Mientras un llanto agudo recorre el desierto, los misiles enmudecen. Al menos por unas horas. Retumba un sollozo que estremece a los incrédulos. Cabizbajos, callan quienes anhelan aún reducir la experiencia humana a un algoritmo sin emociones. El sismo sacude el interior sentimental del páramo. De nuevo se escucha el alarido: “¡ay, mis hijos!, ¿adónde los llevaré?”. “¿Cómo habré de protegerlos?”.
Muere una niña indefensa al violar la ley migratoria, mientras se anuncia la carencia de trabajadores agrícolas como su padre. Tal es la paradoja posmoderna y global durante el retorno del nacionalismo extremo. El rechazo de los inmigrantes coincide con la urgencia por su labor en sitios alejados.
Ese grito afligido lo oigo en eco constante, quizás en alucinación auditiva. En reflejo inmediato de una vida humana quebrantada en este sitio de fronteras postizas. Los límites los dibuja la línea artificial que inventa naciones recientes. En el desierto sinfín, irreverentes, la flora y la fauna ignoran esos linderos. Fluyen como ríos ancestrales. Su correntada antes la sobrevolaban puentes culturales, ahora derruidos por la falta de diplomacia.
Las antiguas relaciones familiares las separa un empeño divisorio. Cada noviembre, los apellidos que juran filiación a los mitos fraternos de la Nueva Inglaterra, llegan también errantes del sur. Los primeros defienden los muros sólidos, algunos; los otros, se cuelan como agua vuelta nube antes de la prisión que los congele.
Pervivo en un mundo de identidades trastocadas, donde ignoro quién es el hermano lejano que se aproxima y el extraño que ahora habita en mí. Lo propio es lo lejano; lo ajeno, la cercanía. Si a mi oído repercuten canciones serenas de navidad —de comarcas desconocidas, hacia el noreste— aquí corean el rechazo fratricida del pariente sureño. A “noche de paz”, día de guerra en sinfonía. Quizás…
A la escucha de ese clamor recurrente —“¡ay, mis hijos!”— leo que existe un país distante —amistoso de seguro— donde aún prospera la utopía del trabajo. En este momento, sueño enlazar el sollozo que advierto al oído y la visión de la letra. Acaso —pienso casi a altavoz, en mi delirio— los países que provocan las caravanas de migrantes carecen de embajadores. Parece que desconocen la letra impresa o no la vinculan con la tragedia oral. Aplican el dicho: “una palabra es la que veo; otra la que oigo”. No existe conexión entre lo dicho y lo escrito.
A los países sin trabajo; los países sin trabajadores. Sin capacidad de generar empleos, faltan las embajadas que relacionen los sitios que se imaginan continentes separados. Nadie tramita acuerdos diplomáticos, quizás imposibles. En un doble movimiento de opuestos complementarios, la “macdonalización” universal de lo cotidiano —la globalidad transnacional— se conjuga con lo regional de la mano de obra, siempre arraigada. Lo global y lo local —el capital internacional, a visa legal, y el trabajo nacional, sin visa o ilegal al desplazarse. Ambos se unen como el día y la noche en un conjunto unificado.
Vivo la ficción. No sólo describo los hechos. “Una niña muere al separarla de su padre quien, ilegal, ingresa a un territorio ultranacionalista, a esperanza de cambio. Su trabajo agrícola lo rechaza aunque sea necesario”. Describo la impotencia de un Mundo por imaginar otros escenarios posibles. Existen países que requieren mano de obra; otros que la exportan a la fuerza, sin negociación. También existe la posibilidad del diálogo, de relaciones diplomáticas entre esos lugares.
Tal es la ficción. No habla de los sucesos inevitables. La violencia, el alza de la ultra-derecha, el desempleo, la necesidad de trabajadores. Asunto inédito, la ficción imagina que los países designen embajadores. Que los embajadores se informen y dialoguen para tramitar visas de trabajo, al menos, temporales. O, en cambio, que la inversión genere empleo y arraigo.
La ficción es la utopía —hasta ahora imposible— de un mundo mejor. Por esta falla, el sollozo “¡ay mis hijos, ¿adónde los llevaré?” reverbera eternamente en este desierto. Quizás su emisora se invista como magna delegada cultural de los inmigrantes. El mito siempre retoña a la frontera porosa entre la razón y el sentimiento, la ciencia y la conciencia, la lógica y la metáfora. En verdad, reparto mi vocación de páramo y de playa. Reconozco que mi entorno oscila entre el rigor del número y el doble sentido de cada palabra.