Es imposible negar el deleite que me causó la pluma del salvadoreño Manuel Andino en su libro Vocación de marino que compila sus impresiones de viajero, como él mismo lo detalla en la explicación introductoria:
Estos apuntes son de 1914 a 1928. Impresiones recogidas de mis andanzas por el mundo, a veces como turista y otras como viajero sentimental. Notas fugaces sobre puertos, barcos y algunas cosas y tipos de caminos del mar.
Habiendo escrito el cuento SS San Blas, que describe el hundimiento del vapor con el mismo nombre frente a nuestras costas en 1901, encontré la obra de Andino fascinante. En ella, recuerdos y anécdotas adquieren brillo en un híbrido del cuento y la crónica, capaz de guiarnos en un mar de imágenes y experiencias de las cuales extraemos la singular visión de este autor, quien además ratifica a la vida misma como la mejor narradora de cuentos.
Manuel Andino viene a la vida en 1892, en la ciudad de Santa Ana. Con el tiempo, emprende su camino a San Salvador donde se desenvuelve como poeta y periodista y labora para Diario del Salvador. En 1922 edita la Revista del Itsmo. En 1923 asume la jefatura de redacción en el periódico El Día, también la de El Diario Nuevo que luego se transformará en Tribuna Libre, donde también seguirá publicando. Funda El Espectador. Colabora en la revista ARS y en Letras en Cuzcatlán. En 1955 se convierte en el primer director de la revista Cultura donde publica 12 números, hasta el 7 de abril de 1958, el año de su fallecimiento.
Entre sus libros tenemos Detalles, una colección de prosa breve (1925), La obra del doctor Quiñónez Molina (1925), Mirando vivir, una colección de sus crónicas (1926, 1960), El padre de la democracia (1931) y Vocación de marino (1960). Todos estos depositarios de una letra ágil, clara, limpia y poética donde se perpetúa la vida y el devenir del ser humano, los incidentes del día a día de los cuales emanan sentimientos universales.
En Manuel hallamos melancolía, romance, sencillez y precisión. Descrito como hombre de rostro indiferente y frío, pero capaz de convertirse en un cálido amigo. Fue también biógrafo, cronista y conferencista. Estuvo en Europa, México y Guatemala. De él, Luis Gallegos Valdés expresa: «Manuel se casó ya maduro, con exquisita mujer a la que el destino hirió cruelmente. Manuel se dedicó, con vocación admirable de sacrificio, a atender a su compañera. Al morir esta, salió de la prueba con una gran tristeza que su pergeño inmutable no lograba ocultar, pero con el ánimo de un Séneca, acerado por el dolor. ¡Callada tragedia la de aquellos años junto a la silla de ruedas de la enferma! Pero la idealidad, la quimera bella y atroz, volvía a posarse en su espíritu infatigable enamorado del mar».
Y este amor por el mar descolla con las palabras del mismo autor:
Hay, allí no más, lugares de gran hermosura, de belleza estupenda, de un extraordinario interés humano y panorámico: la barra de Santiago, el estero de Jaltepeque, la bahía de Jiquilisco, el Golfo de Fonseca, temas para páginas de prosa, relatos y cuentos, o para poemas. Qué escritor de la nueva generación, qué poeta de “los de la última góndola” va a escribir una vívida descripción de esos maravillosos lugares, cantos a la vida y a la naturaleza de las costas? [ … ] Los puertos, los manglares, los pescadores, los marineros, las leyendas son motivos para escribir unas cuantas páginas interesantes.
Nunca he sido marinero, sin embargo, gracias a Manuel, he arribado a puertos lejanos. Desde la cúspide de la sierra, en una hermosa panorámica, he apreciado delicadas corrientes de sensibilidad que me encauzan a nuevos territorios a través de este vasto océano llamado literatura.
Aquí presento algunos escritos de Manuel Andino publicados en Vocación de marino.
Vocación
A los doce años era yo lo que se llama un niño terrible —en aquel tiempo, ya un poco lejano, todavía se era niño a los doce años… Me burlaba de las autoridades escolares y familiares. Vagabundo e indisciplinado. Un día, en consejo de familia me dijeron, a las buenas:
—Quieres estudiar para doctor?
—No.
—Quieres ser sacerdote?
—No.
—Quieres ser militar?
—No.
—Quieres ser empleado de comercio?
—No.
—Quieres ser agricultor?
—No.
—Entonces, qué quieres ser?
—Yo quiero ser marinero, contesté, sintiendo que al responder así me animaban los héroes de Julio Verne y mis propios sueños e impulsos.
Al día siguiente me entregaron como aprendiz de telegrafista al Jefe de la oficina de telégrafos de Santa Ana, hombre de nublado aspecto, pero interiormente luminoso.
En vez de los grandes horizontes, la reclusión en un pequeño cuarto. En lugar de un barco coronado de chimeneas y de mástiles, un sedentario aparato de Morse!
Pasé tres años en la oficina. Me porté regularmente. Llegué hasta obtener un empleo nocturno. Pero no pude nunca llegar a ser telegrafista.
—Transmites bien, me decía Don Bruno Ruiz, el jefe de la oficina. Pero no oyes.
—Sí, querido y lejano maestro. Lo único que yo he oído y escuchado siempre es la voz de las sirenas… Ahora mismo —la mar está romántica— se oye a proa cantos bellos.
Vapor San Juan.
Frente a Manzanillo, México, 1919.
No me sirve
Iba de Puerto Barrios a La Ceiba en busca de trabajo. Llevaba una carta de presentación de Alfonso Guillén Zelaya para los señores Mercadal y Urbizo, dueños de una imprenta y un periódico. Quería llegar a La Habana. El trampolín para el salto sobre el Caribe iba a ser “Atlántida”, que así se llamaba el periódico de Mercadal y Urbizo. Pero cuando el Suriname iba a la altura de Puerto Cortés se supo de un gran incendio en La Ceiba que impediría el desembarque. Me quedé varado en Puerto Cortés: seis dólares y unos cuantos recortes de artículos publicados en Guatemala. Con los seis dólares pagué tres días de hotel.
Puerto Cortés hervía de salvadoreños. Por indicación de dos jóvenes compatriotas fui a buscar trabajo a las oficinas del muelle, donde, supe, necesitaban un amanuense. Después de larga espera, logré ver al jefe. Era éste un casi negro. Hosco. Cuando entré, apenas levantó la cabeza, que tenía metida en unos papeles. Preguntó:
—Qué desea?
—Trabajo.
—De dónde es?
—Salvadoreño.
—Qué sabe hacer?
—Redactar notas. Escribir artículos. Soy escritor.
El hombre, a quien entonces vi totalmente negro, dijo:
—No me sirve… Tengo completos los equipos de descargadores…
Libros
Los relatos de los Viajes de Simbad el marino, de Las mil y una noches. Veinte mil leguas de viaje submarino, por Julio Verne. Dos años de vacaciones, por Julio Verne. Un capitán de quince años, por Julio Verne. Los trabajadores del mar, por Víctor Hugo.
Estos cinco libros hirieron cuando niño mi imaginación, despertándome el amor por el mar y por las cosas del mar.
El amor por el mar es saludable porque refresca y vigoriza el alma. Los marinos tienen el alma ancha y cordial.
En busca de la Atlántida
Helen Crawford. Una amiga gringa simpática. Como de treinta años. Ojos aceitunados y pelo rubio. Es hija, nieta y biznieta de marinos. Como tal es erudita en cuestiones marítimas. Maestra en una escuela pública de Chicago. Está aquí pasando vacaciones en casa de unos amigos, empleados en la United Fruit. La conocí en el bar del hotel Lefevre. Charlamos a menudo —habla correctamente el español— sobre cosas del mar y del amor. Hoy, paseando por “La Curva”, frente a la espléndida Bahía de Honduras, me hizo una confidencia:
—Algunos amigos de aquí creen que yo sólo vengo a descansar. Otros que me trae el amor. Nada de eso. Ando en busca de las huellas de la Atlántida…
—De la Atlántida?
—Mi abuelo despertó con sus relatos mi interés por la Atlántida. Desde los quince años he leído y releído todos los libros escritos en inglés, francés y alemán sobre el continente desaparecido misteriosamente hace siglos. La Atlántida no es una leyenda. Fue una realidad. Los antiguos afirmaban su existencia frente a Gibraltar, en el Atlántico. Platón asegura que sus ejércitos conquistaron parte del África y algunas tierras de oriente. Pero el profesor Smuts cree y yo con él, que la Atlántida estaba por aquí cerca, en los que hoy llaman el mar Caribe y el Golfo de México, afirmando que Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo y las Antillas menores son restos de aquella gran isla, supuestamente arrastrada a las profundidades oceánicas por un cataclismo formidable.
—Pero, de ser cierta la existencia de la Atlántida, qué huellas pudo dejar?
—Todo lo que ha sido en la Naturaleza o en la Vida, todo lo que parece perdido para siempre, dejó una huella, una voz que permanece recóndita. Esa huella es la que ando buscando. Porque la Atlántida, al hundirse, debió provocar hasta estas playas un oleaje enorme. Es posible, amigo mío, que en estas arenas que estamos pisando se halle mezclado lodo de la Atlántida…
A miss Helen le brillaban más que nunca los bellos ojos aceitunados.
El mar seguía cantando…
Puerto Cortés, Honduras, 1914
Leyendas de La Unión
El propietario del hotel “América”, General Agustín Martínez, me ha contado muchas historias y leyendas de La Unión y el Golfo de Fonseca. El General Martínez es un hombre simpático, de charla fácil y pintoresca. Entre sus historias están la de los fantasmas que en la media noche saltan un islote a otro gritando y sollozando. La del pescador solitario en cuya red, una noche de luna llena, cayó un extraño animal, entre pez y serpiente, todo azul, vivo, con ojos y aletas incrustadas de diamantes…
Otra de las historias del General Martínez —y la que han repetido los diarios de San Salvador— es la de los barcos japoneses en correrías nocturnas en las aguas del Golfo. Esta tarde, en el muellecito de La Unión charlamos el Comandante del Puerto y yo, sobre asuntos unionenses. Rodando, rodando, la conversación cayó en las acariciadoras aguas del mar, en las cuales la fantasía de la gente coloca, en vaivén inquietante, barcos fantasmas, venidos, tal lo dicho por los fantasiosos, desde el Japón lejano y rampante, a perturbar con supuestas maniobras pre bélicas, el dulce sueño del trópico y la digestión imperial del Tío Sam.
—Invenciones! Nada de lo que se dice acerca de esos barcos japoneses a los que se cree sondeando las aguas del Golfo, es cierto, me dice en Comandante, hombre de larga permanencia en este litoral y por consiguiente autorizado para hablar en tono en que lo hace.
—Así como hay cuentos de camino real, sigue diciendo el Comandante, hay también historias de puerto, más truculentas las segundas que los primeros. Uno de ellos muy bien urdido por cierto, pues no se puede negar que es admirable la fantasía popular, es el de los barcos japoneses en el Golfo de Fonseca, cuento que los diarios de San Salvador relatan a sus lectores periódicamente, supongo que por falta de otro material. Cuando terminó la charla, del sol hacía nada más en el horizonte un rastro rojo, en forma de abanico abierto, maravilloso. Se iba la tarde. Y en la noche que se acercaba llena de luceros y de misterios, sobre las aguas verdinegras, rumoreantes, en las que cabalga la Aventura, empezó a agitar sus inverosímiles alas la Leyenda.
La Unión, 1925.
El castillo de If
En un islote del Mediterráneo, cerca de Marsella, está el castillo de If, hecho famoso por Alejandro Dumas en su novelón “El Conde de Montecristo”. El viaje del puerto al castillo se hace en unos pocos minutos, en gasolinera. Yo fui de tarde, en compañía de un compatriota descreído y burlón. Cuando llegamos, el castillo estaba lleno de turistas, principalmente sudamericanos. A la entrada, los inevitables guías. Nos explicaban: este era el despacho del alcaide. Aquí la sala de guardias. Está, la enfermería. Por último, como el acto más emocionante de la visita, nos llevan a las celdas del Abate Faria y de Edmundo Dantés. Ya estamos en plena novela. El guía retira con gesto teatral un camastro. Allí está, evidentemente, el agujero por donde el futuro Conde de Montecristo pasaba todas las noches a conversar con el Abate Faria. Las damas suramericanas estaban emocionadas. Una comentó: me parece que los estoy viendo en las escenas magistralmente descritas por Alejandro Dumas! Una niña preguntó:
—Mamá, quién era el Conde de Montecristo?
—El Conde de Montecristo fue un hombre famoso. Cuando seas grande vas a leer su historia…
Al regreso siguieron los comentarios. Indudablemente, decían, ese agujero prueba que lo del Conde de Montecristo es cierto. Usted qué piensa, señor, preguntaron a mi compañero. Aquél contestó:
—Es cierto que allí está el agujero, pero ese agujero lo hicieron después de que leyeron las novela de Dumas…
—Con qué objeto?
—Ustedes saben, señoras y señores, que se requiere tanto ingenio para escribir novelas como para atraer turistas. Lo último lo estamos probando nosotros, pobres turistas ilusionados!
Hubo un largo silencio lleno de miradas hostiles.