El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Bellos fantasmas

por Redacción


Me pareció que vislumbraba el Espectro. Desdoblada, su efigie surgía en banda dispersa y en fantasma.

Ignoro cuándo nos reunimos la última vez.  Aun menos recuerdo, cuando dejé de asistir a esas celebraciones periódicas.  Siempre sucedían en ocasiones especiales, ante todo en navidad y año nuevo.  De joven, cada miembro de la familia vestía la etiqueta de su usanza.   Existía la creencia generalizada que “el hábito hacía al monje”.

En la ciudad, el estilo era serio, traje y vestido ilustres.  Quienes venían de la cumbre, se presentaban con mayor holgura, guayabera varonil; falda y blusa recatadas en las mujeres.  Incluso, atuendo de jinete, casi de charro mexicano.  Yo lucía el uniforme de camisa blanca.  Aún reconozco el asombro.  A una piñata vaquera memorable, asistí en desplante formal.  Así, azuzado, sólo me permitieron actuar de abogado.  Quizás ese día inicié mis acciones de desacato a la rutina colectiva.

En esas reuniones, nunca faltaba la música, también según la costumbre.  Cumbia, ranchera, boleros melosos, ya que la marimba había caído en desuso.  Se desconocían otros compases.  Sin variar se repetían los mismos ritmos, como yo tampoco cambiaba de corbata.  En neto contraste colorido con el traje oscuro.  Por estribillo en poema, la consigna reclamaba la reiteración constante.

Sabíamos tan poco de poesía.  Bastaba escuchar las canciones de moda estacional para instruirnos.  Los bulliciosos entonaban “la bala, a bailar la bala”.  Honraba su rapidez defensiva de la danza contra la agresión injusta.  Más neutral, sonaba la nostalgia por el “año viejo’” y lo perdido, siempre en añoranza.  Nos consumía la incertidumbre de lo venidero, principalmente si se trataba de un año electoral.  Álgido de ánimos.  Celebrábamos también a la escucha de boleros más acompasados y tranquilos, como el anhelo del contacto labial enternecido.  “Tengo la ilusión de un beso”.

Aún no llegaba la influencia extrema del norte, que cambiaría la rutina del trópico.  No había coníferas adornadas, ni el viejo rojo gordo, a barba blanca, había hecho su aparición intempestiva.  En cambio, gracias a los habitantes de La Cumbre, se instalaba un nacimiento extenso, a imagen del pueblo densamente poblado.  En el trasfondo, floreaban ramales resecos, a musgo verdoso de abrigo parchado.  Cada gajo se enrollaba gozoso de su origen por los brotes de flor en orquídea.

Los más salpicados auguraban el conflicto por venir, bajo un silencio lechoso.  Destilaban un olor a felino moteado como si exaltasen su anhelo carnívoro.  Los demás sólo insinuaban una sombra placentera alrededor del pesebre, aún vacío, al centro de la multitud que lo rodeaba.

En el suelo se espolvoreaban aserrines teñidos, para imitar las veredas terrosas que recorrían montañas y lomeríos.  Simulaban los sembradíos en retoño y los madrecacaos protectores de la cosecha a grano rojizo.  Su intuición furtiva evocaba la sangre acallada.  Acaso en alimento de la fiera, oculta y sonriente a su lado.  “El comedor de gente (te-cua-ni)”, apareado a la iguana (cuquexpal) y al garrobo (cuque).  Sólo mi intimidad ignoraba ese presagio que unía el gato moteado con el depredador disfrazado entre el ramaje encorvado.  Sonrojada, la fruta crecía a la sombra plácida del sustento sin ayuno.

Hacia el frente se desplegaba la aldea entera en pleno trabajo.  Su actividad laboral era intensa.  Todas las artesanías posibles se congregaban en constelación.  Figuraban planetas rotando en ese sistema solar a réplica exacta pese a la miniatura.  A barro cocido y baja presión, cada imagen transcribía la frágil existencia de nosotros, los asistentes.  Quebradizos en nuestras emociones y a quebranto corporal anunciado.  Por este motivo, quizás, su delicadeza y arreglo los encomendaba la mujer, a quien se le atribuía esa dote exclusiva del primor decorativo.  Simulaba la Luna (Metzti) y el brote nocturno de los astros.  Así lo anunciaba el lucero vespertino, Xulut, preludio de la noche.

Pintadas a mano, las figurillas minúsculas reproducían la gestión humana.  En calco estricto del mundo real, remedaban los oficios más diversos.  Había zapateros remendones, vendedoras de frutas, mercados repletos de compradores, arreglos florales en papel, tortilleras seguidoras de la estrella matutina y simples paseantes.  El entorno natural de árboles y pozas.  En su remanso, a veces se insinuaba la presencia de la Sihua, quien desde esa época me vaticinó el sino de jugado.  Hasta las profesiones liberales emergían tímidas, en su seriedad escrita, jurídica y poética.  Ya se redactaban crónicas y registros a manera de retrato.

Imbuido de nostalgia, llegué tarde a esa última reunión navideña.  Todo el mundo se congregaba impaciente en línea hacia la comida.  Desde la entrada me asombró escuchar sonidos disonantes con el clima tórrido.   Evocaban un territorio boreal desconocido, a sol menguante.  Las letras añoraban lo ajeno y distante.

Me incorporé al grupo sin ese sentimentalismo que también visualizaba en la decoración variable.  Se erguía un frondoso pino, a guías luminosas en hilera.  Lo coronaban esferas coloridas y brillantes.  Sólo las pascuas rojizas conservaban el arraigo regional.  Lo demás —pueblo y paisaje natural— había desaparecido.  Algunas orquídeas aún en flor.  En la imaginación ornamental, el trópico se evaporaba hacia nubes frígidas.  Con un manto blanco innovador, recubrían los antiguos cafetales ya sin memoria del remedo original.  Anteriormente, acaso un igual reemplazo había sucedido ya que los madrecacaos no protegía a sus primeros vástagos.

En ese instante reconocí mi estupidez.  Llegaba disfrazado a cuerpo entero.   Desde el techo de tejabán, pelo largo a dos aguas, hasta el piso en sandalias, mitad llanta, mitad cuero.  Parecía bajado de una montaña en palma donde, al atardecer, crecían la trementina y el ciprés.  Siempreviva, aún en la Muerte me rascaba los pasos.  Ante todo, sorprendí a quienes en su calvicie se apenaban de ya no padecer sus años mozos, recubiertos de su techo guardián.  A los demás, por insinuar la disolución de toda apariencia hacia el sentimiento más íntimo y profundo.

En ese instante, mi perspectiva cambió de inmediato.  Creía alucinar, aun si no había ingerido ninguna droga ni bebido alcohol.  O, quizás —aún lo dudo— jamás asistí a esa reunión, sino su referencia más directa me la sugieren los sueños.  Nunca lo sabré a ciencia cierta, ya que su carácter etéreo no lo contabiliza la lógica.  Acaso habré observado el destello irracional de un recuerdo al brotar repentino en lava.  Entonces reflexioné.  Existían al menos dos maneras distintas de “conservar recuerdos”.  “Embalsamados” inmóviles en la razón; “sueltos” para que jubilosos retocen según su propio ritmo inconstante en revoloteo.

De verdad, en ese preciso instante, el mundo transmutó su figura.  La misma trasparencia peregrina —la que renacía en mí— la exhibían los otros cuerpos asistentes.  En realidad, hasta la carne animal demostraba su antigua ánima, que ya nadie reconocía.  Al degradarla en alimento sin vida anímica propia.  Tal fue el espejismo.  Los rostros familiares retoñaban en brote otoñal del alma.  Unos amorosos y delicados; otros, belicosos.  Ahí se congregaba la guerra civil en pleno.  Había dos combates acordes en su sinfonía coral.  Afuera, ”la lucha de clases”; al interior, “la lucha en la casa”.

Me pareció que vislumbraba el Espectro.  Desdoblada, su efigie surgía en banda dispersa y en fantasma.  La franja irradiaba el arcoíris; los espantos, la Muerte.  Los contrarios del día y la noche se unían en arrullo conjunto.  El gorjeo del espíritu rondaba los cuerpos vivos y los difuntos.  Me encontraba con todos los protagonistas del conflicto.

El insigne consultor extranjero miraba a su lado las fosas comunes en simple desliz insignificante de su decencia.  El fundador anónimo del aluvión trotaba por el torrente que lo acarreaba consigo hacia el suicidio.  “Yo mataré en nombre de la justicia”, de cara a su antónimo.  A contrapunto, el pacifista radical buscaba el Nirvana que sólo encontraría en la eterna paz del sepulcro.  La balanza de la equidad en su tanteo de conciliar los extremos.  Entonaba himnos a la paz.  Sin rencor, en ayunas de mar rocoso, al frente yacía el cadáver ahogado entre las algas del ron.  Entre la blanca playa ajena y la planicie de su sueño encerrado.  Tres suicidios en un año no bastaban para saldar la deuda familiar acumulada sin gloria.  Ante el parricidio, el recato imaginó el despegue liberador.  A la lucha de clases, la lucha en la clase.  Y la paz también en el osario.  La dispersión en éxodo marcaría el destino, ya que el terruño del porvenir nos sería patria ajena.

Al cabo, ahí estaba yo mismo.  Fingía ser testigo silencioso, a quien sólo darían crédito estas letras oscuras.  Más brumosas y confusas que mi tumba entre el polvo del desierto.  Como en un lejano poblado —a nombre de Virgen— los responsables directos de esos crímenes impíos éramos todos nosotros, pensé.  Además de quienes los perpetraron en plena consciencia del hecho.  También yo lo era.  No había impedido que se cometieran, aun si ya moraba en este sitio remoto bajo tierra.  Hacia arriba, mi única visión la ofrecían hierbas agrestes, empolvadas y resecas como mi antiguo tejabán de guanaco errante.  Aquí donde cada madrugada me despabila ”el lamento de la ninfa”.