rule the writing of cultural history, that is to say, poetics or po-Ethics: the debt that living humans warrants to Dead Ancestors.  The cultural legacy of the Right wing needs to be recycled on behalf of the Left, by its fear to be at the Sinister shield of the national Past.

1. Esfera pública o Ciudad Letrada

Los estudios más recientes en materia de historia cultural cuestionan la exclusión de este ámbito bajo el embate de lo socio-económico.  En verdad más atenta a la distancia entre el discurso y los hechos: “la palabra perro no muerde”.  Cautelosa al traspaso de los hechos en consciencia —“1932 sin el 32”— este enfoque calificaría de poética.  Si la oposición clásica contrasta lo particular de la historia —“hoy el Cipitío come pupusas de queso”—a lo general de la poética —“los salvadoreños comen pupusas de queso”— la propuesta actual señala la existencia de dos ámbitos tan opuestos y complementarios como el día y la noche.  La cuestión socio-económica —asunto privilegiado de la historia— la complementa la esfera pública de expresión: la Ciudad Letrada.  En este recuadro, invirtiendo el refrán —“del dicho al hecho, hay un gran trecho”— las palabras diseñan el amplio margen temporal de los sucesos a su consciencia y narración.  “Del hecho” se transcurre “al dicho…”.

Aún a la moda, el indigenismo en pintura celebra el encuentro entre Francisco Gavidia y Rubén Darío (1882), mientras acalla la Ley de Extinción de Ejidos paralela al intercambio letrado.  La reunión de los literatos es poética sin historia; el derecho de decomiso, historia sin poética, mientras su coincidencia temporal aún se juzga ficción.  “Azar objetivo” surrealista.  Prospera el temor de lo político —acaso su denuncia— al lado de la añoranza por el Arte.  La “Ley de extinción de ejidos” (“Diario Oficial”, marzo de 1882) ocurre en rima asonante con el modernismo.  “Zapatero a tus zapatos”, dicen, a cada quien lo suyo.  La poética exalta el diálogo letrado, pero acalla el decomiso, viceversa, la historia silencia el encuentro para evaluar el embargo, dizque objetivamente.  Quizás…

A este juego de opuestos complementarios —historia y poética; estado y nación— la Ciudad Letrada del martinato lo percibe según el esquema de “la materia y el espíritu”.  Como la luz y la oscuridad, el alma y el cuerpo se acoplan en unión de los contrarios, gracias a un vaivén re-volucionario natural, semejante al giro de los astros.  Por esta unidad indisoluble no extraña que la condena actual del cuerpo militar —Ley de Extinción de Ejidos; represión dictatorial— la complete la alabanza del encuentro poético y luego celebre “la política de la cultura” (J. E. Ávila, Ateneo y Biblioteca Nacional).  El juicio de la izquierda actual —marxismo incluido— valida el dicho popular “no hay mal que por bien no venga”.  No hay represión militar anti-comunista (mal) —extinción de ejidos previa— que no la acompañe la creatividad artística (bien).

Tal es la conclusión de la mayor recopilación bibliográfica de 1933 a saber: “Mangoré.  El cacique de la guitarra en El Salvador” (2017) de Guillermo Cuéllar Barandarián, publicada bajo auspicios del Arconte, la Autoridad que resguarda los Archivos Nacionales.  La conclusión resulta tajante al vindicar el legado musical y condenar al régimen que lo hace posible.  Si el arte perenne se situaría a la izquierda, en el espíritu; la dictadura transitoria, a la derecha, en la materia.  Ambos costados constituyen un cuerpo humano unido e integral, en dos extremidades opuestas y complementarias.

A los libros consagrados por explicar la revuelta y el etnocidio, esa vasta compilación historiográfica añade cómo se exalta la labor artística del martinato al permitir la entrada al país de Augusto Barrios Mangoré, sus conciertos en la capital y sus giras departamentales.  Luego, en 1939, se asienta definitivamente, gracias al mismo aval presidencial.  El ritmo de la guitarra entona la sinfonía que acuerda la música clásica europea con la vestimenta indígena.  Las cuerdas enlazan la Ciudad Letrada con el Estado por una profusión documental —pública pese a la censura— que Cuéllar cita y reproduce en excelencia.

En réplica acallada del neo-marxismo —la Escuela de Frankfurt— Mangoré revela la existencia de una “esfera pública burguesa” de promoción cultural y de “política de la cultura”.  Los recitales enlazan “la sociedad civil y el estado” al organizar “el debate crítico público de asuntos políticos” (Jünger Habermas).  En este ámbito participan todos los presuntos oponentes al régimen, como si la oposición frontal la permitiese la propia dictadura, hecho imposible hoy.  De esta manera, se reincide el quehacer de Rafael Zaldívar (1882) al apoyar el encuentro antedicho de Gavidia y Darío, mientras ocurre el preludio de 1932: indígenas sin tierra en un país a literatura monolingüe.  Reincidiendo en música serial, mientras la historia social anota “la vertiente del liberalismo prevalente” desde la “Reforma” o “Revolución de” 1871”, en reflejo del “interés del sector agro-exportador”, la poética calla (Héctor Lindo y Erik Ching, “Modernizing Minds”, 2012: 33-34).

Para la historia queda en silencio que la Ciudad Letrada prosigue su agenda literaria, tan monolingüe como la educación estatal.  Por ello, un trío sinfónico corea la obertura operática del 32: el decomiso de tierras comunales, el monolingüismo educativo y literario, así como la exaltación nacionalista del indígena en pintura.  Hasta 2019 prevalece la monofonía poética de la última voz, sin mención de los dos primeros instrumentos.  “En el nombre de la roca sin roca”, las palabras ocultan las cosas: las bodas solemnes de la Ciudad Letrada en blanco inmaculado y el Estado sombrío de frac.

En efecto, durante el martinato, el marco de la apertura editorial —“sectores medios urbanos emergentes”, según Cuéllar— permite la publicación de dos escritos claves según la izquierda actual.  Fuera de contexto se vislumbran anti-hegemónicos, a saber: “Mi respuesta a los patriotas” (1932, inspirado en el argentino José Ingenieros http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/filosofia/fuerzas/indice.html), y “Retrato de Faramundo Martí” (1933) de Salarrué.  Su lectura no sólo consiste en averiguar cómo esas ideas tan radicales se difunden libremente bajo un régimen dictatorial.  Esta paradoja queda en silencio.

 

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“1932 sin el 32”: en la Ciudad Letrada se reúnen intelectuales, autoridades universitarias y gobierno militar.  

También el mutismo lo reciben las otras publicaciones del autor en editoriales estatales esos mismos años, así como su participación en debates públicos.  Se presupone que el Estado militar avala la discusión razonada de los asuntos oficiales, tan difícil al presente en el propio Ministerio de Cultura.  Quizás, erróneamente Miguel Mármol hable de represión —Prudencia Ayala viva en el anonimato de la historia cultural hasta el siglo XXI (véase: I. López Vallecillos, “El periodismo”, 1964, etc.)— mientras la Ciudad Letrada se regodea de su libre expresión en la capital.  Quizás, tal exclusión sea el ideal del siglo XXI, como lo confirma la primera denuncia contra el 32, aún inédita en el país.  A la lectura informada de buscar ese escrito anti-nacionalista, ya que acusa al Presidente de regir el país “por la sangre y el terror”.

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Denuncia del 32 y de la represión dictatorial en el exilio, mientras reina la libre expresión de la Ciudad Letrada en la capital (1933-1934).  A la censura editorial de la crítica al régimen se contrapone la celebración de la esfera pública militar (Documento bajo tachadura inquisitorial hasta el siglo XXI). 

 

Ese par de textos sin con-texto también suprime la recepción inmediata que sus con-temporáneos realizan de la obra anti-hegemónica.  Si la historia la escriben los más vivos —al auspicio del Arconte (Autoridad)— el suplemento poético rescataría la voz de los muertos.  Ni Juan Felipe Toruño en “las actividades literarias del año de 1932” —antología inédita por censura actual— ni Julio Enrique Ávila en su discurso concluyente de una “política de la cultura” (1933) perciben una oposición al régimen, invento espectral (-Kujkul, Gespenst) del siglo XXI.  Una mayor refrenda oficial la recibe Gavidia a quien el Estado condecora en 1932 y años siguientes.

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En cambio, Toruño y Ávila observan en Salarrué a su colega, un miembro destacado de la Ciudad Letrada a la cual ellos mismos pertenecen.  Desde 1929, Salvador Cañas —hoy olvidado por su igual contribución a la “política de la cultura” en “La hora de los maestros” (“Cypactly”, 1932)— lo reconoce como escritor singular en su inventiva fantasiosa (“Excelsior”).  Más aún, el director de la Biblioteca Nacional, Ávila, hace públicos “cuentos de barro” y reseñas críticas de su camarada, como si el mismo gobierno promoviera el discurso anti-hegemónico.  Sin censura, la representación “del proletariado salvadoreño” la edita el propio gobierno en suplemento a su Mejoramiento Social.

En este enlace Martínez-Ávila-Salarrué —“política de la cultura”— al antecesor letrado de la izquierda actual, la Biblioteca Nacional lo reconoce como consejero (in)directo de su programa nacionalista.  El indigenismo de José Mejía Vides y Luis Alfredo Cáceres Madrid — al promover la cultura nacional desde 1932 (“Cypactly” y “La República. Suplemento del Diario Oficial”)— exhibiría otro ejemplo de transferencia cultural de derecha a izquierda.  De nuevo, en 1935 en Costa Rica, al ofrecer alternativas al muralismo mexicano, las artes plásticas salvadoreñas acreditan su calificativo de anti-hegemonía, sin asombro, gracias al apoyo estatal.  En breve, el discurso anti-hegemónico es uno de los múltiples nombres que recibe la “esfera pública burguesa”, la Ciudad Letrada bajo los auspicios sin censura del gobierno militar.

 

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