Ignoro que sucedió ese día. Sólo digo que me dijeron. Como siempre andaba revoloteando por algún sitio lejano. Tal era el sino que me deparaba una figura tan reconocida que más valdría no mencionar. Jamás hay que anotar lo obvio. Sólo certifico que ese “digo que me dijeron” coincidió con una clase de español. Debía presentar el temario a la letra sin desviarme del tema. No importaba los sucesos que ocurrían en el Mundo. Siempre se hallaba alejado del aula. Empero, el azar objetivo no traicionaba mis intenciones profundas ese día, como si la distancia más remota manifestara su presencia en lo más íntimo.
Debía explicar la diferencia entre “ser” y “estar”, esa mañana nublada de marzo. “Ser es estar” discurría, mientras caminaba aperado de lana en el invierno tardío. De nuevo, me sostenía ese sino que marcaba los pasos entre la lluvia semi-congelada, mitad nieve, mitad agua. La clase coincidía con una breve discusión del “verde que te quiero verde”, la Generación del 27, y el “Yo soy Yo y mi circunstancia” de José Ortega y Gasset.
Quizás por esos azares del destino, al entrar a la oficina con el volante a distribuir, hacia el suelo se precipitó un libro mal acomodado en la repisa superior. Cayó abierto en la página que transcribía lo siguiente. “Prolongar la misión eterna del Señor según los cambios continuos de la historia”. Acaso, de inmediato, pensé en anotarla como sentencia implacable que ilustraba no sólo la temática del día. También la encadenaba a su exterior, al Mundo circundante que envolvía este “campus” universitario, en aislamiento apacible.
Vivía en un “ser” sin “estar”, donde experimentaba teorías sin experiencia directa. El ideal matemático se cumplía a la letra en las fórmulas que prescribían patentes. Nuevas medicinas, tecnología de punta, incluidos explosivos y misiles. Todas estas contribuciones se percibían en su universalidad perenne de “ser” sin “estar”. Enfrentaba ese fundamentalismo que omitía toda referencia al instante mismo de su aplicación concreta. Su incidencia directa a la historia de una región. No había “circunstancias” que “salvar”, pues ya estaba a salvo en un islote solitario.
Aquí, en este vasto desierto baldío, tales ideas resonaban vacuas, pese a las estallidos que, a veces, hacían temblar las ventanas y repicar las paredes. Ya nadie las relacionaba a guerras distantes de lo vivido. Tampoco se escuchaba ya el grito certero de La Llorona. Al costado palpitante, su leyenda decaía ante la técnica, a menudo destructiva. No aquí, en el páramo desolado, sino en la lejanía desconocida e insonora. Este “ser” tolerante se proyectaba a un “estar” ignoto. Era un saber que desconocía. Pero su ideal matemático ofrecía el algoritmo íntegro del Mundo. La cifra del amor, de la política, de la justicia y, en fin, la de medida de la po-Ética.
Con una precisión de cronómetro, a la hora exacta de terminar la clase, un estruendo sordo —un disparo lejano— detuvo el reloj enclavado en la pared. Nadie lo escuchó. Ninguna mirada volteó hacia la hora detenida en la tragedia. Sólo la llovizna que arreciaba y una brisa en llanto hicieron que al salir, la duda del “ser” se abocara a buscar su solución en ese “estar” inconforme en el tiempo. En una temporada sin órbita pese a la ciencia que prescribía su orden. El desorden de la conciencia bajo la llovizna oscura declamó la desventura. Y luego, en silencio, recitó la esperanza a cumplir.