El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Memorias de la eterna juventud

por Redacción


El pueblo apostado en la montaña era tranquilo. Salvo en el verano, cuando la corta de café atraía a la muchedumbre.

Así eran las tardes de nuestra primera juventud.  RD

Y el pesar de no ser lo que hubiera sido,
La pérdida del reino que era para mí,
El pensar que un instante pude no haber nacido,
¡y el sueño que es mi vida desde que nací!  RD

Tales eran los días de eterna juventud.  Entre el sol y la bruma.  La playa y la montaña.  A la montaña se iba en jeep.  Al final de la Colonia Las Delicias, una cuesta empinada daba acceso al camino hacia la cumbre.  En la cumbre el horizonte se abría hacia el infinito.   En ambos lados.  Hacia el lado sur se perdía la espuma, el mar incansable, las islas remotas que creíamos percibir en la lejanía.  Al norte lejano, el valle donde distinguíamos hortalizas y aradas.  También los volcanes colmados de bruma en el invierno y, sin pereza, despiertos en el verano.  El verdor de la lluvia, invierno; el amarillo reseco, verano.  Lodo, invierno; polvo, verano.  Al frente el camino que se escurría en serpenteo y subibaja.  A ambos costados, chozas.  Con las uñas se detenían en el desfiladero.   Desafío del progreso.  Sólo progresaba el ciclo de las estaciones: lodo invierno; polvo, verano.

El pueblo apostado en la montaña era tranquilo. Salvo en el verano, cuando la corta de café atraía a la muchedumbre. Muchos venían de zonas para mí ignoradas.  Decían.  Yo creyendo todavía que la Colonia Costa Rica era otro país.  De Chalatenango, zarcos y cheles como yo, de Cheletenango.  Recibían otro trato y desdén.  Eran campesinos, Extranjeros.  Buscaban trabajo.  Toño, un campisto, nos lo descubrió.  Mientras nos enseñaba a ordeñar vacas y ensillar caballos.  Nos repetía que pronto lo olvidaríamos.  No podíamos acercarnos mucho a él.  Veníamos de la ciudad y éramos nietos de Don Ch.  El cariño tenía fronteras; el amor, límites estrechos.  Nunca podríamos vivir en una choza.  Andar descalzos. Comer sólo tortilla con frijoles.  Todos los días de Dios.

El pueblo también se alborotaba cuando llegaba de paso un circo.  Sus únicos animales, unos perros bastante flacos, mostrando las costillas, pero sorprendían por sus piruetas.  Una vieja gorda y fea que hacía gala en traje de baño.  Payasos malcriados.  Y luego cuando llegó el cine, a una galera con bancas de madera y techo de lámina.  Mientras no llovía la función prosperaba.  Los sábados nos entreteníamos en el rastro.  Observábamos con detenimiento como una res se volvía carne.  Aceptábamos con naturalidad el corte de la yugular, la sangre a borbollones y el destace de la bestia.  Ya habíamos escuchado la rotunda sentencia de Toño sobre el cariño.  Ahí rechacé la anatomía y la medicina, pero nunca me convencí de ser vegetariano.  Ni de creer que las reses morían por nosotros para mantenernos vivos.  Animales sin ánima.  Lo mejor, la Semana Santa, cuando toda la festividad culminaba en la prisión de Judas y la quema en la plaza pública.  Lo puyábamos cucándolo a ver si reaccionaba.  Como empujo ahora la avaricia del olvido al percatarme que ese mundo es memoria.  Que el pasado y el país, aunque no existen le pertenecen a quien los recuerda.  Quien retrocede.  Negándose a avanzar.

El resto del año, la calma.  La oleada de pepetos y madrecacaos.  El flujo de cafetos a su sombra.  Las parásitas, orquídeas.   Los pellejos en flor, en lo húmedo.  Algún macheteado.  La rutina.  Peleas de bolos y violencia doméstica.  Caminatas al peñón.  De ahí se divisaba Japón y el Oriente.  Hartazones de naranjas.  Deslizarnos en pencas de coco encerada en la cuesta empedrada.  La semita melosa de las cinco.  La casa de madera abierta hacia el sur.  En terraza.  En la lomita.  Dejando calar el frío.  Vista del camino al cementerio.  Frente a la cancha de fútbol.  Donde se hacían las carreras de cinta a caballo y los pleitos con machete.  El alcalde siempre del partido oficial.  Como si hubiera otro.  Pero eso era la política.  Sólo les interesaba a los comunistas.

Al mar se bajaba en mula y en carreta.  Aún no existía la carretera del litoral.  Era una caravana larga que acarreaba agua, hielo, gasolina para las lámparas, además de gente.  Primero se llegaba al casco.  Una casa de madera.  Cocina, despensa y galera al lado.  Corral para caballos y reses, no muy lejos.  Patios de ladrillos donde se secaba el café.  Abundancia de frutales.  De ahí eran ya sólo unas dos horas.  Pero no pasaba carreta, debido a lo empinado de los riscos.  A la estrechez del camino.  A la bajada de filón.  A la vegetación densa, más allá de los potreros.

En esa época todavía pululaban los venados.  Ni que decir del armadillo.  Las iguanas cargadas de huevos.  Cazarlas en vivo era una destreza.  Participaba de observador.  Cómplice del animalcidio.  Miraba cómo les abrían el vientre, les sacaban los huevos, las cosían y las dejaban en libertad.   Lo más memorable era un perro que indicaba la cercanía de una iguana con el llanto.  Tanto se alegraba de la carne.  De la caza yo sólo gocé a la hora del almuerzo.

La playa era metálica.  Arena Negra.  Magnética.  Tenía un nombre indígena que describía su carácter de imán.  Ahora, creo, toda esa memoria quedó enterrada.  Porque luego llegó el progreso.  Así lo llamaban.  Le pusieron uno en español.  No le cuadraba.  Imaginaron lo prieto en dorado; la calamina, en oro.  No dudo que en unos años, si acaso perdura, se lo cambien a otro en inglés.  Fin del nombre.  Textura del mundo desteñida.

Estaba rodeada de montañas.  Piedras también negras.  Formaban una cúpula.  Una cueva se abría hacia el interior de la playa.  Daba sombra.  Las rocas dejaban filtrar el agua.  Goteras de agua dulce calaban como ducha fría sobre la arena densa.  Apenas las dejaba penetrar.  Charcos.  Piletas para abrevadero de cangrejos ermitaños, caballeros, chacalines y canegües.  Nidos de avispas ahorcadoras que apedreábamos sin piedad.   Bancos de ostras, pico de pato para la sopa.  Años después, acompañado de un rioja reconocí los percebes.

Al otro lado, el río.  Las ilamas, peces viscosos a la sombra.  El pequeño estero.  Las piedras o pocitas que guardaban tesoros.   Ahí encontramos un tiburón tierno.  Lo guardamos en la pila con agua salada, pero luego la abuela se bañó y el pobre pez se le resbaló por la rabadilla para irse a estrellar al suelo.  Luego se convirtió en ceviche.  Una tortuga que después en México supe se llamaba caguama, amarrada, con un lazo largo a un árbol.  Nosotros subidos en ella nadando hasta la reventazón.  Donde nacen las olas.  Luego la soltamos.  Me alegro que sólo comíamos huevos y no sopa como en Baja California.

El primer amor, el único amor.  Como si hubiera existido alguno.  Pero así tiene que ser.  De lo contrario no fuera hombre.  Recuerdos de amores: llegando por correo.   Así de rápido los inventaba.  Había que explicar eso de andar de la manita.  Dándose besos.  Bailando cachete a cachete.  Y quién sabe que cosas más.  Porque lo demás se hacía en otros lugares.  Sórdidos,  Eso era ser hombre, aunque diera vasca.  Yo no podía ser otra cosa.   Así que me los imaginaba.  Todos de vista.  Platónicos.  Sin hablar.  Ni tocadita.  Salvo quizás a una prima.  A saber si de verdad.  Qué importa.  Se la creyeron.  En medio de las gallinas.  Pero no llegó a más.  Delatoras en su cacareo.  Y luego ella demasiado grande.  Yo, un pelagatos.  Todas las demás de mirada.  Mirando de lejos.  En ausencia.  Una tenía nombre de fruta.  Imaginaba, olía a azahar.  Otra, iniciales de canción de moda.  A saber si fue cierto.  Cartas de amor con su hermano.  Y yo repitiéndome aquella tonada que bailaba R. en el recreo.  En el colegio,.  Atrás de la tienda.  “Que siga del brazo de ese muchacho, que estoy seguro de mí.  Esperaré a que estés bien madura…”.  Y ahora que están bien maduras.  Regresan.  Descoloridas y sin imagen.  Platican conmigo.  Me reclaman,  Nunca me les declaré.  Yo no sé por qué ellas tampoco.

Las aventuras con los primos.  Arañas de caballo peludas, enredadas en chicle.  Con un hilo largo las sacábamos.  Peleas de zompopos de mayo.   Descabezados, sin vientre.  Piquetear los pavos, los chompipes, hasta que uno cobró revancha.  Risitas y carcajadas.  Mientras RA nos mostraba la nalga adolorida.  A él le echamos el pato de la guerra de caca.  Rodeos de terneros.  Guerras con plasta de vaca y caballo.  Castigos del abuelo por desobedientes.  Noches en vela en espera de más tortugas.   Sin luz.  Sólo una fogata a veces.  Cuentos de miedo.  Juan Charrasquiado.  La Siguanaba y el Cipitío.  El Cadejo Negro.  Nahual del brujo.  El cura sin cabeza, absolviendo militares hasta que se volvió comunista, decían.  La carreta chillona, cargando los muertos del 32.  Las almas en pena de los desaparecidos.  Puras supersticiones según los mayores.  Pleitos por los caballos.  “Se lleva a “Paquete”, el que tienen el paquete más grande”.  Y el miedo de dormir a la intemperie en hamaca.  Peor en luna llena, cuando las sombras se proyectan en fantasma.  Algún mutilado.  El mal de ojo que lo provoca el poder.  Porque Toño nos había convencido.  Los niños estábamos expuestos.  Nosotros y los campistos, a la violencia del poderoso.  La de los adultos ricos.

Y luego memorable.  Los partidos de fútbol.   Descalzos en la arena negra.  Pies ampollados.  Espaldas al rojo vivo.  Luego pagué con cáncer en la piel las asoleadas.  A gritos deseándonos amistad sin fin.  Entre abrazos después del gol.  Peleas por decidir quién era Pelé, Cariota Barraza, Volkswagen Hernández,, Araña Magaña.  Tanto nos queríamos que, en el año 2000, en el cambio de siglo, por más viejos que estuviéramos, nos íbamos a reunir.  Entonces jugaríamos la revancha.  No importaría lo cascarrabias que fuéramos.  Prueba sería del cariño que nos teníamos.  Amigos que llegaban ya entonces por la recién inaugurada Litoral.  Del Puerto de La Libertad corría hacia el occidente hasta llegar a Acajutla.  Pasaba por varios túneles,  Humedad filtrada.  Dando vueltas.  Mirando al sur hacia el mar; al norte, la montaña en flor.   Entonces todo era posible…

Salí como muchos a rondar por años.  Huyendo de las nuevas carretas chillonas.  Pero sin olvidar el pacto de amistad.  Sin compromiso.  Porque siempre juzgué la revolución imposible, imaginando a los contras en Honduras.  Espacio aéreo del imperio.  La represión, un nuevo rastro.  Saliendo del cráter.  Por los poros.  Manteniendo la memoria.  Regresé el día señalado,  Confiaba en lo antiguo.  Traía mis Adidas.  Pero algo había cambiado.  Muchos se habían vuelto cuadros del partido.  Del único que valía la pena en esa tierra.  Habían luchado contra el comunismo.  Por la democracia y libertad.  Y yo no era más que un advenedizo.  Como un millón demás.  Todo se jugaba en esos términos.  Funcionarios unos; empresarios, otros.  Demasiado serios para organizar el partido de fútbol que nos habíamos prometido.  El único Partido que me interesaba.  Ni siquiera uno de cartas.  Hasta los comprometidos desconfiaron de mí.  Hubo excepciones.  Lo reconozco.  Contadas.  Quizás Tres Mil.

No había ternura.  Sólo apuestas.  La bolsa de valores.  La política del estado.  Organizar oposición.  La renovación del partido.  El desdén.  La ética proletaria.   El olvido.  Patria contra liberación.  Fe.  Fidelidad al presente.  Rédito financiero contra rédito político.  Pensé que quizás había sido yo el afectado.  Tal vez un mal de ojo por cariño.  El susto del amor.  Un aire de amistad había arruinado mi vida.  A pesar de los años.  Distancia.  Conservar algo que guerra y política habían deshecho.   Sin filiación fija.  Eso no contaba.  Nunca declaré.  Como si ambos bandos no provenían del mismo retoño.  Ex-Ex, muchos.  Que si a mí el Padre M. me daba física, era de confiar. Que si a ti el Padre M. te daba sociología, eras de desconfiar.  Igual castaña: la misma vaina los dos.  En la mañana trajeado.  Con los reaccionarios.  En la tarde de jeans desteñidos.  Con los comunistas.

A mí me valía sorbete la política.  Mucho más los partidos.  El Partido y el Otro.  Me importaba sólo la nación.  La amistad.  El único país era la infancia.  La niñez.  Mi Partido.  Por mi casa, en el extranjero.  Habían pasado cónsules y guerrilleros.  Con igual servicio los había atendido.  Si de tal manera habían roto el pacto, no me extrañaba.  En política y finanzas promoverán una traición mayor.  Igual pasado y amistad me ligaban a los dos bandos.  Alianza de niñez que nadie recordaba.  Hermanos, primos, amigos a derecha e izquierda.  Padre, al extremo centro.  La guerra también se jugó en los sentimientos.  En el fratricidio.  Cariño disperso hacia confín y sinfín.  Mejor olvidarse de todo.    Borrón y cuenta nueva.  De todas maneras ya casi nadie se acordaba de mí.

Amistad e infancia habían emigrado.  Pasajeras como el país.  Los dientes de leche.  Eran la infinita espuma del Pacífico embravecido que se deshacía a la orilla.  En la arena negra del adulto.  Pero algo faltaba: lo metálico, el magnetismo.  Ambas eran hermanas lejanas, viviendo en el exilio.   Dando tumbos.  Sin asiento.  Como había pasado yo años.  Como me la pasaría otros tantos más.  Conservando la eterna juventud.

No me quedó sino aceptarlo.  Marcharme de nuevo.  Llevarme la tajada de recuerdo que me correspondía.  Le daba la razón a Toño.  Límites estrechos tenía el amor.  Impuestos por lealtad al Partido.  Al otro.  No les dejaría nada.  Me llevaría.  Empacaría lo que pudiera.  Lo demás lo mandaría por correo aéreo.  La vez que nos cacharon enviándonos papelitos con malas palabras en primer grado.  Las noches que estudiamos para los privados.  Cuando nos robamos el examen y, en castigo, nos tocó repetirlo.  Las clases de natación en secundaria.  Las burlas de los demás.  Los juegos a ladrón librado.  Les dejé el país.  Me llevé parte de la nación.  El recuerdo.  Mi testimonio de escolar.  Las cachetadas que recibí en la apostólica.  No me gustaba la sopa de ajo.  El mundo huraño de la memoria, entregándose en goteo.

Me asenté en el desierto.  Me volví jardinero.  Confiando en plantas y animales.  Los humanos vendrían después.  En recelo.  Ya bastante desencanto había sufrido.  Me dediqué al huerto.  Hortalizas.  Verduras cultivadas como el ánimo.  Herví el pasado.  Maceré la niñez.  Trasplanté.  Tuve nectarines, albaricoques, peras, frambuesas.  Así me volví famoso.  Los regué.  Aboné con el recuerdo.  En el pequeño pueblo donde vivo, los retoños del huerto adquirieron el poder curativo de la memoria.  Primeras frutas medicinales del mundo.  Quien siembra esa cosecha se acuerda del pasado.  Con transparencia.  Reconstruye la infancia.  Desarrollé esa técnica agrícola.  Ahora que la guerra arrecia.  Exportaré a todos los sitios azotados por la violencia.  Tengo patente de Mazar-i-Sharif, Israel y Palestina.  Una mara, la pacifista, la distribuye en el país: la Salatrucha.   La Trucha Salada como yo.  Sin represalias.  De inmediato.  Recuperar lo perdido.  Restaurar la memoria.  Esa será mi revancha.  Mi único Partido.