Al leer “Segunda Carta Pastoral” (6 de agosto de 1977) de Monseñor Romero —canonizado el domingo 14 de octubre de 2018— sobresalen dos conceptos claves. La palabra y la historia —la lengua y el ser-en-el-mundo— destacan como aristas básicas para entender la acción humana en general. Estos términos se repiten con tal insistencia que la Carta Pastoral los convierte en verdaderos pilares de la acción humana. Antes de toda interpretación, bajo ese rubro dual, valga citarlos para leer su reiteración en coral.
Palabra (Logos):
Palabra de nuestra fe
Palabra de nuestra esperanza
Palabra de la Buena Nueva
Palabra sobre los acontecimientos…
Ser-en-el-mundo (Dasein):
Cuerpo de Cristo en el mundo
Está en el mundo
Pueblo de Dios en el mundo
Está en este mundo
Iglesia en el mundo actual
La Iglesia está en el mundo (bis)
Su relación con el mundo
Estar en el mundo y ser para el mundo…
Si al interpretar el primer término resalta la palabra (Logos) en sí, en el segundo interesa la localización (en…) y la relación (con/para…). La palabra ocurre en un espacio y en un tiempo preciso: la suya en El Salvador de 1977; este escrito en Nuevo México de 2018. Se trata de una breve diferencia geográfica de Cuzcatlan a Aztlán en desfase de cuatro décadas. Su homilía la sitúa al despegue de la guerra civil; este ensayo, al intermedio de las migraciones sin fin cuyo éxodo transcurre desde época prehispánica.
En su visión clásica, la homilía la resumen dos principios que definen al ser humano según Aristóteles: “animal político (zoon politikon)” y “animal dotado de lenguaje (zoon logos ejon)”. “Animal político” no significa participar en la política partidaria. Simplemente, admite que el ser humano vive en sociedad (Polis). Convive con sus semejantes en la Polis con quienes comparte varios presupuestos, entre ellos el idioma (Logos). La palabra se adquiere en sociedad, aun si existe un sedimento biológico que la sustenta: ADN, genoma. En esta correlación —lengua en la Polis; Polis por la lengua— se arraiga la idea más generalizada de su función social.
En verdad, sirve —me dice casi todo el mundo— para co-municar. Rara vez se cuestiona el prefijo inicial co(n)- (with), en su sentido de intercambio recíproco y, a menudo, en espejeo contrapuesto: Yo X Tú. Siempre hay dos perspectivas contrarias en complemento. No en vano, el meollo inaugural coincide con las palabras comunidad (Polis) y comunismo. Este trío establece un principio ineludible del vivir en sociedad.
En sentido estricto, el vocablo sería el origen mismo de lo común. Funda lo social y hace posible su pervivencia e intercambio constante. No existe sociedad humana que cimiente su Polis fuera de la lengua en su co-mun-icar/idad/ismo. En absoluto se juega con esas voces, sino su doble raíz inicial adquiere un sentido diverso según el sufijo terminal. Tal es la regla de lo común.
Por ello, en su sentido amplio — en “el papel de los laicos” que Romero mismo admite y adopto— toda institución humana la cimienta la “palabra”. El Logos siempre “está en el mundo”. Si por ese enlace lejano, Romero calificaría de aristotélico ortodoxo, más cercano de su figura se encuentra la manera en que el filósofo alemán, Martin Heidegger, actualiza ese par de conceptos. El resumen más conciso lo ofrece el libro “De camino al habla” (1959).
En los cinco ensayos breves se establece la primacía del habla. El habla no la explica le lengua, definida según la gramática. En cambio, previo a toda fórmula, el habla estipula la experiencia directa de la lengua. El ser humano vive en la palabra. Vive con la palabra. Pervive por la palabra. El habla no adquiere su valor al aplicar reglas prescritas. Por lo contrario, al enfrentar una situación inédita el “Yo-Aquí-Ahora” expresa lo “nunca dicho antes”. Sólo en el instante (Ahora) en el cual el mundo (Aquí) natural y social se vuelve palabra en el Yo, se dota de una ex-sistencia humana y cultural. Los hechos no se agotan en sí mismos, ya que la palabra (Logos) les otorga su significación social.
El ser-en-el-mundo por la palabra crea una poética. Este término no deslinda una esfera literaria exclusiva de los eruditos. Más bien, señala el uso diario de la lengua al encadenar un sonido cualquiera a su interpretación diversa. Un niño ejerce la poética al jugar con las palabras: “¿Qué hay de nuevo? Nada (Nothing). Si no nada (you (formal)-swim) se ahoga”.
Simplemente, esta esfera eleva su nivel de compromiso con la Polis al reconocerle el derecho de la palabra (Logos) al interlocutor (Tú/Uds.). Al volverla testimonio. En ese instante, la poética reconoce que a su interior reside una ética. La poética se vuelve po-Ética, esto es, necesidad de concederle y escuchar la voz ajena. La voz del Otro no siempre coincide con la otra voz, al interior de la consciencia de un Yo desdoblado. La voz del Otro inaugura el dialogo con la diferencia.
Por esta obligación lingüística —no hay hablante (Yo) sin oyente (Tú)— la homilía se inserta en esa tradición filosófica que de Aristóteles a Heidegger reconoce la palabra (Logos) como hecho fundador de lo social al estar-en-el-mundo. En la Polis, comunicar inaugura el acto social en sí. Al vincular el sonido a una interpretación posible, el oyente (Tú) hace de la lengua una poética. Por fin, al reconocer la voz de la diferencia —“los pobres”, “los desclasados”, “los marginados”, en la homilía; los migrantes actuales— el testimonio vuelca el habla en una po-Ética.
La ética y la poética se unen en esa señal que indica los tortuosos senderos a seguir: del monólogo al diálogo; del dicho al hecho. Entablan un coloquio con el paisaje humano que cohabita con el hablante (Yo). Su responsabilidad no consiste en acallar al interlocutor (Tú), sino en escuchar paciente el contrapunto de su colega. Por ello, como en la homilía, ambas disciplinas culminan en la búsqueda de esa voz silenciada del común. Ahora, en la de los migrantes en caravansary del trópico hacia los desiertos áridos. En tiempos inmemoriales, de aquí partieron, hacia la Tierra Prometida del Centro de América. Y hoy el péndulo oscila hacia “el viaje a la semilla”. El eterno retorno siempre inquiere la señal donde edificar un nuevo asentamiento.