Caer como un animal herido en el lugar donde iba a ser de revelaciones. Alejandra Pizarnik
Advertencia liminar
Entre los papeles que heredé de una pariente lejana, se halla una corta anécdota que le aconteciera a uno de sus pretendientes, un tal Emilio Bustamante. Ahí se refiere que Don Emilio, arguyendo una vocación religiosa repentina, desistió de su inicial propósito de desposarla y se retiró a un desconocido pueblo de la frontera guatemalteca. Transcribo en su integridad el testimonio sin más alteración que aquella que mi pésima paleografía ha podido infligirle a una escritura obtusa. A un estilo en desuso.
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En un lugar de Cuzcatlán, un lugar simple, cualquiera como tantos, con su bazares de baratijas y misceláneas de uso cotidiano,
Una papelería y dos cafetines con mesas en la sombra y al interior cursis, bayuncos anuncios de licores,
Un lugar con amplio zaguán que desemboca en un patio deslucido bajo la enramada mansa de caoba y sus pericos enjaulados que entonan el silencio tibio de la siesta,
algún portal de hierro forjado con su moho y su desbaratada pintura de revocado abolengo;
en un lugar de Cuzcatlán, anónimo, quizás nunca supe su nombre,
a aligerado sorbo bebo un vaso de cerveza en el inestable auxilio del atajo.
Ahora y no en otro instante, mientras Antonia revisa en un almacén aledaño las hermosas volutas que vuelven
luego del milenio a enaltecer el tierno deleite de los tianguis de la época del Alférez Antonio de Van-Dyck,
en este recinto de Cuzcatlán tan afín a tantos de Mérida, de Ciudad Real, de la Vera Cruz o de los escombros de la Antigua,
ahora y no en otro momento, me aguarda la absurda, la embriagadora evidencia de estar en el Valle de las Hamacas.
En el Valle de las Hamacas, adonde en repetidas ocasiones he venido al encuentro de este sitio, de este asolado ensueño,
acontece la epifanía y me adentro en el gozo infinito,
por todas esas figuras, voceríos, urgentes señuelos, frescos, dolorosos conjuros.
No sé cómo expresarme, me atollo.
Es el Cuzcatlán de Kikab, el peregrino ciego, el de Don Joseph Díaz del Castillo, cura engreído,
el de Lucía Lasso, que desembarcó en Cádiz vestida de negro,
Para ingresar a un ignoto monasterio y olvidar el airoso llamado de San Miguel de la Frontera,
el del resuelto Anastacio Aquino que impuso penas y libró a los deudores;
el Cuzcatlán, al cabo, de mi callado, tormentoso amor por las tres mujeres de “Los vientos de octubre” de Valero Lecha, que con inquietud de reojo me miran desde su retrato en vuelo,
el Cuzcatlán del taxista que me declara su afición por las conchas de burro.
a pesar del aleve cólera que sin ambages mora en sus entrañas.
El peligro se alberga en el apetito de nuestras carnes.
Pero no es sólo eso, muchas cosas más evaden la memoria.
Desde pequeño he solicitado, en el ensueño he predicho,
Esta evidencia que aquí se apodera de mí como una intempestiva fiebre, como un soplo opaco en el corazón,
Ahora en este lugar de Cuzcatlán, sentado en la frágil banca de madera, mientras pruebo la cerveza,
Que como un molusco ágil dilata en mi torso su lúcido frescor, su liviano sopor veraniego.
Ahora en el Valle de las Hamacas, cómo interpretarlo si está sometido al idioma y éste no basta para representarlo.
Las divinidades, en algún momento, han acordado, desde el sitio de regio desconcierto,
que suceda esto, que el arrebato me acuda en un lugar de Cuzcatlán,
tal vez porque anteayer recé en lo alto del Tazumal, requiriendo un indicio que me donara, gratuitamente,
la certeza de que en este lugar, en este Valle de las Hamacas, en los incansables cafetales sudorosos de sol, bajo la aromática quietud de los madrecacaos,
en las lomas, los volcanes, los pueblos, las veredas, los cantones, las quebradas, en Cuzcatlán, al cabo,
se halla el tiempo, el original e imprescindible instante en el cual todo se ejecutarán en mí
con la arrogante saciedad de la muerte y sus prodigios, de las artimañas del olvido y del confuso trato de los hombres.
Y esta ofrenda me es concedida en este sitio sin mérito,
con sus zapaterías de segunda clase, sus coyotes embaucadores, sus cervecerías de arrabal, sus fachadas sin linaje,
en este sitio de Cuzcatlán, donde tiene lugar el portento, así, de repente, como pan de cada día,
como un comercio de la casualidad que costeo con mis momentos de engaño y de cobardía,
de doblegado asentimiento y de conforme desconsuelo,
los cuales han venido dibujando el incoloro tejido de mis días.
Todo ha revivido aquí, en este sitio de la ciudad de Doña Ana Guerra de Jesús, en donde la santa salvadoreña obtuviera la primera visión y purificación de Dios y de la Santísima Virgen y su última transfiguración en venturosa ascua del amor.
Consigno que las deidades han obrado con justicia y que mi vida está, al cabo, en regla.
Al rematar esta cerveza emprenderé el camino; iré al encuentro de la antigua ermita en donde ayunó e hizo penitencia Topiltzin en Mictán
y seré, hasta el fin, otro hombre o, mejor aún, el mismo pero redimido y patrón desde allí, de un tiempo sobre la Tierra.